El consumo de carne de tortuga en Cuaresma afecta a especies en peligro de extinción
En Colombia, la intensa caza furtiva en las semanas previas a la Pascua amenaza la supervivencia a largo plazo de dos especies de tortugas.
Se supone que la Cuaresma es un periodo de autodisciplina y moderación, una penitencia en preparación para la Pascua. Para los católicos, esto significa abstenerse de comer carne el Miércoles de Ceniza, el Viernes Santo y el resto de los viernes previos a la Pascua. Pero cuando se descartan la ternera, el cerdo y el pollo, el pescado es la única fuente alternativa de proteínas que los remplaza.
Conforme el catolicismo se expandió por las Américas, surgió un amplio abanico de tradiciones culinarias de Cuaresma que emplean la carne de animales salvajes. Durante el siglo XVII, el obispo de Quebec declaró que, como pasan gran parte del tiempo en el agua, los castores podían considerarse pescado y por lo tanto era correcto consumirlos durante la Cuaresma. Se aplica la misma lógica en Venezuela, donde los católicos consumen capibara, un gran roedor semiacuático. En el estado de Míchigan se ha cocinado durante años rata almizclera en lugar de carnes prohibidas y en 2010 el arzobispo de Nueva Orleans aprobó el consumo de aligátor con el argumento de que «se consideran de la familia de los peces».
En Colombia, los fieles tienen su propia tradición: tortugas.
El consumo de carne de tortuga durante la Cuaresma está tan arraigado en la cultura del noroeste de Colombia que sus habitantes tienen un dicho popular: «Si no has comido carne de tortuga, no has celebrado la Semana Santa».
Mucho antes de que arraigara el catolicismo, el pueblo indígena zenú cazaba tortugas como comida. Incluso hoy, las comunidades rurales salpicadas por los vastos humedales de la región aún consideran las tortugas una parte importante de su dieta.
Pero conforme la práctica se expandía más allá de la caza de subsistencia para incluir una tradición gastrorreligiosa celebrada en las partes más pobladas del país, dos especies endémicas de tortugas —la tortuga hicotea (Trachemys callirostris) y la tortuga de río (Podocnemis lewyana) en peligro crítico de extinción— han menguado constantemente ante la caza furtiva, que excede los niveles de sostenibilidad.
A menudo se menciona que se consumen más de un millón de tortugas cada año durante la Cuaresma en el noroeste de Colombia. «Pero es probable que la cifra real sea el doble o el triple», afirma Luis Carlos Negrete Babilonia, director de Econbiba, un programa de desarrollo comunitario basado en el ecoturismo y la conservación de la tortuga de río en la aldea de Cotocá Arriba, en el departamento de Córdoba. «La tradición ha tenido impactos enormes en esta especie, porque la Cuaresma también coincide con la temporada reproductiva de las tortugas. Esto significa que no solo cazan a las adultas, sino que también recogen y consumen los huevos de la siguiente generación».
El padre Carlos Machado, un sacerdote que nació y se crió en Montería, Córdoba, dice que algunos de sus primeros recuerdos son de corrales con 60 o 70 tortugas que se consumirían durante la Cuaresma. «La autoridad regional medioambiental ha insistido mediante campañas en que la gente deje de consumir tortugas y, sí, la iglesia las ha respaldado», explica. «Pero ¿que la iglesia le diga a la gente que irá al infierno si consume una tortuga? Eso nunca».
Ante el descenso de las poblaciones de tortugas, los conservacionistas colombianos han pasado años intentando convencer a sus conciudadanos de los impactos negativos del consumo de carne de tortuga. Pero erradicar la querida tradición ha sido difícil, sobre todo porque cazar tortugas aún es un medio de supervivencia en áreas con tendencia a sufrir sequías.
Carne de tortuga, el fruto prohibido
«Hemos cazado tortugas durante cientos de años para sobrevivir a sequías como esta», afirma un agricultor del remoto asentamiento de Cuiva, en el departamento de Sucre, que pidió que no mencionáramos su nombre por el creciente estigma vinculado a esta práctica. «Durante la estación lluviosa, consumimos pescado», explica, señalando a una franja seca de tierra agrietada que se disuelve en el calor ondulante del horizonte. «Pero cuando descienden los niveles de agua, lo único que queda para comer son tortugas».
Eduardo Torres, vicedirector de gestión medioambiental de la autoridad medioambiental regional de Córdoba, explica que la caza de subsistencia y el consumo de tortugas aún es legal para los colombianos rurales. Pero cuando se transportan tortugas fuera de zonas provinciales como Cuiva, se convierten en fruto prohibido.
En 2009, el gobierno colombiano aprobó una ley que convertía la compraventa y el tráfico de animales salvajes, tortugas incluidas, en un delito penal castigado con penas de cárcel o multas de casi 9.000 euros. Pero en lugar de eliminar la explotación de las tortugas, la ley la convirtió en un mercado clandestino. Ante la persistencia de la demanda y el endurecimiento de la ley, el valor de la carne de tortuga aumenta. El incremento de los precios aporta a los cazadores y traficantes un mayor incentivo para extraer a los animales de sus hábitats y pasarlos de contrabando.
«En noviembre, una tortuga mediana puede costar aproximadamente 1,30 euros, pero durante la Cuaresma, la misma tortuga vale unos 7 euros. Una grande puede valer más de 14», explica un cazador de tortugas que ha pedido que no desvelemos su nombre. Es consciente que al vender tortugas junto a una carretera que lleva a la bulliciosa ciudad de San Marcos, en Sucre, está incumpliendo la ley.
Como casi todos los que han nacido y crecido en la zona, ha aprendido a cazar tortugas de su padre y ha transmitido la tradición a sus hijos. Usan las mismas técnicas y herramientas: máscaras hechas de hojas anchas para camuflarse de las tortugas, arpones afilados, grandes redes redondas y perros adiestrados para olfatear a las tímidas criaturas. Pero hoy en día, para muchas familias como esta, cazar tortugas es más un negocio que una necesidad nutricional o religiosa.
«Todos saben que es ilegal, pero es nuestra cultura», afirma mientras enseña una tortuga hicotea antes de devolverla a un corral junto a otras que serán escondidas en las cocinas cercanas. «Además, ¿cómo puedo decir que no cuando tienen un potencial económico tan grande?».
Cazando cazadores furtivos
Para la policía medioambiental de Montería, la capital de Córdoba, detener el flujo de tortugas de las zonas rurales a la ciudad durante la Cuaresma es un reto constante. Durante años, han visto cómo menguaba la cantidad de animales que interceptaban, pero cuesta determinar si es porque la gente consume menos tortugas o porque se les da mejor evitar que las descubran.
«Los traficantes se han vuelto mucho más discretos», cuenta Javier Augusto Reyes Cabrales, agente de la policía medioambiental en Montería. «Hace unos años, era habitual encontrarnos con cargamentos de 2.000 o 3.000 tortugas. Hoy es una actividad mucho más clandestina. En lugar de apilarlas en la parte trasera de las camionetas a plena vista, la gente intenta esconderlas, las envuelve en paños dentro de maletas o las entierra entre cajas de verduras».
Con la ayuda de un perro adiestrado para olfatear animales salvajes ocultos, la policía ha incautado más de 1.200 tortugas este año. Aunque muchos de los delicados animales perecen durante el viaje, los que sobreviven se envían al Centro de atención y valoración de fauna silvestre, donde las mantienen en custodia preventiva hasta que pasa la Semana Santa.
Después, las tortugas son puestas en libertad en la naturaleza con celebraciones muy publicitadas. Eduardo Torres cree que estas fiestas fomentan el aprecio por las tortugas en sus hábitats naturales, sobre todo entre niños y adolescentes, que cada vez se muestran más críticos ante una tradición que consideran cruel e innecesaria. Pero aunque el paradigma esté cambiando del consumo a la conservación, a algunos les preocupa que sea demasiado tarde para las tortugas.
Una marcha hacia la extinción
Las comunidades rurales ya son testigos de lo fácil que es que una especie común sea víctima de la sobrexplotación. A diferencia de la tortuga de río, que lleva años al borde de la extinción y que ahora está clasificada como especie en peligro crítico de extinción por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza —que establece el estado de conservación de las especies—, la tortuga hicotea no está reconocida oficialmente como especie amenazada.
«La gente cree que las tortugas hicoteas no están en peligro de extinción», afirma Luis Carlos Negrete Babilonia. Pero este año, tanto cazadores de tortugas como conservacionistas afirman que las criaturas, antaño abundantes, son más escasas que nunca. «En esta zona, los cazadores siempre se han centrado en las tortugas hicoteas porque son muy comunes. Pero ahora, como existe un mercado de carne, no solo se llevan tres o cuatro tortugas para su familia, sino que siguen cazando hasta que no quedan más. Ahora estamos presenciando reducciones en esta especie».
Las poblaciones diezmadas han hecho que algunos cazadores vuelvan a cazar a la tortuga de río que, tras años de iniciativas de conservación de base, están empezando a repoblar las orillas de los ríos Magdalena y Sinú, los únicos lugares del mundo que habitan. Los conservacionistas, como la gente de Cotocá Arriba, que ven a los furtivos por los ríos en canoas de madera cargadas de sacos de estas tortugas de río en peligro crítico de extinción, temen perder todo lo que han hecho durante años para recuperar las poblaciones de estos animales únicos de aspecto prehistórico si la tendencia continúa.
Sin embargo, las autoridades se muestran optimistas ante el futuro de ambas especies. Entre la eficacia de la aplicación de la ley y el uso de estrategias de educación medioambiental como concursos de belleza con temática de tortugas, las fiestas de liberación de crías de tortuga y las campañas en redes sociales que instan a los ciudadanos a informar de delitos contra las tortugas, Eduardo Torres cree que la generación actual podría ser la última que se aferre a la tradición católica.
De superdepredador a conservacionista
La familia Viga lleva más de un siglo viviendo a orillas del río Sinú. «Durante años, me llamaron superdepredador de las tortugas de río», afirma Armando Viga, de 47 años, con una mezcla de orgullo y resentimiento. «Siempre las hemos cazado. No solo por su carne, sino también por sus huevos».
Armando calcula que ha matado más de 700 tortugas de río. Pero cuando los biólogos llegaron a la tranquila aldea de Caño Viejo hace 13 años e informaron a su familia de que los animales que habían cazado durante generaciones estaban entre las 25 especies de tortugas más amenazadas del mundo, el padre de Armando, Luis Alberto —también cazador durante toda su vida— tuvo una revelación.
«Enseguida comprendí que si las tortugas desaparecían aquí, desaparecerían de todo el planeta», afirma. «Pensé que somos cazadores expertos de estas tortugas. Conocemos sus comportamientos, cómo encontrar sus nidos y recoger sus huevos. ¿Y si intentamos ayudarlas para que no se extingan?».
En la actualidad, mientras otros se dedican a la caza furtiva de tortugas en las semanas previas a la Cuaresma, la familia Viga patrulla las playas donde los animales salen del agua para poner sus huevos. Cuando descubren un nido, lo excavan cuidadosamente, transportan los huevos a la seguridad de una incubadora casera dentro de su propio hogar, junto a la cocina donde antes cocían a esas mismas tortugas en agua de coco y las servían en platos de arroz y frijoles.
Desde que comenzaron su proyecto de conservación artesanal, los Viga han liberado más de 17.000 crías de esta tortuga en peligro crítico de extinción al río Sinú. Pero en una zona prácticamente privada de oportunidades económicas, lo que hacen los Viga parece ir en contra de la lógica, pese a que reciben el apoyo de la autoridad medioambiental regional de Montería para cubrir los gastos de su labor.
«La gente de por aquí cree que estamos locos», cuenta Luis Alberto. «Nos preguntan si nos damos cuenta de que estamos criando estas tortugas para que otras personas ganen dinero cazándolas».
Admite que quizá sea cierto, pero quizá no durante mucho tiempo. Los tiempos cambian. Los hijos de Armando no recuerdan a su padre como el famoso cazador de tortugas que era antes. «Ni siquiera saben a qué sabe la tortuga», afirma riendo. «En unos años, cuando las poblaciones empiecen a recuperarse, todo esto habrá valido la pena. La gente se dará cuenta de que estamos haciendo lo correcto».
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.
Gena Steffens es escritora, fotógrafa y exploradora de National Geographic que trabaja en Colombia. Síguela en Instagram.