«Vivo con miedo constante»: los enfrentamientos entre humanos y chimpancés en la Uganda rural
La tala ha obligado a los chimpancés hambrientos a saquear los cultivos de los aldeanos. Algunas veces, los chimpancés matan niños y los aldeanos matan a los chimpancés.
Advertencia: Este reportaje contiene descripciones gráficas de la violencia y pueden herir la sensibilidad de algunos lectores.
La vida ya era bastante difícil para Ntegeka Semata y su familia, que se ganaban la vida a duras penas en su pequeña parcela de tierra a lo largo de una cordillera en Uganda occidental. Apenas conseguían cultivar alimentos para ellos y ahora un grupo de chimpancés desesperados, atrevidos y saqueadores de cultivos amenazaban su sustento e incluso su seguridad.
Los chimpancés llevaban uno o dos años acercándose, merodeando por la aldea de Kyamajaka, buscando comida, arrancando plátanos de los árboles, robando mangos, papayas y cualquier otra cosa que les placiera. Habían cogido yacas de un árbol cerca de la casa de Semata. Pero el 20 de julio de 2014, la temible adversidad dio pie al terror, una forma de terror que también ha afectado a otras familias ugandesas. Fue el día en el que un chimpancé de gran tamaño, probablemente un macho adulto, secuestró al bebé de Semata, Mujuni, y lo mató.
«Un chimpancé vino al jardín mientras cavaba», recordó Ntegeka Semata durante una entrevista en 2017. Sus cuatro hijos estaban con ella aquel día, ya que combinaba la maternidad con el duro trabajo de campo, pero les dio la espalda para traerles agua. El chimpancé vio su oportunidad, cogió de la mano a su hijo de dos años y echó a correr.
Los gritos del niño atrajeron a otros aldeanos que ayudaron a la madre a perseguir al animal. Pero el chimpancé era fuerte y enseguida infligió daños fatales. «Le rompió el brazo, le hizo daño en la cabeza, y le abrió el estómago y le quitó los riñones», contó Semata. Entonces, tras esconder el cuerpo maltratado del niño bajo la hierba, el chimpancé huyó. Llevaron a Mujuni a un centro de salud de una ciudad cercana, Muhororo, pero la pequeña clínica fue incapaz de tratar al niño eviscerado, que falleció de camino a un hospital regional.
La situación actual de Kyamajaka aún es precaria, al menos para algunas personas y algunos chimpancés. Los ataques de los chimpancés a niños humanos han continuado, con un total de tres muertes y media docena de heridos o huidas por los pelos en la región de Muhororo desde 2014. El principal impulsor de los conflictos, al parecer, es la pérdida de hábitat de los chimpancés en las zonas de Uganda occidental, terrenos forestados a las afueras de parques y reservas nacionales que se han convertido a la agricultura ante el crecimiento demográfico. Gran parte del bosque autóctono que antes cubría estas colinas ha desaparecido, talado durante décadas para conseguir madera y leña.
La demografía y el paisaje están cambiando deprisa en el distrito de Kagadi (que incluye Kyamajaka), al este del lago Alberto y en la sierra de Rwenzori, así como en los distritos adyacentes. El suelo es volcánico y rico, humedecido por las lluvias estacionales y adecuado para mantener a una cantidad incipiente de familias agrícolas que se ganan la vida en pequeñas parcelas privadas con cultivos básicos como el maíz y la yuca, suplementados con frutas domesticadas y los pocos ingresos de cultivos comerciales como el tabaco, el café, la caña de azúcar y el arroz.
La Autoridad de Fauna de Uganda (UWA) es plenamente consciente del problema de los chimpancés y, aunque los chimpancés fuera de áreas protegidas (así como dentro de parques y reservas nacionales) son responsabilidad de este organismo, no es el caso de los bosques privados. «Por desgracia, nos resulta muy difícil —si no imposible— impedir el aclareo de estas zonas», declaró recientemente Sam Mwandha, director ejecutivo de la UWA. «Solo podemos suplicar; solo podemos educar y esperar que la gente las aprecie».
Pero apreciar un bosque por sus beneficios a largo plazo —como mitigar la erosión y amortiguar el aumento de la temperatura— puede ser difícil ante las presiones a corto plazo para cultivar alimentos. Y ante la presencia de chimpancés en una parcela forestal, un momento de distracción por parte de una madre mientras planta puede acabar con la captura de un niño. Según Mwandha, la necesidad inmediata es «crear conciencia» entre las personas en estas zonas para que tengan mucha precaución y se mantengan en vigilancia continua. Es más fácil decirlo que hacerlo, pero hace poco la UWA asignó a cuatro empleados permanentes a esta campaña de concienciación en Uganda occidental.
Los chimpancés de Kyamajaka —quizá una docena en los alrededores de la aldea— viven en los bosques restantes en el fondo de un valle por el que circula un pequeño arroyo o en la plantación de eucaliptos cercana. Salen de día porque sus alimentos silvestres han desaparecido y comen en los campos de cultivo y los frutales que rodean las casas de la aldea. Se desplazan sigilosamente por la aldea, sobre todo por tierra porque no hay copas de árboles por los que saltar, como harían en un bosque denso. A pesar del sigilo, a veces su búsqueda de alimentos a pie los acerca a las personas. Beben del mismo arroyo donde recogen agua las mujeres y los niños de las aldeas. Cuando están de pie o caminan erguidos, algo que suelen hacer, tienen un aspecto amenazadoramente humanoide.
Los chimpancés y los bonobos son nuestros parientes vivos más cercanos. La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza clasifica a su especie, Pan troglodytes, en peligro de extinción. La población total en todo África —300 000 ejemplares como máximo, quizá muchos menos— es inferior a la del municipio de Córdoba. Los adultos son animales grandes y peligrosos: un macho puede pesar casi 60 kilogramos y tener la misma fuerza que un hombre de tamaño similar. Los chimpancés en bosques productivos viven principalmente de frutos silvestres como los higos, pero si pueden matan y consumen monos o antílopes pequeños, despedazando el cuerpo y compartiéndolo con entusiasmo. Les encanta la carne. Como los chimpancés suelen desconfiar de los humanos adultos, sobre todo de los hombres, su comportamiento agresivo (y en algunos casos predador) hacia las personas, de ocurrir, afecta sobre todo a los niños. En algunos casos, un chimpancé puede coger a un niño pequeño por pura curiosidad, como si se tratara de un juguete.
Sea cual sea el motivo, puede ser aterrador. Durante más de tres años tras el trauma del secuestro de su hijo, Ntegeka Semata y su marido, Omuhereza Semata, agricultor, siguieron viviendo en su casa. Construyeron una valla de bambú alrededor de su jardincito que rodeaba el cobertizo de cocina y que esperaban convertir en una zona segura para su familia. «Vivo con miedo constante a que vuelvan más chimpancés», declaró Ntegeka en la entrevista.
Pero la valla era endeble y los chimpancés volvían; los Semata se sentían asediados. Ntegeka no podía trabajar en el huerto. A veces, los niños estaban demasiado asustados como para comer. Incluso la cabra emitía sonidos lastimosos de miedo. Para finales de 2017, su casa estaba vacía, con una ventana rota sobre la puerta delantera. Los Semata habían huido y llevaban una vida marginada en una habitación de alquiler en un complejo residencial a casi cinco kilómetros. Allí no tenían tierras agrícolas. «Me parece que nos han arrojado de nuevo a la pobreza», contó.
Por su parte, las ventanas restantes de su antigua casa solo reflejaban los rostros de los chimpancés, que la visitaban con regularidad echando miradas furiosas, confusos y provocados por sus propios reflejos, que les devolvían la mirada.
La muerte de Mujuni Semata no fue un acontecimiento aislado. Los informes policiales de la localidad de Muhororo (de la que Kyamajaka es una aldea satélite con cientos de familias) describen dos ataques de chimpancés a niños en 2017. El 18 de mayo, una niña llamada Maculate Rukundo fue atrapada en un maizal mientras su madre trabajaba la tierra. La madre persiguió a los chimpancés, pero retrocedió aterrorizada y corrió para buscar ayuda. Un grupo de lugareños, a los que enseguida se unió la policía, rastrearon a los chimpancés hasta una franja forestal donde encontraron a la niña muerta en un charco de sangre y vísceras; los chimpancés le habían abierto el vientre con las uñas. Cinco semanas después, los chimpancés (quizá el mismo grupo, pero no es del todo seguro) se llevaron a un bebé de un año de otro huerto cuando su madre estaba cerca y se retiraron a una franja forestal. Un grupo de aldeanos persiguió a los chimpancés hasta que soltaron al niño, que tenía un corte profundo en la pierna, pero estaba vivo. La policía informó de que, además de este superviviente con heridas graves, los chimpancés de la zona han matado a seis niños pequeños.
Más recientemente, a mediados de 2018, secuestraron a una niña de cinco meses en un porche cuando su madre trabajaba en la cocina. La madre oyó los gritos del bebé, causó alboroto y atacó a los chimpancés, que huyeron. El bebé fue encontrado con vida, aunque inconsciente, en unos matorrales cercanos. Tras acudir a un pozo, una niña de tres años fue atrapada por un chimpancé macho que ahuyentó a los amigos mayores de la niña y se la llevó, pero la dejó caer cuando un hombre mayor se enfrentó a él, supuestamente. El transeúnte dio la voz de alarma. Un niño de 12 años de otra aldea satélite fue atrapado cerca de un huerto y se hizo una herida profunda en el brazo cuando intentó liberarse.
En otras partes de Uganda occidental hay testimonios similares de este patrón macabro, con algunas variantes: un niño asesinado por un chimpancé en la plantación de caña de azúcar en Kasongoire en 2005; cuatro ataques de chimpancés a niños que se cobraron una víctima cerca de la reserva forestal de Budongo, más al norte; ocho ataques en los años 90, siete de los cuales probablemente fueron obra de un chimpancé macho, contra niños de aldeas en la frontera del parque nacional de Kibale. De esas víctimas, tres niños fueron eviscerados y algunos fueron parcialmente devorados. Aquel macho, demonizado con el nombre Saddam, fue cazado y sacrificado poco después de su último asesinato. Fue una anomalía atroz. La mayoría de los casos son más ambiguos e implican a chimpancés que son insensatos en un momento fatídico, no a animales reincidentes. Este fenómeno no se limita a Uganda: ha ocurrido en otras partes del área de distribución de los chimpancés en África, sobre todo en el parque nacional de Gombe Stream, lugar de estudio de la famosa primatóloga Jane Goodall en Tanzania, donde en 2002 un chimpancé macho adulto atrapó y mató a un bebé.
En Uganda, los chimpancés están protegidos por la ley, por lo que cazarlos y matarlos es ilegal independientemente de si viven en un parque o una reserva (aunque se ha concedido permiso en algunos casos para matar a machos violentos como Saddam). Además, están protegidos por la tradición del pueblo bunyoro, predominante en Uganda occidental, que considera a los chimpancés distintos de otros animales y, a diferencia de los pueblos congoleños de la frontera, no los cazan como alimento.
A pesar de las leyes y las costumbres, también se han producido matanzas de chimpancés, tanto por venganza como por defensa. Es probable que nunca lleguemos a conocer los detalles. A finales del año pasado, un chimpancé macho adulto de la zona fue herido de muerte con una lanza. Una hembra joven murió tras recibir una paliza con palos y piedras. Al parecer, se encontró el cadáver de otro chimpancé joven en estado de descomposición; la causa de la muerte era indeterminable, pero le habían cortado los dedos. No es ninguna sorpresa en las comunidades de personas enfadadas e impotentes que temen por sus hijos. Los chimpancés no son los únicos primates desesperados de Uganda occidental. Todas estas ambigüedades desagradables son más evidentes en un lugar llamado Bulindi, donde un biólogo británico llamado Matt McLennan estudia a un grupo de chimpancés y sus tensas interacciones con las personas.
McLennan vino a Uganda en 2006 como estudiante de doctorado de la Universidad de Oxford Brookes, Inglaterra, para estudiar las adaptaciones conductuales de los chimpancés cuando viven en un paisaje modificado por los humanos. ¿Por qué? Porque previó los problemas a los que se enfrentarían los chimpancés. Sabía que la reserva forestal de Budongo era un buen hábitat que albergaba unos 600 chimpancés y que otra reserva forestal a 80 kilómetros al sudoeste, Bugoma, albergaba casi la misma cantidad. La zona entre esos dos refugios, Budongo y Bugoma, era un paisaje mixto de pequeños terrenos agrícolas y grandes plantaciones de caña de azúcar, con una población humana creciente y franjas menguantes de bosque que antaño conectaban las dos poblaciones de las reservas protegidas y que recientemente refugiaba a pequeños grupos residentes aislados en los parches restantes de hábitat. En esa zona media vivían unos 300 chimpancés que se refugiaban en las franjas forestales y se aventuraban a las tierras de cultivo en busca de alimento. Algunos chimpancés —hembras jóvenes, por ejemplo, que se alejaban de sus padres y hermanos en busca de nuevas posibilidades de apareamiento— se trasladaban de un grupo pequeño a otro o incluso de un grupo aislado a Budongo o Bugome, proporcionando cierto flujo genético. Sin embargo, con la disminución de las franjas forestales y el aumento del aislamiento, incluso ese modesto grado de mezcla se volvió cada vez más difícil.
Gran parte de la tierra era privada, mantenida vagamente por una ocupación tradicional y heredada a lo largo del linaje masculino. Tras la aprobación de la Ley de Tierras de 1998, que formalizó la tenencia tradicional en Uganda en propiedad escriturada, la gente sintió una mayor seguridad de propiedad. Irónicamente, dicha seguridad los empoderó para talar los bosques y pasar a los cultivos. La supervivencia en dicho paisaje para un solo chimpancé o un grupo era problemática.
Esta maraña de circunstancias atrajo a Matt McLennan a Bulindi, una localidad en la carretera a medio camino entre Budongo y Bugoma, donde encontró un grupo de al menos 25 chimpancés. Empezó a trabajar con el investigador colaborador Tom Sabiiti: el primer paso consistía en persuadir a los animales para que toleraran su presencia y la de Sabiiti en el bosque. No trataba de habituarlos ni de observar su comportamiento, sino que quería recopilar datos ecológicos a partir de evidencias indirectas, como muestras fecales y reconocimientos de nidos. A pesar de todo, fue difícil. A diferencia de los chimpancés en hábitats buenos y extensos, que suelen ser tímidos, los chimpancés de Bulindi adoptaban una posición beligerante.
«Enseguida vimos que no les gustaba que hubiera personas dentro del bosque», me contó McLennan. «Su estrategia consistía en intimidarnos. Y se les daba muy bien». Sobre todo a los machos grandes: gritaban, golpeaban el suelo, movían la vegetación. Un día, persiguieron a McLennan a lo largo de 230 metros, pero cuando se cayó lo dejaron ileso. Finalmente, los chimpancés se acostumbraron lo suficiente a su presencia y la de Sabiiti y los toleraron sin responder con agresividad, permitiendo a ambos recopilar datos durante dos años. Por aquel entonces, según recuerda McLennan, una franja suficiente de bosque cubría las laderas y sombreaba el valle del arroyo que circulaba desde Bulindi, aunque estaba siendo talado y el sonido de las motosierras retumbaba entre los árboles. La agricultura estaba destinada a la subsistencia, pero ya habían llegado los cultivos comerciales (sobre todo el café y el tabaco). Y los chimpancés eran cada vez más atrevidos. El primer ataque de un chimpancé a un niño en la memoria de la población local tuvo lugar en 2007. Al año siguiente, McLennan regresó a Inglaterra y escribió su tesis. Cuando volvió a Uganda en 2012 para seguir con la investigación de campo de los chimpancés de Bulindi, la situación había cambiado.
La mayor parte del bosque había desaparecido. Los campos de cultivo abarcaban amplias superficies de las laderas sobre el pequeño arroyo: maíz, yuca, batata y otros productos de la huerta. Había menos chimpancés en el grupo local y específicamente menos machos adultos. Parte del descenso podría deberse a las muertes por trampas, un medio ilegal y a veces letal de disuadir a los saqueadores de cultivos, como los chimpancés y los babuinos. Los chimpancés restantes parecían más osados, al menos con las mujeres y los niños, pero su osadía era en cierto modo menos agresiva. Su dieta incluía más cultivos humanos. Habían empezado a consumir yaca, una nueva conducta desde 2006, y a los residentes locales les molestaban las pérdidas. McLennan decidió que, en lugar de lamentarse por estos cambios, estudiaría la adaptación de los chimpancés.
Lo que descubrieron es que los chimpancés de Bulindi sobreviven, al menos por ahora. Su población ha aumentado ligeramente, de 19 en 2012 a 21 en la actualidad. En general, su condición es buena: son resistentes y fuertes. La mayoría de las hembras adultas tienen crías. El análisis del ADN de los chimpancés a partir de muestras fecales sugiere que su aislamiento aún no ha provocado una endogamia grave, aunque según Maureen McCarthy, del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva y que dirigió el estudio genético, eso podría cambiar con el aumento del aislamiento —disminuyendo la dispersión de las hembras— y con el paso del tiempo.
Pero los chimpancés de Bulindi sí presentan niveles superiores de hormonas vinculadas al estrés —al menos en algunas épocas del año— que una población de chimpancés que vive dentro de la reserva de Budongo, a solo 48 kilómetros. ¿Significa eso que su forma de vida pirata, su cercanía a los humanos y el saqueo de alimentos son inherentemente estresantes? Quizá, aunque hay otras variables complejas que también afectan a esos niveles hormonales. A estas alturas, cuesta determinar si los chimpancés de Bulindi salen adelante con alimentos humanos, sufren tensión por su proximidad a las personas o ambas cosas.
Entre los habitantes de Bulindi, las actitudes respecto a los chimpancés varían. Una mujer me contó que le gustaría que se quedaran en el bosque. Su marido intervino: «El bosque se terminó». Otra mujer los considera una molestia pequeña porque le roban las yacas y los plátanos, pero al menos mantienen a los babuinos a raya. Una matriarca amigable llamada Lillian Tinkasiimire, cuya casita de ladrillos rojos está adornada con un mango delante y una higuera detrás —y ambos atraen chimpancés— tiene una opinión fija.
«Los chimpancés son muy inteligentes», me contó. «Si no los persigues, se hacen amigos tuyos. SI los persigues, habrá fuego». Tinkasiimire ha preservado gran parte de su bosque. Su actitud es dejar que los chimpancés vivan allí, dejarlos en paz y dejar que la visiten.
McLennan espera fomentar dicha tolerancia y contribuir a que sea menos costosa. Él y su prometida Jackie Rohen —escritora formada en teatro musical, ahora dedicada a la conservación— han creado el Bulindi Chimpanzee and Community Project. El proyecto proporciona ayudas al desarrollo a familias de la zona e incentivos para mitigar los conflictos entre chimpancés y humanos: por ejemplo, pagos de las tasas escolares a cambio de reforestación, plantas para el cultivo de café a la sombra, hornillos de bajo consumo que gasten menos leña y nuevos pozos que permiten que mujeres y niños eviten a los chimpancés (ya que se congregan en los estanques de los arroyos para beber) cuando vayan a buscar agua. La mejor manera de preservar la paz entre el pueblo de Bulindi y sus chimpancés, según McLennan y Rohen, es ayudarlos a mantenerse alejados.
En Kyamajaka y otras aldeas cerca de la localidad de Muhororo, a tres horas al sudoeste de Bulindi, la situación es diferente. Matt McLennan no estudia a estos chimpancés y no existen proyectos comunitarios similares que ofrezcan incentivos para preservar el bosque ni medidas para calmar los conflictos. Nadie sabe cuántos chimpancés merodean en lo que queda del bosque de Muhororo (quizá 20 o menos) ni dónde se producirá su siguiente enfrentamiento desafortunado con los humanos. La casa de Semata sigue vacía y solitaria tras la partida de la familia y los chimpancés la visitan con frecuencia. Son más de una docena de individuos —según documentó el fotógrafo Ronan Donovan— que se amenazan a sí mismos en los reflejos de las ventanas y dan patadas a las paredes. ¿Quién querría vivir en un lugar así?
Al otro lado del valle, a media hora a pie desde una ladera a la otra, Donovan y yo hablamos con un hombre llamado Swaliki Kahwa, cuyo hijo Twesigeomu (a quien llaman Ali), fue secuestrado por un chimpancé hace un año, antes de su segundo cumpleaños, y recibió golpes mortales. Kahwa nos envió a su hermano mayor, Sebowa Kesi Baguma, el presidente de la aldea, para que nos lo contara. Baguma, un hombre serio pero cordial que lleva una camiseta amarilla y botas de agua verdes, sacó un informe policial y nos mostró las fotografías post mortem, impresas en un magenta oscuro y escabroso. El chimpancé casi había arrancado el brazo derecho del niño; un corte en la pierna derecha, cerca de la ingle, podría haber atravesado la arteria femoral; tenía algunos dedos rotos. Según las horas que figuraban en el informe, el pequeño Ali tardó casi 12 horas en morir.
Con sequedad, Baguma nos indicó que las personas de la aldea han aprendido a considerar a los chimpancés «beneficiosos». Es el mensaje que transmiten los activistas de un grupo de conservación internacional que se encuentran por la zona y otros que imaginan que el turismo ecológico basado en los chimpancés atraerá visitantes a los maizales que rodean Muhororo. «No vemos beneficio alguno», dijo Baguma. «Matan a nuestros niños».
Las reservas nacionales como Budongo, que albergan poblaciones de chimpancés considerables, plantean un tipo de problema para la Autoridad de Fauna de Uganda. Esas áreas están degradadas debido a la tala, la siembra y el asentamiento ilegales, problemas que la agencia aborda con firmeza en colaboración con la Autoridad Forestal Nacional. Algunos asentados ilegales son expulsados de las reservas. Pero en casos de conflictos entre chimpancés y humanos en comunidades como Kyamajaka, que tienen franjas de bosque privado, el enfoque de la UWA es menos duro. Como dice Mwandha: crear «conciencia» de los peligros inmediatos y los beneficios en potencia de los chimpancés en las aldeas y patrullar para vigilar la presencia de chimpancés.
Si esa concienciación puede cambiar opiniones en las comunidades más traumatizadas, donde niños y chimpancés viven una situación peligrosa, es una incógnita urgente. De vuelta al otro lado del valle, tras haber escuchado la ira de Baguma, Donovan y yo nos topamos con Norah Nakanwagi, presidenta de Kyamajaka, sentada frente a su casa, resplandeciente con una bandana negra y un traje azul con estampado floral y hombreras, el tipo de vestido formal que en Uganda se denomina gomesi. Habla en runyoro, el idioma de Bunyoro. Nos cuenta que este es un lugar inseguro para mujeres y niños. Señala un maizal con la mano. «No puedo ir allí. Desde 2007 han matado a cinco niños», dice. «La gente nos dice que los chimpancés son beneficiosos. Sí, deberíamos dejarlos en paz, pero cuesta explicárselo a alguien cuyo hijo está muerto».
Después cambió al inglés: «Que se los lleven. Que no los maten. Pero que se los lleven».
¿Por qué no trasladar a los chimpancés? McLennan me contó que la gente se lo pregunta. Pero ¿trasladarlos a dónde? No existe ningún hábitat desocupado para chimpancés en Uganda. Y transportarlos a un hábitat ocupado sería estúpido, ya que provocaría una guerra entre chimpancés. Otra opción extrema es matar a los chimpancés de forma rápida y limpia para proteger a las personas y librarlos de su desgracia. Pero ¿son desgraciados, con su alto nivel de grasa corporal y su reproducción sana, impulsada por los mangos y las yacas que saquean?
Nadie defenderá la matanza de estos chimpancés, por muy peligrosos que sean, como política oficial de Uganda. Una vez adoptada, ¿dónde estaría el límite? Con todo, hay una tercera opción: intentar gestionar la situación de algún modo. Los proyectos pequeños, los incentivos de reforestación, las mitigaciones tácticas, los pozos, las fuentes de ingresos alternativas, la paciencia, la simpatía. Crear más conciencia de los peligros inmediatos y de cómo prevenirlos, como sugiere la Autoridad de Fauna de Uganda, así como de las posibilidades a largo plazo —si las hay— del beneficio económico que proporcionaría el turismo a pequeña escala. Las iniciativas graduales pero constantes para ayudar a chimpancés y humanos consiguen una tregua precaria.
Se trata de un problema local que no es solo local. El terrible dilema de Uganda vaticina el futuro de los chimpancés de todo África. Menos bosque, más personas, más desesperación entre los chimpancés, más conflictos. Lo que hace que una aldea como Kyamajaka parezca tan digna de compasión y que una localidad como Bulindi parezca tan importante es que el futuro ya ha llegado a esos dos lugares.
David Quammen ha escrito 16 libros, el más reciente The Tangled Tree: A Radical New History of Life. Ha escrito muchos reportajes para National Geographic y vive en Bozeman, Montana. El explorador de National Geographic Ronan Donovan pasó de ser biólogo de campo a fotógrafo tras pasar un año en África documentando a los chimpancés. Ahora vive en Bozeman.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.