Por qué nuestra mente no consigue entender la elevada cifra de víctimas de la COVID-19
A medida que nos acercamos a un millón de muertes globales, nuestro nuevo reto será superar la tendencia natural hacia la apatía.
Omar Rodríguez, director de una funeraria, hace un recuento de los cuerpos, todos ellos víctimas de la enfermedad causada por el coronavirus (COVID-19) destinadas al crematorio en la capilla principal de la Funeraria Gerard J. Neufeld en Queens, Nueva York, el 26 de abril de 2020.
Hace nueve meses, cuando empezó la pandemia de COVID-19, el número de víctimas actual nos habría parecido inconcebible. Sin embargo, esta semana el recuento de defunciones se acerca al millón en todo el mundo y a 200 000 en Estados Unidos, el país con más casos del mundo.
Aunque las autoridades sanitarias señalan que es probable que el número real de víctimas sea mucho mayor, ya que un porcentaje de las muertes por coronavirus no se clasifican oficialmente, la estadística es un hito desgarrador. Se trata de una cifra triste y simbólica que ha quedado grabada a fuego en la conciencia de la gente y que marca un nivel más de escalada en plena pandemia.
En Estados Unidos, esa cifra se traduce en que, de media, una persona ha muerto cada 1,5 minutos desde la primera defunción oficial a finales de febrero. También es el equivalente a erradicar una ciudad pequeña —como Salt Lake City, en Utah, o Akron, en Ohio— o un cuarto de Washington D.C. Significa que han perdido el equivalente a 1450 aviones llenos de personas.
«Si lo piensas en esos términos, partiendo de que hay 138 asientos en un 737 clásico, sería el equivalente ocho aviones estrellados cada día en suelo estadounidense», explica David Kessler, especialista en duelo y autor de Finding Meaning: The Sixth Stage of Grief. «¿Te lo imaginas?».
Aunque esa cifra nos lleva a formar imágenes mentales perturbadoras, lo que no sabemos es cómo afecta a la psique individual y colectiva de la gente. ¿Es ese millón de muertes un umbral importante que nos sentará como una patada en el estómago y que creará un nuevo nivel de urgencia e indignación? ¿O provocará insensibilidad y desconexión?
Nuestra biología está en nuestra contra. Los investigadores dicen que nuestros cerebros no están programados para entender las cifras elevadas. También tratamos de digerir el número de víctimas por el coronavirus en medio de un mar de preocupaciones, como la incertidumbre económica, el malestar social, los incendios forestales y los huracanes, los conflictos geopolíticos, las tensiones electorales y los cambios sin precedentes en nuestra forma de trabajar, comprar, socializar y educar a nuestros hijos.
«Todo el país está deprimido», afirma Elke Weber, psicóloga cognitiva de la Universidad de Princeton. «Si ya estás estresado, la estadística de 200 000 muertes es un factor más».
Con todo, los expertos apuntan que existen formas de absorber y afrontar las noticias sin sentirnos abrumados ni apáticos.
La aritmética de la compasión
Más tragedias no siempre suscitan más empatía; aunque parezca contradictorio, pueden provocar apatía. Según Paul Slovic, psicólogo de la Universidad de Oregón, la magnitud del número de víctimas puede hacer que algunas personas se vuelvan menos compasivas debido a un fenómeno llamado «entumecimiento psíquico».
En un estudio de 2014 que analizó las donaciones caritativas, Slovic descubrió que la preocupación por las personas que sufren no aumentaba conforme ascendía la cantidad de casos necesitados. «Tenemos sentimientos muy intensos por una persona en peligro, pero no aumentan a escala», afirma. «Si hay dos personas, no te sientes el doble de mal. Divides tu atención y no estableces un vínculo emocional tan fuerte».
Slovic sugiere que nuestros cerebros evolucionaron de esta forma como mecanismo de afrontamiento. Hace millones de años, los humanos ni siquiera eran conscientes de las epidemias, los conflictos ni los desastres que afectaban a pueblos distantes, así que naturalmente nos centramos en protegernos a nosotros mismos, a nuestras familias y a nuestras pequeñas comunidades.
Asimismo, según otros expertos, la larga duración de la pandemia y la ausencia de un final evidente pueden embotar la conmoción de la gente. En resumen, algunos cerebros se han acostumbrado a oír hablar de las muertes por COVID-19 hasta tal punto que el aumento de las cifras ya no se detecta a nivel emocional.
“Por ejemplo, para las personas que viven en una zona de guerra, lo que antes parecía atroz se normaliza.”
«La especie humana es muy adaptativa», afirma Weber, que estudia la toma decisiones cuando la gente se enfrenta a riesgos e incertidumbre. «Por ejemplo, para las personas que viven en una zona de guerra, lo que antes parecía atroz se normaliza. Las neuronas se activan cuando algo cambia, pero dejan de hacerlo con el tiempo. Si estás en una habitación que huele mal, al final dejas de notarlo».
Esta sensación de estar en medio de una crisis nos ha impedido procesar el luto y crear el tipo de conmemoraciones que nos ayudan a conectar con los difuntos, como las inscripciones de los nombres de las víctimas en el monumento conmemorativo del 11 de septiembre en Nueva York o el monumento a los veteranos de Vietnam de Washington D.C. Yu-Ru Lin, profesora adjunta de la Facultad de Informática e Información de la Universidad de Pittsburgh en Pensilvania, señala que normalmente esos rituales se crean después de un acontecimiento importante o tras el final de una crisis.
En su investigación, Lin ha documentado las reacciones emocionales en las redes sociales ante acontecimientos «impactantes a corto plazo» o desastres naturales, como este estudio acerca de los ataques terroristas de 2015 en París. Ha descubierto que ser capaz de expresar una oleada de emociones tras el acontecimiento en cuestión ayudaba a la gente a afrontarlo.
Los memes virales que suelen circular en redes sociales tras determinadas tragedias también pueden suscitar respuestas emocionales que hacen eco. Por ejemplo, la atroz imagen de un bebé refugiado sirio que apareció muerto en una playa turca en 2015 llevó a un récord de donativos para ayudar a las víctimas de la guerra civil siria.
Visitar el lugar donde ha ocurrido una tragedia e incluso llevar flores también ha sido fundamental para procesar el duelo. «Cuando estudié el atentado de la maratón de Boston [de 2013], vi que la gente organizaba reuniones y ceremonias tras el evento e incluso eventos conmemorativos para recordar a las víctimas», afirma Lin.
En cambio, el coronavirus está por todas partes y la gente no tiene modo de profesar un duelo amorfo y a largo plazo. No ha aparecido ni una sola foto icónica que exprese la gravedad de la pandemia y provoque indignación masiva. Debido a las restricciones de las reuniones sociales, los familiares de muchas víctimas no han podido asistir a los funerales siquiera, ni mucho menos visitar monumentos conmemorativos que aún no se han construido.
“Una reacción habitual a los pensamientos desagradables es negarlos o simplemente bloquearlos.”
También está el hecho de que, aunque el número de víctimas sea elevado, mucha gente no ha vivido la pérdida de un ser querido, por eso la cifra parece más remota.
«Las comunidades afectadas son bastante invisibles para muchas personas, a no ser que conozcas a alguien en tu red social», señala Lin. «Para los demás, la pérdida es más ambigua», como las interrupciones de la vida normal o no poder visitar a los seres queridos en el hospital.
Otro motivo por el que algunas personas sienten la tentación de bloquear sus emociones es que los humanos tienen dificultades a la hora de tolerar la incertidumbre de si los casos de COVID-19 aumentarán en invierno o si (y cuándo) dispondremos de una vacuna segura y eficaz. Una reacción habitual a los pensamientos desagradables es negarlos o simplemente bloquearlos.
«Nos tranquiliza», explica Mardi Horowitz, psiquiatra de la Universidad de California, San Francisco, que estudia el duelo y el trauma.
No debemos caer en la apatía
Entonces ¿cómo podemos dar sentido a noticias tan duras?
«Cuando vemos esta cifra de víctimas, sentimos miedo y tristeza. Lo importante es tolerar el dolor y razonar, pensar qué podemos hacer para ayudar a la gente a superarlo», afirma Horowitz. Añade que es importante reconocer los sentimientos de indignación, angustia y desesperación, y después afrontarlos. «Tenemos que intentar llegar aun término medio entre esos extremos. Nos hace sentir mejor y restaura nuestras metas colectivas», afirma.
Slovic explica que la mejor forma de evitar la fatiga por compasión es pensar en las personas con rostros, nombres y familias. «Alguien dijo que las estadísticas son seres humanos con las lágrimas secas», cuenta Su investigación desveló que las personas eran más propensas a hacer donativos para los niños necesitados cuando veían fotos o conocían mejor sus circunstancias.
“La gente llega al límite porque hablamos de estas muertes de muchas formas, pero no como pérdidas.”
Se aplica el mismo principio a las víctimas del coronavirus. Kessler señala que las cifras de víctimas adquieren más significado cuando tenemos la oportunidad de conocer y conmemorar a las personas que se han ido. «La gente llega al límite porque hablamos de estas muertes de muchas formas, pero no como pérdidas», afirma. «Es un recurso político o una crisis médica o un debate sobre mascarillas. No hablamos sobre la madre de Juan o el hermano de Susan».
Kessler dice que un mecanismo de afrontamiento sano sería utilizar los vínculos personales para motivar cambios positivos. «Si presencias un debate sobre las mascarillas, podrías intervenir y decir: “Pues me he enterado de que se ha muerto el hermano de Jane. ¿Habéis visto que también han muerto 200 000 personas? Igual podríais taparos la nariz”», afirma.
Nuestra capacidad limitada y nuestro deseo de evitar sensaciones incómodas no deberían permitir que desconectemos, indica Kessler. De hecho, él dice que la insensibilidad puede impulsar acciones muy necesarias. «Cuando visité los campos de concentración de Auschwitz, vi los zapatos y las gafas de personas que habían muerto allí y me insensibilizó. Pero al irme, le dije a mi insensibilidad: “¿Qué puedo hacer para evitar esto?”», cuenta Kessler. «La insensibilidad no nos libra de la responsabilidad».
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.