El regalo de Navidad del papa Francisco a un fotógrafo afligido
Mientras trabajaba en el Vaticano, este fotógrafo recibió una noticia devastadora. Cuando pensaba que no lograría sacar la imagen que quería, el papa le dio la oportunidad perfecta.
Las mejores fotos no se sacan; son regalos. Esta llegó, como corresponde, el día de Navidad de 2014. Se materializó milagrosamente en la Capilla Sixtina, como si hubiera descendido de la «Creación de Adán» de Miguel Ángel, pintada en el techo. La recibí en un momento tan difícil que incluso hoy me cuestiono si debería haber estado allí.
El papa Francisco había sido elegido el año anterior. Me sorprendió que este anciano sencillo que deseaba una iglesia «pobre y para los pobres» se hubiera convertido en una celebridad internacional, un codiciado sujeto de toda gran agencia de noticias. Yo no figuraba en el primer puesto de ninguna lista para fotografiarlo, aunque por aquel entonces vivía en Roma. Ninguno de mis proyectos anteriores había sido ni remotamente parecido y sabía poco de la Ciudad del Vaticano y el papa Francisco. Pero durante una visita a National Geographic, hice un comentario espontáneo sobre el pontífice a un editor. Para mi sorpresa, me pidió que fotografiara el reportaje. De repente, sentí que tenía en mis manos una herramienta importantísima que no sabía cómo utilizar. No tenía ni idea de cómo proceder.
Tuve que aprender a moverme por el Vaticano. Las peticiones de acceso de periodistas inundan las oficinas de comunicaciones de la Santa Sede. El éxito es limitado; en general, mantienen a los fotógrafos lejos del pontífice. Como ayuda a mi causa, conté con la editora jefe Susan Goldber, así como tres embajadores estadounidenses en Roma —los embajadores para Italia, la Santa Sede y las agencias de la ONU ubicadas allí— para almorzar con las autoridades vaticanas. Me concedieron la petición, pero fue solo el primer paso de un proceso de meses.
Me colocaron entre los «vaticanisti», los periodistas que cubren al pontífice, y saqué las mismas imágenes que el resto. Desde esa posición estratégica, el papa es apenas una mota entre horizontes de mármol. Entonces, como si me castigaran por mis pecados, la revista clasificó la historia como una «de portada», un avance terrorífico que demandaba un acceso excepcional.
Mi salvación adoptó la forma del fotógrafo del papa. Francesco Sforza, un hombre humilde y perpetuamente alegre que apenas puede llegar a tiempo a sus encargos en el Vaticano por la cantidad de gente que lo para para hablar con él. Su oficina está decorada con cámaras antiguas y maltrechas usadas por los fotógrafos de papas anteriores. Hace tres décadas, había ayudado al fotógrafo de National Geographic James Stanfield a fotografiar un reportaje sobre el Vaticano. Sforza accedió a tomarme bajo su protección, a hacer las veces de carabina, a acercarme. Es difícil exagerar mi buena suerte o la abnegación de Sforza. Me dijeron que era la primera vez que las autoridades vaticanas permitían un acuerdo de ese tipo con un fotoperiodista.
Enseguida puse a prueba mi acceso de una forma un tanto atrevida al subir por las escaleras de color blanco cegador de la Basílica de San Pedro, directamente al lado del pontífice mientras este saludaba a los fervientes visitantes. Nadie pareció darse cuenta.
El afable personal de seguridad del papa Francisco me acogió de forma cooperativa, pese a la multitud que les rodeaba. Estos hombres tienen la labor poco envidiable de salvaguardar a un líder mundial que se aleja de la protección. También tienen que lidiar con los niños que unos padres eufóricos depositan en sus brazos, elevar a los bebés hasta el papamóvil para una bendición rápida de Francisco y devolverlos sanos y salvos a sus progenitores. Acompañé a Sforza muchas veces en esa caravana salvaje, manché de sudor mis dos trajes y tropecé con los guardaespaldas siempre amables mientras intentaba que la gente no me aplastara, literalmente.
“Entonces, me llamó mi hermana. Me dijo que mi padre estaba en el hospital. No iba a volver a casa. Y añadió, con énfasis: «Papá me ha dicho que no eches a perder tu encargo».”
Todo este acceso implicaba una confianza que tenía la responsabilidad de no traicionar. Sforza y sus dos ayudantes —Simone y Mario— me explicaron los protocolos vaticanos pero, por lo demás, tenía una libertad impresionante, sin sugerencias de censura. Solo me pidieron una vez, como favor, que no sacara una foto a Francisco. El papa estaba saliendo con dificultades del asiento trasero del estrecho Ford Focus en el que solía viajar y un cardenal pensó que tenía un aspecto indigno. Razonable.
Intenté evitar atraer la atención, algo que dificultaba mi altura de metro noventaicinco. En una ocasión, me di cuenta demasiado tarde de que me había colocado en un círculo de obispos que saludaban al papa junto a la Pietà de Miguel Ángel. No había forma discreta de salir de aquella. Mientras Francisco atravesaba el arco hacia mí y estrechaba manos, fingí revisar los ajustes de mi cámara. Cuando levanté la vista, estaba ante mí con la mano extendida y las cejas levantadas esperando a que yo advirtiera su presencia. La posición y la profesión nunca parecían preocuparle.
Cuando el encargo tocaba su fin, buscaba desesperadamente una imagen de Francisco digna de la portada, un listón altísimo tratándose de una de las personas más fotografiadas del mundo. Nada funcionaba y mi editor ya estaba buscando alternativas de otros fotógrafos. Que la imagen de otro apareciera en la portada habría sido una derrota, un fracaso para las personas que habían confiado en mí y me habían ofrecido esta oportunidad extraordinaria. Aposté por las próximas ceremonias navideñas como mi mejor y última opción.
Mientras yo trabajaba, la salud de mi padre caía en picado. El cáncer que llevaba años en remisión había vuelto y le devoraba los huesos. Aquella sería su última Navidad.
Considerar abandonar un encargo no es una decisión pequeña. Pero, en este caso, la alternativa parecía aún peor. Durante una misa, me coloqué en la precaria pasarela fijada al techo dorado de la Basílica de San Pedro, sacando fotos y usando el móvil para buscar vuelos de vuelta a Indiana. Entonces, me llamó mi hermana. Me dijo que mi padre estaba en el hospital. No iba a volver a casa. Y añadió, con énfasis: «Papá me ha dicho que no eches a perder tu encargo». Decidí quedarme unos días más.
El día de Navidad, el pontífice se dirigió a un público rebosante. Deposité toda esperanza de obtener una imagen de portada en aquel espectáculo. Sin embargo, en el último minuto, un cardenal se puso nervioso. Sforza me dio la mala noticia: no quedaba sitio para mí en el balcón. El plan se vino abajo y mi apuesta me parecía vergonzosa.
Tendría un último momento con el papa Francisco. Cuando la multitud se dispersó, me saludó, me estrechó la mano y nos deseamos una feliz Navidad. Después se dio la vuelta para hablar con uno de sus ayudantes. Sforza me contó sin aliento lo que había escuchado: «Va a la Capilla Sixtina». Le seguí.
El papa se detuvo en esa cámara etérea durante unos pocos segundos y contempló la obra maestra de Miguel Ángel en un silencio frágil. Mi amigo y ángel de la guarda Francesco Sforza susurró: «Esa es tu portada». Pulsé el obturador y me pregunté si este sería el regalo de Navidad del papa Francisco.
Volví a Indiana, justo a tiempo.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.