El fotógrafo australiano Andrew Quilty lleva trabajando en Afganistán desde 2013 para publicaciones como The New York Times, Time, y Foreign Policy. Como para muchos de su generación, Afganistán está en su conciencia desde los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2011, y la posterior invasión por parte de Estados Unidos. Un primer viaje que iba a durar unas pocas semanas se convirtió en una estancia de unos meses y en algo más.
“Cuando mi avión salía del valle de Kabul, sentí una nostalgia que nunca antes había experimentado”, dice. “Algunas personas que habían estado en Afganistán me habían advertido de que el lugar se te podía meter bajo la piel. Tenían razón, pero ya era tarde. Empaqueté mis cosas y volví de nuevo a Kabul, ahora indefinidamente”.
Hablé con Quilty recientemente acerca de su dedicación por cubrir historias en Afganistán (incluso después de que los titulares de las noticias de última hora se hubiesen desplazado a otros lugares), de los retos que supone trabajar como fotógrafo en ese país o de lo que se necesita para encontrar -y hacer- fotografías de una belleza tan inquietante como aterradora.
PATRICK WITTI: La imagen del niño bajo el pañuelo rojo en un hospital provincial en la región de Helmand es al mismo tiempo sorprendente e inquietante. Háblame de la foto.
ANDREW QUILTY: Los hospitales suelen ser un buen barómetro de la situación regional. Puedes pasar un día entero en el hospital y no ver nada que fotografiar, así que la mayoría de las veces espero a que aparezca algo. En la sección de nutrición es el doble de difícil, ya que los niños están allí con sus madres, que no quieren que los fotografíen.
Vi a la madre de Gul, que lo cubría con un pañuelo rojo, supongo que para calmarlo o para mantener a las moscas alejadas. Me acerqué a ellos para sacar la fotografía e inmediatamente su madre quitó el pañuelo. A veces esto pasa: los afganos asumen que quieres que posen para ti, así que su madre probablemente lo estaba colocando de la forma en la que creía que yo lo querría fotografiar. Me alejé e hice ademán de que no quería interferir y le pedí a una de las enfermeras, que hablaba inglés, que se lo retransmitiera. Rápidamente le puso de nuevo el pañuelo. Me acerqué de nuevo y saqué una secuencia de fotografías de unos 30 segundos.
PATRICK: Recuerdo la primera vez que vi tu increíble fotografía de Kunduz, del hombre en la mesa de operaciones del centro de urgencias de Médicos Sin Fronteras (MSF), que se convirtió por error en el blanco de un ataque aéreo de una coalición internacional. No podía creer lo que estaba viendo, estaba indignado. Cuéntame la historia de cómo se produjo esta imagen.
ANDREW: El 28 de septiembre de 2015, la ciudad de Kunduz había sido tomada por los talibanes. Era la primera vez que se tomaba una capital de provincia desde que se echó al grupo de insurgentes en 2001. Eran importantes noticias. Durante los días siguientes, el gobierno trazó su contraofensiva. Otro amigo reportero, Josh Smith, y yo, hablamos de ir allí. Josh llevaba seis años en Afganistán y sabía moverse como nadie. Creí que podría darle algunos consejos de fotografía (ante todo él era escritor, pero disfrutaba con la fotografía) a cambio de su combat nous (anglicismo británico para “inteligencia”).
Mientras esperábamos nuestro permiso en Kabul, llegaron noticias de Kunduz sobre el ataque del 3 de octubre a un centro de urgencias de Médicos Sin Fronteras (MSF). Si hasta ahora nuestros esfuerzos no habían sido lo suficientemente urgentes, ahora sí lo eran.
Después de pelearnos, como de costumbre, con la burocracia en Kabul, cogimos un vuelo comercial a Maza-e Sharif, desde donde se estaba organizando la mayor parte de la contraofensiva de Kunduz. Esperamos un día y medio en la zona de carga de los helicópteros, donde llegaban ataúdes con soldados se iban cajas con armamento y comida.
Después de un tiempo, un simpático artillero nos dejó entrar como polizones a bordo de un viejo helicóptero ruso de transporte Mi17. No había espacio ni sentados ni de pie. Terminé de rodillas sobre un ataúd, mientras Josh y un mecánico -también fotógrafo- estaban tumbados sobre unas cajas de manzanas rojas que se encajaban entre el fuselaje. El artillero comentó sobre nosotros que (el helicóptero) tenía exceso de peso, y nos tiró un puñado de manzanas, como si comiéndolas fuese a disminuir.
PATRICK: Así que conseguiste llegar a los cuarteles generales del batallón del Ejército Nacional Afgano en Kunduz. ¿Qué pasó después?
ANDREW: Parecía que nadie nos quería allí. Ni los afganos ni los Cuerpos de Operaciones Especiales de Estados Unidos que compartían la misma base. Quitando un par de tours que nos dieron por las zonas controladas por el gobierno en la ciudad y algunos puestos de combate en la retaguardia, nos estaban poniendo trabas.
Por suerte, el 10 de octubre -una semana después del ataque al centro de MSF- en un convoy que salía de la base de operaciones, el primer vehículo se detuvo junto a nosotros. En el asiento del pasajero iba un comandante afgano que hablaba ruso con el que Josh -que también lo hablaba- había hecho buenas migas a principios de semana. Al percibir que nuestra frustración iba en aumento, el comandante nos invitó a subirnos al vehículo (llevábamos toda nuestra equipación con nosotros).
Durante las siguientes cinco o seis horas nos quedamos con el comandante y sus hombres mientras liberaban de los insurgentes a un vecindario del extremo sur de Kunduz. A medida que el combate llegaba a su máximo apogeo a primera hora de la tarde, comencé a contactar con el personal de MSF en Kabul, que eran la esperanza de meterme en el hospital destruido.
PATRICK: MSF acordó con un conductor local que os recogiese en cuanto amainase la lucha. Cuéntame cómo fue la llegada al hospital.
ANDREW: Quedamos en encontrarnos en medio de un cementerio que se extendía en lo alto de una colina cercana. Habíamos decidido hacer el camino de forma discreta, con un Corolla -sin blindaje y sin convoy- que solo habría llamado la atención si nos hubiésemos encontrado con algo inesperado. Me quité el casco y enrollé un pañuelo alrededor de mi cara.
Solo había un puesto de control del gobierno en nuestro camino, después las calles estaban vacías. Llegamos al hospital un par de minutos después. De momento, el ruido de los combates estaba lo suficientemente lejos.
Quería entrar y salir en menos de media hora. Se pondría a oscurecer pronto, y si alguien me hubiese visto -un extranjero- de camino a la ciudad, habría sido una presa fácil (sin soldados ni policías en aquel momento).
PATRICK: Describe el panorama cuando llegaste allí.
ANDREW: El hospital era grande -debía de tener más de 80 habitaciones dañadas o destruidas- y yo había decidido trabajar lo más exhaustivamente posible. Había pasado más de una hora mientras hacía el recorrido por las zonas más afectadas, donde aún yacían ocho o nueve cuerpos, una semana después del ataque.
El quirófano no estaba tan destrozado como otras zonas que había visto. Más que golpeado por un avión de combate, parecía que lo hubieran saqueado. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad me quedé de piedra. El cuerpo de este hombre, sin apenas un rasguño, yacía extendido boca arriba y gris, cubierto de polvo del hormigón, en la mesa de operaciones. Preparé los ajustes de mi cámara para la oscuridad y me moví por la habitación, esforzándome todo posible por mantener la calma y seguir fotografiando mientras los combates volvían a empeorar en las calles cercanas. Hasta que no vi las imágenes en mi ordenador esa noche no me di cuenta de que la mitad de la cabeza de aquel hombre se había desprendido.
Estuve en el hospital una hora y 17 minutos. Estaba empapado en sudor, y Josh había llamado dos o tres veces preguntando a qué distancia estaba. El amanecer se acercaba y estaba preocupado por si no era capaz de volver con el batallón HQ sin los escoltas del comandante. Me alegré de salir.
ADVERTENCIA: La imagen mostrada a continuación puede herir la sensibilidad de algunos lectores.
PATRICK: A pesar de todo el horror que veo en tu trabajo, hay una belleza particular. Como el árbol al amanecer en Warzuds. Cuéntame más.
ANDREW: Como motivo fotográfico, creo que la belleza siempre ha sido inseparable o que incluso está en simbiosis con el horror de Afganistán. De forma subconsciente, no hay duda de que eso forma parte de la razón de mi atracción, por todo lo que he visto tanto antes como después de mi llegada. Mientras que desde que llegué a Afganistán en mi fotografía cada vez es menos importante la estética -porque el peso de la historia es tal que las fotografías no dependen tanto de ella como en otros lugares en los que he trabajado anteriormente-, la belleza física de Afganistán es maravillosamente inevitable.
Supongo que eso conlleva el riesgo de romantizar el horror. No soy quién para juzgar si me he convertido en víctima del exotismo, pero si lo he hecho, no sería el primero en haberlo hecho en Afganistán.
Me pregunto si la belleza a la que te refieres tiene que ver con la luz. No hay duda de que la suavidad de la luz ha cambiado y refinado la forma en la que veo lo que tengo enfrente, pero no creo que sea necesariamente algo excepcional. Creo que disponiendo del tiempo suficiente en un lugar, la mayoría de fotógrafos se adaptarían a las circunstancias.
PATRICK: ¿Planeas quedarte en Afganistán?
ANDREW: No tengo pensado dejar Afganistan próximamente. Ahora que lo pienso, no conozco mucha gente que haya estado aquí y al marcharse lo haya hecho para siempre.
Por el momento, trabajar en Afganistán es como la caza del tesoro. Cuando salgo por la puerta de mi casa en Kabul o dejo la capital para ir a otra provincia me sigo sorprendiendo constantemente, y lo que encuentro me fascina, tanto como fotógrafo como ser humano. No quiere decir que lo que encuentro me haga feliz, pero no hay duda de que las experiencias y los retos que encuentro por el camino me llenan de una forma que no había conocido antes.
Hoy he leído algo de Zach St. George que encaja a la perfección con lo que siento trabajando aquí: “Estar satisfecho es estar aburrido, la curiosidad es nuestro billete de salida”.
Conoce más sobre el trabajo de Andrew Quilty en su web.