Estas fotografías se sacaron en visitas ilegales a la zona muerta de Chernóbil

31 años después del peor desastre nuclear de la historia, los autodenominados «stalkers» hacen viajes ilegales a la ciudad radiactiva abandonada.

Por Gulnaz Khan
fotografías de Pierpaolo Mittica, Parallelozero
Publicado 23 ene 2018, 13:46 CET
Maxim Rudyavsky y Alexander Sherekh
Maxim Rudyavsky y Alexander Sherekh se acercan a la frontera de la zona de exclusión.
Fotografía de Pierpaolo Mittica, Parallelozero

Se estima que 200 toneladas de material radiactivo supuran bajo la estructura de contención de acero en el interior de Chernóbil, el lugar donde ocurrió la peor catástrofe nuclear de la historia. Sin peso, sin olor e invisible para el ojo humano, se ha filtrado en el suelo y ha asolado el angustioso paisaje.

Hoy, el radio de 30 kilómetros alrededor de la zona más contaminada —la zona de exclusión— es un mausoleo de la locura tecnológica del hombre. Su ruina se ha convertido en un símbolo de los ideales utópicos fracasados de la Unión Soviética, una advertencia de la capacidad de la humanidad para causar estragos ecológicos y un recordatorio de nuestra fragilidad y nuestra resistencia.

31 años después de haber sido declarada zona muerta, los vivos vagan por sus rutas de nuevo. Durante la última década, un número cada vez mayor de los autoproclamados stalkers entra en la Zona ilegalmente. Ocultos por la oscuridad y el camuflaje, recorren kilómetros de bosques irradiados, duermen en aldeas abandonadas y contemplan cómo se despliega el amanecer sobre los tejados barrocos desmoronados de la época de Brezhnev, en la ciudad de Prípiat.

 «Te sientes como la última persona de la Tierra», afirma Eugene Knyazev, que calcula que en el transcurso de 50 viajes ha pasado un año de su vida en la zona de exclusión. «Deambulas por caminos, ciudades, pueblos vacíos. Es una sensación mágica».

El viajero posnuclear

El término stalkers procede de la novela de ciencia ficción de 1971 de Arkady y Boris Strugatsky, Picnic exstraterrestre, en la que los invasores alienígenas han dejado basura peligrosa en un área conocida como «la Zona». Los stalkers se infiltran en esta Zona para robar y vender objetos en el mercado negro. La historia se adaptó para la película de Andrei Tarkovsky, Stalker.

El libro de los hermanos Strugatsky, publicado 15 años antes del desastre de Chernóbil, demostró ser profético.

El 26 de abril de 1986, una serie de errores en la central eléctrica de Chernóbil desató el peor desastre nuclear de la historia (solo Fukushima comparte su clasificación de 7, el nivel máximo). Una explosión en el reactor número cuatro liberó una nube de polvo radiactivo que envenenó cientos de miles de hectáreas en Ucrania, Bielorrusia y Rusia y obligó a evacuar a casi 100.000 personas. Además de las víctimas humanas, las consecuencias económicas y políticas fueron profundas y duraderas.

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    Fotografía de Jerome N. Cookson, Fuente: Agencia Estatal de Ucrania para la gestión de la zona de exclusión

    Surgió una nueva subcultura inspirada en los recuerdos de Chernóbil, los reales y los imaginarios. Grupos organizados con nombres, símbolos y rituales comenzaron a entrar en la zona ilegalmente.

    «[Los stalkers] ven su afición como una forma de escapar de un mundo excesivamente regulado: una forma de huir a otra realidad en la que pueden entender y contemplar los fragmentos del derrumbe de una sociedad. Muchos de estos lugares, la Zona incluida, están cercados por un perímetro, y existen implicaciones políticas a la hora de traspasarlo, más allá de la pura emoción de lo prohibido», afirma Stuart Lindsay, un investigador de Chernóbil de la Universidad de Stirling.

    Qué ocurrió en el accidente nuclear de Chernóbil

    Los stalkers se ven a sí mismos como estudiantes de historia y documentalistas, evitan que el recuerdo de Chernóbil caiga en el olvido y al mismo tiempo se liberan de la eterna prisa de la ciudad.

    «Vas a uno de los mayores museos de la vida soviética, literalmente puedes tocar la historia», afirma Alexander Sherekh, físico que ha hecho este viaje 11 veces. «Escapas de la semana laboral de 40 horas, de la vida en una caja de hormigón, y entras en un mundo totalmente diferente. En lugar de los problemas de la sociedad y de la ubicuidad de los smartphones y las redes sociales, se trata de una oportunidad de estar solo contigo mismo».

    Ciberespacio contra realidad

    El videojuego ucraniano S.T.A.L.K.E.R., un videojuego en primera persona ambientado en la zona de exclusión, se lanzó en 2007 y ha ejercido mucha influencia en el movimiento.

    «Nunca alentamos a los jugadores a visitarla ilegalmente, hay que distinguir entre el mundo virtual del juego y el mundo real», afirma Oleg Yavorsky, uno de los creadores del juego. «Es obvio que el deseo de verla con sus propios ojos ha sido muy fuerte».

    Los críticos del juego y del movimiento stalker argumentan que se trata de egoísmo juvenil: la reducción de una tragedia real al entretenimiento posapocalíptico de ciencia ficción. La realidad podría tener más matices.

    «Muchos de los supervivientes originales se sentían como si los extranjeros los vieran como un circo de animales o de monstruos, principalmente los medios occidentales», afirma Lindsay. «La segunda generación de supervivientes —más numerosos y más asentados que los liquidadores iniciales— sufren ahora sus propios problemas de salud relacionados con Chernóbil. A mi parecer, las personas mayores se contentan con dejar que los más jóvenes se acerquen a la Zona usando las herramientas de su época».

    La mayoría de stalkers está de acuerdo en que tienen un vínculo significativo con el lugar y lo que algunos consideran como explotación es para ellos un homenaje.

    «[La intención de] S.T.A.L.K.E.R. era advertir a la humanidad de los peligros de jugar con fuerzas desconocidas de la naturaleza», afirma Yavorsky. «Al mismo tiempo, el juego tenía el objetivo de generar interés por la historia en un público joven. Esperamos que se recuerde la lección del accidente de Chernóbil, así como las acciones de las personas que dieron sus vidas para salvarnos de las secuelas nucleares».

    «Sin dosímetro no hay radiación»

    Tres décadas después del apresurado abandono de la ciudad, la vegetación domina las ruinas y la fauna salvaje vaga en libertad. Aunque los bajos niveles de radiactividad natural hacen que sea relativamente seguro que los turistas visiten rutas aprobadas, los stalkers son famosos por sus permisivos estándares de seguridad: ingieren agua sin filtrar, consumen bayas y manipulan objetos contaminados.

    De hecho, un proverbio de los stalkers es «sin dosímetro, no hay radiación».

    Científicos como Vadim Chumak, Director del Departamento de Dosimetría e Higiene de Radiación en el Centro Nacional de Investigación para la Medicina de Radiación, desafían esta idea. «Los stalkers pertenecen a la misma categoría que los humanos que practican salto base o nadan con tiburones, este tipo de persona es adicta a la adrenalina y le atrae cualquier tipo de riesgo o peligro», afirma. «Como la radiación no tiene olor ni sabor, evolutivamente no tenemos sensores biológicos integrados para detectarla. Como resultado, la sensación de riesgo asociada a la radiación ionizante es naturalmente tendenciosa. Si un saltador base se estrella contra el suelo, es bastante definitivo. Si 15 años después de exponerse desarrolla un cáncer, es menos obvio», afirma.

    Aunque los niveles de radiación sean razonablemente bajos, las estructuras inestables, las fosas ocultas, los ríos y lagos y los animales salvajes pueden representar una amenaza aún mayor, según Chumak.

    Pese a la indiferencia hacia su propia salud, los stalkers reconocen el riesgo de contaminación dentro de su comunidad. «Lo más absurdo en la Zona es un hombre y su afán de lucro», afirma Knyazev. «La gente vende como materia prima el metal contaminado de los cementerios de tecnología radiactiva y la madera que saca del bosque. Es una amenaza de cáncer para aquellos que entren en contacto con estos materiales. Al fin y al cabo, puedes hacer cunas con la madera y juguetes con el hierro».

    En 2017, había 448 reactores nucleares operativos a nivel mundial y casi 60 en fase de construcción.

    Pierpaolo Mittica es un fotógrafo que colabora con Parallelozero y trabaja en Venecia, Italia. Síguelo en Instagram @pierpaolomittica.

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