La violencia en Sri Lanka pone de manifiesto la necesidad de la reconciliación nacional
Un periodista que ha cubierto la brutal guerra civil y la frágil paz de este país del Sudeste Asiático reflexiona sobre el ciclo de venganza y la necesidad de construir una identidad nacional unificada.
Los terribles ataques suicidas del domingo de Pascua en Sri Lanka, que se cobraron casi 300 vidas y dejaron 500 heridos, parecen haber sido obra del grupo islamista extremista National Thowheeth Jama’ath. De ser así, la tragedia sería un capítulo más en los tortuosos 70 años de historia de rencor religioso y étnico del país.
Los ceilaneses esperaban haber dejado atrás esta etapa. El suyo es un país de templos lujosos, playas despejadas, elefantes y plantaciones de té exuberantes. Tras una guerra civil de casi tres décadas que concluyó en 2009, los líderes empresariales del país han estado ansiosos por proyectar una faceta acogedora a Occidente. Por eso a algunos no les gustó el tono escéptico de mi reportaje en el número de noviembre de 2016 de la revista National Geographic, «Una paz muy frágil».
Pasé casi dos meses en Sri Lanka intentando explicar esa frase. Hacerlo exigía un esfuerzo considerable, ya que las playas tranquilas y la bulliciosa capital de Colombo cuentan una historia de Sri Lanka, mientras que la Provincia del Norte cuenta otra muy distinta. Esta última alberga a hindúes tamiles y donde la guerrilla de los Tigres Tamiles perdió una amarga guerra de 26 años por la independencia contra el gobierno controlado por budistas cingaleses. A pesar de la rendición de los rebeldes tamiles en mayo de 2009, el norte todavía era una zona ocupada cuando la visité en diciembre de 2014. Los residentes vivían con miedo a los militares. Allí donde iba, los soldados me seguían y me interrogaban.
Unos meses después de la derrota electoral del régimen autoritario de Mahinda Rajapaksa en enero de 2015, volví a Sri Lanka alentado por las prometedoras noticias de que el nuevo gobierno tenía el objetivo de establecer una paz duradera con los tamiles. Lo que vi me decepcionó. Los militares aún ocupaban el norte. El gobierno se mostraba reacio a responder de sus crímenes de guerra. Y por encima de todo, el país aún tenía que adoptar una identidad nacional.
Como me contó el viceministro de Asuntos Exteriores Harsha de Silva, «tiene que partir de la actitud de que este país nos pertenece a todos. Y debe venir de arriba y de abajo, donde educamos a nuestros hijos para que vean un país multiétnico y multirreligioso». Añadió que «en algún momento, tendremos que ser ceilaneses y estar orgullosos de ello».
El carácter esquivo de ese «en algún momento» es el trágico hilo conductor de Sri Lanka. Para sus líderes, fomentar la unidad nunca ha sido políticamente beneficioso. En lugar de ello, han trabajado constantemente para la mayoría budista cingalesa (casi el 75 por ciento de los 21 millones de habitantes del país) a expensas de los hindúes tamiles. Pero los dos millones de ceilaneses musulmanes también han sufrido.
En 1990, los tamiles expulsaron a más de 70.000 residentes musulmanes del Norte, «un capítulo muy negro de nuestra historia», me contó M.M. Zuhair, exparlamentario en Sri Lanka y líder musulmán. Más recientemente, las milicias budistas participaron en revueltas antimusulmanes en 2014 y 2018. La hostilidad hacia los musulmanes se ve reflejada en un comentario de Galagoda Atte Gnanasara, líder del grupo extremista budista BBS: «Quieren destruir la diversidad y crear un monopolio religioso».
Está claro que ningún acto de persecución étnica justifica el terrorismo. Pero es posible condenar a los terroristas suicidas islamistas al mismo tiempo que se reconoce que dichos actos rara vez surgen de la nada. Durante la guerra civil, Rajapaksa se refería continuamente a los tamiles como «terroristas». La víspera de los ataques del domingo de Pascua, la familia del intransigente expresidente —que organizó sin éxito un «golpe de estado blando» hace unos meses contra el gobierno que lo derrotó— se considera la mayor beneficiada política de la tragedia. Si Rajapaksa recupera el poder, esto podría perpetuar el ciclo de violencia en Sri Lanka.
Una de las bombas terroristas explotó en el Cinnamon Grand, el hotel donde me alojé durante las dos semanas que pasé en Colombo. El vicepresidente de marketing de la cadena Cinnamon, Dileep Mudadeniya, había desempeñado un papel fundamental en que yo obtuviera los permisos necesarios para visitar la Provincia del Norte después de que Rajapaksa prohibiera la entrada de periodistas en territorio tamil. No pude evitar preguntarme si Mudadeniya, un impulsor activo de su país natal, estaba avergonzado por la estrechez de miras de su presidente.
Para muchos, las elecciones de 2015 fueron una buena noticia para Sri Lanka, una señal de que por fin se había iniciado la paz y que la isla estaba abierta al público. Pero para que esto ocurriera no bastaría con el fervor de los emprendedores. Ningún país, ni siquiera Estados Unidos, ha logrado salir de una era de conflicto étnico o racial sin un periodo de ajuste de cuentas.
«Volvemos a funcionar y estamos decididos a regresar más fuertes», escribió el vicepresidente de Cinnamon cuando contacté con él para darle el pésame. La tragedia de Pascua da a Sri Lanka otra oportunidad para hacer algo más que atacar, declarar venganza y volver a funcionar con normalidad. Es una oportunidad para restablecer un país que lleva mucho tiempo fragmentado. Entonces, Sri Lanka podrá mirarse al espejo y ver, por primera vez, el reflejo sonriente de una nación.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.