En México, las mujeres también quieren volar
Yohualli Nikté Díaz, de 12 años, y su padre Arturo Díaz posan con sus trajes de águila.
La primera vez que Jacinta Teresa se preparó para lanzarse desde el altísimo poste, hace 34 años, sintió como si el mundo entero se moviera bajo sus pies. A más de 45 metros de altura, el viento golpeaba con fuerza y rapidez su cara.
"Los árboles se movían conmigo, la iglesia también", dice Teresa, que ahora tiene 50 años, sobre la experiencia. Mientras el poste se balanceaba, pensó que se podría resbalar. "Sentí que no tenía suficientes manos para mantenerme agarrada".
Los voladores se preparan para elevarse en la plaza principal de Cuetzalan del Progreso, México.
Teresa había sido propuesta por su tío, volador él mismo, que se había pasado el último año animándola a participar en la danza de los voladores, un ritual indígena en el que cuatro personas se lanzan desde un poste alto con cuerdas atadas a las piernas y a la cintura, con los brazos extendidos como pájaros, girando alrededor de él hasta llegar al suelo. Al principio, Teresa desconfiaba de la hazaña acrobática. Pero poco a poco se fue interesando más con el tiempo, hasta que decidió probarlo por sí misma. Si saltaba, Teresa se uniría a un pequeño pero creciente grupo de mujeres que participan en esta tradición centenaria, que antes sólo practicaban los hombres.
Las voladoras, como se conoce a estas mujeres, viven en Cuetzalan (un pequeño pueblo de montaña) y en las comunidades circundantes situadas en las escarpadas colinas de la Sierra Norte, en el este de México. La mayoría proviene de familias de voladores y aprenden de sus parientes mayores, el tipo de transmisión ancestral que es común a las muchas tradiciones indígenas nacidas en esta región. Algunas vuelan junto a sus compañeros masculinos; otras han creado grupos exclusivamente femeninos.
Candy Palomo Hernández, voladora del pueblo de San Antonio Rayón en el estado de Puebla, México, es miembro del grupo Cohupapatanini.
Irene García, una voladora, conoció a su pareja en lo alto de la barra de vuelo; una de sus hijas, Nikté, de 12 años, también se unió al baile a los seis años.
Durante mucho tiempo, las voladoras recibieron un gran rechazo, la mayoría de las veces por parte de los hombres cercanos a la práctica. "Hay prejuicios", dice Teresa, que se considera parte de la primera generación de mujeres voladoras. "La gente no siempre dice en voz alta que está en contra, pero te miran así, como diciendo: 'bueno, este es un baile para hombres, no para mujeres'".
Estas objeciones suelen tener su origen en los estereotipos de género más conservadores, muy extendidos en las zonas rurales de México y en otros lugares de América Latina, como la idea de que las mujeres deben hacer de las tareas domésticas su prioridad. Otras oposiciones se centran en concepciones más misóginas del sexo: los volantes de cualquier género no deben mantener relaciones durante al menos una semana antes de participar en el ritual, y algunos opositores han expresado su preocupación por que la mera presencia de mujeres pueda "tentar" a sus homólogos masculinos.
Yohualli Nikté Díaz, de 12 años, y su padre Arturo Díaz posan con sus trajes de águila.
Yohualli Nikté Díaz practica con sedas aéreas en su casa de Cuetzalan del Progreso, México.
Yohualli Nikté Díaz posa con su disfraz de águila en su casa.
"Hay gente que todavía cree que las mujeres contaminan la danza cuando menstrúan", añade Irene García, una voladora de 33 años que conoció a su ahora marido encima de una barra de vuelo y que actualmente anima a su hija de 12 años, Nikté, a seguir sus pasos. Con cada generación que pasa, las cosas se vuelven un poco más fáciles, añade, dando crédito a las mujeres que la precedieron. "Nos dejaron la puerta un poco más abierta".
Los antropólogos que han entrevistado ampliamente a las mujeres voladoras y han documentado sus experiencias reconocen que su aparición en la tradición milenaria no es indicativa de tendencias sociales más amplias en la región. "Las mujeres voladoras de Cuetzalan no representan las luchas de las mujeres por la igualdad de género", escribe Eugenia Rodríguez Blanco, antropóloga social y cultural de la Universidad Miguel Hernández de Elche (España).
Flores dejadas frente al palo volador después de una celebración religiosa en Zoactepan, un barrio del municipio de Xochitlán de Vicente Suárez, Puebla, México.
Julisa Varela, una voladora de 39 años, y su madre Verónica Vázquez posan delante de su casa en Zoactepan, México.
Sin embargo, en los últimos años, un mayor número de hombres de Cuetzalan se han mostrado partidarios de incluir a las mujeres en el baile. En este sentido, lo más llamativo es el significado simbólico de las voladoras: al ocupar con éxito espacios antes inaccesibles, continúa Rodríguez Blanco, las voladoras han puesto de manifiesto lo innecesario de excluir a las mujeres en esos espacios, y dentro del propio ritual, han trazado caminos para que otros los sigan.
El origen de la Danza de las Voladoras
En muchos sentidos, Cuetzalan parece un pueblo sacado del pasado. Los residentes de más edad suben por las calles casi verticales de piedras resbaladizas, mientras los cuervos negros regresan a sus dormideros nocturnos en las altas palmeras de la plaza, y una vieja torre de reloj marca en silencio el lento paso del tiempo con unos cuantos toques apagados de su campana. La mayoría de los habitantes del municipio de Cuetzalan se identifican como miembros de las comunidades indígenas nahua y totonaca, de origen mexica. La región que rodea al pueblo está considerada como la cuna de varias de las tradiciones prehispánicas más sagradas que aún se practican en la actualidad.
El sombrero de Jacinta Teresa incluye un detalle de la Virgen de Guadalupe, patrona de México.
El velo blanco y las plumas de los sombreros que llevan las voladoras representan la pureza, mientras que las serpentinas de colores representan los colores del arco iris.
El más espectacular de ellos es la importantísima Danza de los Voladores. "Se trata de un ritual que surgió de las sequías, para pedir buenas cosechas, para pedir la lluvia", dice Teresa. Los cuatro voladores, que llevan uniformes de lentejuelas rojas y blancas hechos a mano y sombreros de plumas, representan los puntos cardinales: norte, sur, este y oeste. Un quinto miembro del grupo (el caporal principal, que se sitúa en lo alto del poste y toca una flauta de madera y un tambor) representa el sol. Realizan un acto de belleza y gracia para los dioses, con la esperanza de que éstos les devuelvan el favor.
La importancia de este ritual queda reflejada en la gran altura de la torre de kowpataninih (nombre náhuatl del tronco de árbol que se utiliza para la danza voladora ritual) que preside el centro de la plaza principal de la ciudad. Cada año, alrededor de septiembre, se trae un nuevo tronco del bosque y se coloca allí, en una ceremonia anual que incluye el sacrificio de un pavo. Una vez asegurado, el poste volador se mantiene en pie, casi igualando la altura de la cúpula de la Iglesia San Francisco, la principal de Cuetzalan.
Julissa Varela Vázquez y María Azucena Vázquez suben a la pértiga voladora en un día de niebla.
"Si nos concentramos lo suficiente ahí arriba, los cinco tenemos química", explica Teresa. "Vamos a hacer que llueva en un lugar donde hace tiempo que no llueve".
Lazos comunitarios
Sólo un puñado de voladoras están activas en cualquier momento en Cuetzalan, siendo un grupo pequeño pero poderoso. A medida que el ritual ha ido ganando protagonismo (ahora se realiza habitualmente en festivales de todo México y del mundo), se han convertido en pioneras de la tradición muy solicitadas. A algunas les entusiasma la posibilidad de viajar a nuevos lugares, tan cercanos como los estados mexicanos de Jalisco y Michoacán, y tan lejanos como la isla de Madagascar, frente a la costa sudoriental de África. Otras están agradecidas por las oportunidades que les brinda en una región rural que, de otro modo, estaría plagada de dificultades económicas. "Esta danza me ha dado tanto", dice Teresa. "Me ha dado tantas experiencias nuevas, nuevas oportunidades de conocimiento y aprendizaje y, sobre todo, la posibilidad de ver el mundo".
Jacinta Teresa muestra una foto suya como voladora a los 19 años. Comenzó a participar en el Baile de los Voladores con 16 años, en 1988.
La intrepidez de las voladoras se extiende tanto al aspecto social de romper las barreras de género como a los riesgos físicos reales de lanzarse desde un poste de cien metros en el cielo. "Cuando llegó el momento de saltar, sentí un profundo miedo", dice Nikté Díaz García, la niña de 12 años que está aprendiendo la tradición de sus padres. "Sientes que estás a punto de caer en un abismo. Pero al mismo tiempo, sabes que estás atada a algo".
Así era, precisamente, como se sintió Teresa tantos años antes, en lo alto del palo volador. Su tío estaba con ella aquella mañana, muy por encima de las calles casi verticales de piedra de Cuetzalan, con vistas a la cúpula de la iglesia y a los cuervos que se posaban en las palmeras que se balanceaban, y contemplando la torre del reloj cuyas campanadas habían marcado el paso de los días durante tantas generaciones. "Tranquila", dijo su tío, con voz firme y tranquila. "Ahora todo se mueve con normalidad".
Teresa respiró profundamente. Luego, con los brazos extendidos, saltó en vuelo.
Valeria Luongo es una fotógrafa documental, cineasta y antropóloga de Roma, Italia. A lo largo de los años, ha trabajado en diferentes proyectos visuales junto a las comunidades locales de Cuetzalan del Progreso, México. Su trabajo sobre rituales, comunidades y cuestiones de género se ha publicado en The Guardian, la BBC y National Geographic. Síguela en Instagram.
Jordan Salama es escritor y residente de reportajes de historia para National Geographic. Su primer libro, Every Day the River Changes, se publicó en 2021. Síguelo en Instagram.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.