Fue el nuevo oro: la siniestra historia de la "fiebre del uranio" en Estados Unidos

El éxito del Proyecto Manhattan disparó la demanda de uranio, y los buscadores de oro salieron al Oeste en busca de una fortuna de la noche a la mañana. Pero muchos se expusieron a radiaciones letales en las minas.

Por Erin Blakemore
Publicado 15 jul 2024, 14:18 CEST
Dos mineros empujan un carro para salir de una mina de uranio en California, en 1955.

Dos mineros, ambos con cascos, empujan un carro para salir de una mina de uranio en el condado de Kern, California, en 1955. Para reforzar su arsenal nuclear, el Gobierno de EE. UU. pagó a buscadores de oro para extraer uranio, exponiendo inadvertidamente a los mineros a niveles nocivos de radiación.

Fotografía de FPG, Getty Images

Armados con picos y palas, los buscadores se adentraron en el Oeste estadounidense con la intención de encontrar yacimientos del mineral que haría sus fortunas. Su búsqueda les condujo a enormes riquezas y dejó a su paso pueblos fantasmas.

Pero no era 1849 y los mineros no buscaban oro. Era la década de 1950 y llevaban contadores Geiger junto con sus palas. Formaban parte de la última gran fiebre minera de Estados Unidos, una carrera olvidada para encontrar yacimientos de uranio en los albores de la era nuclear.

(Relacionado: ¿Qué fue la Fiebre del Oro y por qué fue tan importante para California?)

Los inicios de la minería del uranio

El uranio no siempre ha sido un producto de moda: cuando un buscador encontró un yacimiento de roca amarilla en el condado de Montrose, Colorado, en 1881, aún no se había descubierto la radiactividad.

Aunque a principios del siglo XX había minas de uranio cerca de la intersección de Nuevo México, Colorado, Arizona y Utah, ahora conocida como el Cinturón Mineral de Uravan (por la abundancia de uranio y vanadio), la producción era escasa y la minería se centraba sobre todo en el radio y el vanadio, elementos que también se encuentran en el mineral de carnotita que se utiliza en la producción de acero.

Mineral de uranio de la mina Daybreak, en el estado de Washington. El uranio, antes considerado un subproducto barato de la minería del radio y el vanadio, pasó a ser muy codiciado cuando los científicos se enteraron de que podía alimentar armas nucleares y crear enormes cantidades de energía.

Fotografía de Bjoern Wylezich, Getty Images

En los albores de la Segunda Guerra Mundial, el uranio aún se consideraba lo que el historiador Bernard Conway llama un "subproducto sin valor del refinamiento del vanadio".

Pero eso cambió con el Proyecto Manhattan, el esfuerzo ultrasecreto para desarrollar las primeras armas nucleares del mundo. Los científicos del proyecto intentaron inventar tanto una bomba de uranio como una basada en el plutonio, un elemento que, según descubrieron, podía producirse en un reactor alimentado por uranio.

A principios de 1945, los científicos del Proyecto Manhattan detonaron con éxito la Trinity, la primera bomba de plutonio. Una bomba similar sería detonada sobre Nagasaki, Japón, menos de un mes después, y sólo tres días después de que una bomba de uranio no probada fuera lanzada sobre Hiroshima. Las detonaciones pusieron fin a la guerra e inauguraron la era nuclear. De repente, el uranio y sus derivados pasaron a considerarse no sólo un bien valioso, sino una cuestión de seguridad nacional.

Después de la guerra, en medio de un debate mundial sobre la proliferación nuclear, Estados Unidos creó la Comisión de Energía Atómica (AEC, por sus siglas en inglés), un organismo dirigido por civiles encargado de supervisar todos los asuntos nucleares. El Proyecto Manhattan había comprado la mayor parte de su uranio al Congo Belga, actual República Democrática del Congo. Pero Estados Unidos quería utilizar uranio de extracción nacional para sus armas y mantenerlo fuera del alcance de la URSS en medio de las crecientes tensiones de la Guerra Fría. Para ello, Estados Unidos tendría que monopolizar su propio uranio para su arsenal nuclear.

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    Una camarera posa con una "hamburguesa de uranio" en una cafetería de Salt Lake City, Utah, en 1954. El sándwich debe su nombre a la floreciente industria del uranio de la región.

    Fotografía de Carl Iwasaki, Getty Images

    Aunque el Gobierno federal podría haber poseído y explotado todas las minas de uranio de Estados Unidos, la AEC optó por pagar a civiles para que descubrieran y extrajeran el uranio. La agencia pregonaba el ingenio estadounidense, alegando que necesitaba los conocimientos de los mineros civiles para obtener uranio extraído dentro del país y descubrir nuevos yacimientos.

    Pero en realidad, escribe el historiador Nate Housley, la decisión de patrocinar un programa de uranio de libre empresa se basaba en la desconfianza de los funcionarios hacia el trabajo organizado y en el deseo de imponer a los estados la supervisión de la industria del uranio. Y así, cuando la AEC anunció en 1948 que pagaría precios mínimos garantizados y primas por descubrimiento por el mineral de uranio, el Gobierno federal se convirtió en el único cliente de la industria del uranio, y comenzó una carrera por descubrir y extraer todo el uranio posible.

    Estados Unidos era rico en yacimientos de uranio, y las minas de uranio surgieron por todo el suroeste.

    En 1952, el geólogo Charlie Steen descubrió un gigantesco yacimiento de uranio en Utah, el primer gran hallazgo del programa. Se hizo multimillonario al instante. La Nación Navajo, propietaria de gran parte de las tierras en las que se encontró mineral de uranio, también participó en el boom.

    Pronto, buscadores de todo el país se dirigieron al oeste. El Gobierno publicó incluso una guía de autoayuda que ofrecía un curso intensivo sobre elementos radiactivos, prospección de uranio y cómo sacar provecho, asegurando a los lectores que la búsqueda no era peligrosa en modo alguno. Sólo entre 1949 y 1962, Estados Unidos compró más de 3,6 millones de toneladas de mineral de uranio, amasando fortunas y fomentando una industria en constante crecimiento.

    Un depósito de mineral abandonado en la mina Mi Vida, en Steen Canyon, cerca de La Sal, Utah. La mina estaba cerca del lugar del primer gran hallazgo de uranio en EE. UU. Ante los llamamientos al desarme nuclear, la demanda del mineral por parte del Gobierno estadounidense disminuyó y la floreciente industria terminó abruptamente.

    Fotografía de VW Pics, Getty Images

    Un legado radiactivo

    Pero el boom tenía un lado siniestro. Las consecuencias para la salud de trabajar con sustancias radiactivas eran poco conocidas y la industria carecía prácticamente de regulación en muchas zonas. Los trabajadores navajos se vieron especialmente afectados, con más de 1000 minas excavadas en tierras de la reserva navajo. Muchos trabajadores estaban mal pagados y acudían al trabajo sin ningún tipo de equipo de protección.

    En el interior de las minas, se enfrentaban a niveles peligrosamente altos de radón, y en casa, el polvo contenido en su ropa y zapatos significaba que sus familiares también estaban expuestos a materiales radiactivos.

    Sin embargo, los estudios de salud pública examinaron inicialmente a los mineros blancos, señalan los historiadores Doug Brugge y Rob Goble, y, sin tener en cuenta la creciente concienciación de que el trabajo en las minas de uranio estaba asociado a altas tasas de cáncer de pulmón y otros problemas de salud, la AEC suprimió la investigación e insistió en que los estados regularan la minería del uranio, a pesar de casi un siglo de implicación federal en la seguridad de las minas en otras industrias mineras. No fue hasta 1967 cuando el Gobierno federal estableció su primera normativa de obligado cumplimiento sobre el radón.

    Para entonces, el boom se dirigía a la quiebra. La presión internacional en favor del desarme nuclear iba en aumento, y en 1964 finalizó el monopolio gubernamental sobre la compra de uranio. Estados Unidos también se enfrentaba a una inminente crisis energética, lo que cambió las prioridades nucleares de la nación. En 1974, la AEC se disolvió con la aprobación de la Ley de Reorganización Energética.

    La industria del uranio ha sufrido altibajos desde entonces, sobre todo cuando los precios del uranio se desplomaron tras el desastre de Chernóbil en 1986.

    Pero los días de auge de la industria aún resuenan en los cadáveres de los trabajadores cuya explotación les costó la salud, en las secuelas de la contaminación nuclear de las aguas subterráneas y el suelo, y en forma de cientos de minas abandonadas, muchas de ellas pertenecen a la Ley de Responsabilidad, Compensación y Recuperación Ambiental (o Superfondo), diseminadas por todo el suroeste.

    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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