El temperamento es algo importante.
Especialmente cuando hay armas nucleares por el medio, no sabes –no puedes saber– qué trama el enemigo, y estás asustado. Entonces ayuda (y mucho) mantener la calma.
El mundo tiene una deuda enorme con un discreto y firme oficial naval ruso el cual probablemente ha salvado mi vida. Y la tuya. Y la de todos los que conoces. Incuso los que no habían nacido por aquel entonces. Quiero contar su historia.
Estamos en octubre de 1962, en el punto álgido de la crisis de los misiles cubanos, y la marina americana ha localizado un submarino soviético en el Caribe. El presidente Kennedy ha bloqueado Cuba. No está permitido el tráfico naval en la zona.
El submarino está escondido en el océano y los americanos están soltando cargas de profundidad a diestro y siniestro. Dentro, el submarino está retumbando, temblando con cada nueva explosión. Lo que los americanos desconocen es que este submarino es portadr de un torpedo nuclear táctico, preparado para ser lanzado, y el capitán ruso está preguntándose: ¿disparo?
Esto ocurrió realmente.
El ruso en cuestión, un exhausto y nervioso comandante de submarino llamado Valentin Savitsky, decidió hacerlo. Ordenó preparar el misil con la cabeza nuclear. El segundo en la cadena de mando aprobó la orden. Moscú llevaba días sin comunicarse con el submarino. Once barcos de la marina estadounidense estaban en los alrededores, todos posibles objetivos. El misil nuclear tenía aproximadamente la potencia de la bomba de Hiroshima.
“¡Vamos a acribillarlos ahora!”
La temperatura dentro del submarino había subido por encima de los 37 grados. El sistema de aire acondicionado estaba estropeado, y la nave no podía salir a superficie sin ser descubierta. El capitán se sintió condenado. Vadim Orlov, un oficial de inteligencia que estaba presente, recuerda una explosión particularmente fuerte: “los americanos nos dieron con algo más fuerte que una granada, aparentemente con una bomba de profundidad de prueba”, escribió más tarde. “Pensamos: ¡esto es el final!”. Y fue entonces cuando, según él, el capitán soviético gritó: “a lo mejor la guerra ya ha comenzado allí arriba… ¡Vamos a acribillarlos ahora! Moriremos, pero los hundiremos a todos. No nos convertiremos en la vergüenza de nuestra flota”.
Si Savitsky hubiese lanzado su torpedo y hubiese atacado a un destructor americano o a un portaviones, los Estados Unidos probablemente hubiesen respondido con cargas de profundidad nucleares, “las cuales”, escribió la archivista rusa Svetlana Savranskaya, quedándose muy corta, “comenzarían una cadena de eventos involuntarios que podrían haber tenido consecuencias catastróficas”.
Pero no ocurrió, porque ahí es cuando Vasili Alexandrovich Arkhipov aparece en escena.
Tenía 34 años por aquel entonces. Era guapo, con todo el pelo sobre la cabeza y un tirabuzón colgando de su frente. Tenía el mismo rango que Savitsky, era el comandante responsable de la flota de tres submarinos en misión secreta en Cuba, y es posiblemente uno de los héroes más discretos y más olvidados en tiempos recientes.
Nunca sabremos exactamente qué le dijo a Savitsky. Pero, según Thomas Blanton, antiguo director del Archivo de Seguridad Nacional, este “tipo llamado Vasili Arkhipov salvó el mundo”.
Arkhipov, descrito por su mujer como un hombre modesto que hablaba con calma, simplemente convenció a Savitsky.
Existen controversias sobre los detalles exactos. La manera en que se suele contar es que cada uno de los tres capitanes de los submarinos soviéticos en el mar alrededor de Cuba tenían el poder de lanzar un torpedo nuclear si –y solo si– tenían el consentimiento de los tres oficiales superiores abordo. En su submarino, Savitsky dio la orden y obtuvo un voto a favor, pero Arkhipov se opuso. No lo permitiría.
Argumentó que aquello no era un ataque.
Los documentos oficiales soviéticos todavía son secretos, pero un reportero ruso, Alexander Mozgovoi, un escritor americano, y testigos presenciales del testimonio del oficial de inteligencia Orlov sugieren que Arkhipov le dijo al capitán de la nave que no estaban en peligro. Les estaban pidiendo que subiesen a superficie. Lanzaban cargas de profundidad a izquierda y luego a derecha, ruidosas pero siempre fallando el objetivo: se trataba de señales, argumentó Arkhipov. Dicen: sabemos que están ahí. Identifíquense. Suban y hablemos. No queremos hacerles daño.
¿Qué está ocurriendo?
El equipo ruso no sabía lo que ocurría sobre sus cabezas: se habían quedado en silencio mucho antes de que la crisis comenzase. Sus órdenes originales consistían en ir directamente a Cuba, pero entonces, sin explicación, recibieron órdenes de detenerse y esperar en el Caribe. Orlov, quien había vivido en América, había oído en las emisoras de radio americanas que Rusia había llevado en secreto misiles a la isla, que Cuba había derribado un avión espía americano y que el presidente Kennedy había ordenado a la marina estadounidense rodear la isla y no permitirle la entrada a nadie. Cuando los americanos localizaron el submarino, Savitsky ordenó que descendiesen a mayor profundidad en el océano para ocultarse, pero eso les dejó sin comunicaciones. No podían oír a (y no se fiaban de) los medios americanos. Por lo que a ellos respectaba, la guerra ya había comenzado.
No sabemos cuánto duraron las discusiones. Sí sabemos que las armas nucleares que portaban los rusos (cada nave tenía una, con un vigilante especial que permanecía con ella día y noche) serían utilizadas solo si la propia Rusia fuese atacada. O si el ataque fuese inminente. Savitsky sintió que tenía derecho a disparar primero. Los informes oficiales rusos insisten en que necesitaba una orden directa de Moscú, pero Olga, la esposa de Archipov, dice que hubo una confrontación.
Tanto ella como Ryurik Ketov, el capitán con dentadura de oro de un submarino ruso cercano, escucharon la historia directamente de Vasili. Ambos le creyeron y lo contaron en un documental de la PBS. Algunas escenas están interpretadas, pero puedes escuchar lo que dicen en este vídeo.
A medida que la historia se desarrollaba, Kennedy estaba preocupado por si los rusos confundirían las cargas de profundidad con un ataque. Cuando su secretario de defensa dijo que Estados Unidos estaba enviando señales del tamaño de “granadas” sobre los submarinos, el presidente hizo un gesto de dolor. Su hermano Robert Kennedy más tarde dijo que esa conversación sobre las cargas de profundidad “fue el momento de mayor preocupación para el presidente. Se llevó la mano a la cara (y) cerró el puño”.
El mando ruso, por su parte, no tenía ni idea de lo dura que era la situación dentro de esos submarinos. Anatoly Andreev, un miembro de la tripulación en otro submarino cercano, escribía un diario, una carta continua para su mujer, en el que describía la situación:
"En los cuatro últimos días ni siquiera nos han dejado acercarnos a la profundidad de periscopio… mi cabeza está a punto de estallar por el aire sofocante… Hoy, otros tres marineros se han desmayado debido al calor… El regenerador de aire funciona muy mal, el contenido en dióxido de carbono aumenta y las reservas de electricidad están cayendo. Los que están en turno de descanso se quedan sentados inmóviles, mirando a un punto fijo… La temperatura en esta sección sobrepasa los 50 grados."
La discusión entre el capitán y Arkhipov tuvo lugar en un viejo submarino de motor diésel diseñado para viajar por el Ártico pero que se encontraba atrapado en un clima casi insoportable. Y pese a todo, Arkhipov mantuvo el tipo. Después de la confrontación, el misil no se preparó para el lanzamiento. En su lugar, el submarino ruso subió a la superficie, donde se encontró con un destructor americano. Los estadounidenses no subieron a bordo. No hubo inspecciones, así que la marina estadounidense no tenía ni idea de que había torpedos nucleares en esos submarinos, y no lo sabrían en los próximos 50 años, cuando los antiguos contrincantes se encontraron en la reunión del 50 aniversario. Así que los rusos dieron la vuelta y se dirigieron al norte, de vuelta a Rusia.
Echando la vista atrás, todo se resume en Arkhipov. Todos están de acuerdo en que él es el tipo que detuvo al capitán. Él fue quien se interpuso.
Por lo que sabemos, no fue castigado por los soviéticos. Fue ascendido más adelante. El reportero Alexander Mozgovoi describe cómo la marina soviética procedió con la revisión formal y cómo el hombre al mando, Marshal Grachko, cuando escuchó las condiciones en esos submarinos, “se quitó las gafas y las golpeó con fuerza contra la mesa enfurecido, rompiéndolas en pequeños pedazos, abandonado después la habitación de forma repentina”.
El cómo Arkhipov (quien aparece en la foto de arriba) consiguió mantener la calma con tanto calor y cómo consiguió persuadir a su agitado compañero, no podemos saberlo, pero ayuda saber que Arkhipov ya era un héroe soviético. Un año antes había estado presente en otro submarino soviético, el K-19, cuando el sistema de refrigeración falló y el reactor nuclear entró en riesgo de fusión. Sin sistema de repuesto, el capitán ordenó a la tripulación que intentase improvisar una solución temporal y Arkhipov, entre otros, se expuso a altos niveles de radiación. Veintidós miembros de la tripulación murieron a causa de enfermedades derivadas de la radiación en los dos años siguientes. Arkhipov no moriría hasta 1998, a causa de un cáncer de riñón provocado, se dice, por la exposición.
Las armas nucleares son peligrosas por naturaleza. Manejarlas, utilizarlas, no utilizarlas, requiere precaución y cuidado. Tal y como vivimos ahora, el mundo es muy afortunado de que, en un instante crítico, alguien lo bastante calmado, lo bastante cuidadoso y lo bastante sereno estuviera allí para decir no.
Agradecimientos a Alex Wellerstein, autor del espectacular blog Restricted Data, por su ayuda guiándome en la búsqueda de material para este artículo.