Con la desaparición de los glaciares, perdemos mucho más que hielo

El calentamiento global cambia profundamente la cultura y la historia humana, y este podría ser solo el principio.

Por M. Jackson
Publicado 27 dic 2018, 15:15 CET
Breiðamerkurjökull
El glaciar islandés de Breiðamerkurjökull se está derritiendo. Los lugareños podrían perder más de lo que creen.
Fotografía de Jan Michael Hosan, Fotogloria, Luz, Redux
Artículo creado en colaboración con la National Geographic Society.

Durante un par de años, viví en la costa sur de Islandia y, un día, un hombre llamó a la puerta de mi casa.

Me preguntó si quería ver algo. Sin adjetivos. Solo «¿quieres ver algo?».

Estuve a punto de no oírle llamar. Mi casa se encontraba en el extremo sureste de la costa de la isla —a seis metros del mar, literalmente— y los fuertes vientos azotaban las paredes de hormigón y hacían que el tejado chirriara con cada ráfaga.

Me lo pensé. Hacía frío, la luz invernal era cada vez más tenue, era una extranjera y, si desaparecía, nadie me buscaría durante días. Pero era Islandia, uno de los lugares más seguros del mundo. Y el hombre había picado mi curiosidad.

Accedí y me puse abrigo, guantes y gorro. Salí afuera y subí a un jeep islandés —el tipo de coche al que necesitas subirte usando una escalera— y condujimos despacio por las calles pacíficas y azotadas por el viento de la aldea de Höfn.

Höfn, que ya había sido mi hogar durante varios meses, es una pequeña aldea a baja altitud de unos 17.000 habitantes construida sobre un escarpado espolón de terreno que sobresale al sur de la costa de la isla como si fuera el pulgar de un autoestopista. Höfn es la aldea principal del municipio de Hornafjörður, una región de 204 kilómetros de largo que comprende una franja de la costa sureste de Islandia.

Lagunas glaciales iguales se despliegan a este y oeste, a cada lado de Höfn, que desde el aire parecen las turbias alas de una mariposa.  Al sur, la localidad limita con el tormentoso Atlántico Norte; al norte, los glaciares sobresalen de las montañas costeras circundantes. Höfn —y todo Hornafjörður— es el centro de los glaciares de Islandia.

Pero esos glaciares están desapareciendo a gran velocidad, no solo en Islandia, sino en todo el mundo. Por eso, como geógrafa y glacióloga, vivía en un lugar tan remoto. Pero lo que estaba aprendiendo iba más allá del aumento de las temperaturas y el retroceso del hielo. Conforme los glaciares se retiran, alteran la historia humana de forma profunda y yo estaba a punto de conseguir un asiento de primera fila.

Una vigilia gélida

Una carretera solitaria iba salía de Höfn hacia el norte y conectaba con la Hringvegurinn, la única circunvalación que rodea toda la isla. Condujimos una hora al oeste por la Hringvegurinn, salimos de la carretera y aparcamos en un apartadero cualquiera cubierto de musgo.

Salimos del coche, sacamos mochilas y nos pusimos más capas, y nos alejamos de la carretera caminando entre rocas sueltas y vegetación densa. Mi anfitrión no decía mucho y el fuerte viento empezó a envolvernos, convirtiéndonos en capullos murmurantes. Unas cuantas nubes salpicaban el cielo y la luz tenía un ángulo bajo y un color gris mate que coincidía con el paisaje rocoso circundante y las elevadas montañas más allá. La luz solar invernal de Islandia suele ser escasa y tenue, pero valiosa.

Poco a poco, conforme nos alejábamos de la costa, fuimos ganando elevación sobre el terreno poroso, enormes restos sueltos colocados en aquel lugar por las décadas de oscilación de los glaciares en las faldas de las montañas que antaño eran los acantilados de la costa de la isla. En la parte superior de una colina, el glaciar Breiðamerkurjökull apareció abruptamente ante nuestros ojos.

El hombre emitió un suspiro audible de apreciación. La cara del Breiðamerkurjökull —el frente glaciar— medía kilómetros de ancho y su color era blanco, pero no puro; el gris, el negro y el azul suplantaban en conjunto al blanco. El cuerpo del propio glaciar estaba surcado por morrenas gruesas, desiguales y oscuras, crestas que, de arriba abajo, parecían las rayas de un tigre. Con la luz baja, el casquete glaciar que alimentaba los 48 kilómetros del Breiðamerkurjökull, Vatanjökull, se disolvía en el cielo distante. Durante un momento, me sentí desorientado. Parecía que el hielo seguía una trayectoria vertical y se perdía en el horizonte.

Ese es uno de los aspectos más complejos de interactuar con glaciares. Suelen ser tan grandes que la perspectiva atmosférica —el efecto que hace que los objetos parezcan fundirse con su fondo a larga distancia— distorsiona nuestra capacidad de evaluar con precisión distancias, escalas y cambios. Breiðamerkurjökull es el tercer mayor glaciar de Islandia, con un perímetro de más de 14 kilómetros de este a oeste. Pero es difícil evaluar la totalidad de un glaciar de 14 por 48 kilómetros, así que solo te queda la sensación de dominio del glaciar.

El hombre y yo caminamos a ritmo constante hacia el hielo, por laderas llenas de pedregal, subiendo y bajando, cubriendo un terreno en constante cambio. Finalmente, llegamos al límite entre tierra y hielo y nos detuvimos un instante para ponernos cascos, arneses y crampones, unos dispositivos metálicos puntiagudos que se atan a las botas y proporcionan tracción sobre el hielo.

Pasar de la tierra al hielo es complejo, ya que ahí es donde el glaciar suele estar más fragmentado, quebradizo y se rompe más rápido, pero hicimos la transición discretamente y subimos poco a poco. Rodeamos grietas profundas, precipicios pronunciados, pilas de restos rocosos y montones de nieve transportada por el viento que se habían congelado en colinas pálidas y deformes. La superficie de un glaciar rara vez es lisa; un glaciar suele estar poblado de grietas y baches poco profundos, así como depresiones, tubos y túneles que atraviesan el hielo en toda su profundidad.

Sabía que había llegado al destino que mi anfitrión tenía en mente cuando se detuvo al borde de una zona deprimida, ancha y poco profunda en la superficie del glaciar. Cuando llegamos al fondo, enormes seracs —torres de hielo que suelen sobresalir como las aletas de un tiburón en la superficie de un glaciar— se elevaban desde el límite opuesto del área deprimida, mientras que al oeste unos pilares irregulares proyectaban sombras oscuras sobre nosotros. Congelada, saqué más capas de la mochila. Cuando trabajas en un glaciar, las capas son fundamentales.

El hombre sacó dos esteras de espuma de su mochila, me dio una y me indicó con un gesto que me sentara. Me pasó un termo de café cargado y una taza de plástico, y entonces empezó a hablar. Me contó que íbamos a sentarnos en el fondo de la depresión helada sobre el tercer mayor glaciar de Islandia justo antes de que se hiciera de noche e íbamos a esperar.

Y eso hicimos. Bebimos café, escuchamos el viento y la rotura del hielo, y observamos cómo la luz se atenuaba cada vez más. Esperamos y me habló de él y de su infancia en la zona. Pasaron veinte minutos, luego otros veinte, y después, justo cuando pensé que tendría demasiado frío como para seguir aguantando, empezó.

Un instante, el cielo islandés estaba oscuro e inmaculado; un minuto después ya no lo estaba, y la aurora polar apareció en el cielo sobre nosotros. Al principio un lánguido brillo, y después, como si alguien hubiera encendido la luz, se prendió con amarillos, violetas, verdes, rosas y blancos, y el glaciar en el que estábamos sentados, Breiðamerkurjökull, empezó a captar, internalizar, tragar y contener las luces del firmamento. La aurora boreal atravesó hielo al borde de la depresión y los delgados seracs, transformándolos en sables jedi de hielo que ardían en concentraciones caleidoscópicas. En el circo del propio glaciar, la luz giraba en un torbellino como una lámpara de araña a la luz de las velas, una ola fosforescente, un campo nocturno poblado de cientos de luciérnagas en verano.

Yo estaba absorta. Nunca había presenciado el brillo de la aurora en un glaciar —ni había visto una foto del fenómeno— y al estar allí sentí un compañerismo innato, como si yo también estuviera tan iluminada como el cielo.

Permanecimos en aquel glaciar de Islandia en pleno invierno y observamos. Nos quedamos tanto como pudimos hasta que las nubes aparecieron y oscurecieron el cielo y las luces. En los últimos minutos, mientras el hielo y el cielo se atenuaban, el hombre se volvió hacia mí y me dijo: «Por eso vale la pena luchar por los glaciares».

Un derretimiento global

Los modelos de glaciología predicen que los glaciares islandeses perderán entre el 25 y el 35 por ciento de su volumen actual en los próximos 50 años, principalmente como consecuencia de los cambios climáticos globales. En unas décadas, es posible que el aspecto actual de los glaciares islandeses sea irreconocible para ti y para mí y totalmente inconcebible para las generaciones futuras cuando miren antiguas fotos de vacaciones.

Islandia no está sola. Glaciares de todo el mundo que han existido durante siglos desaparecen en escalas temporales humanas: nuestras vidas.

La desaparición del hielo tiene consecuencias impresionantes; al fin y al cabo, los glaciares se distribuyen por todo el mundo, en el Ártico y la Antártida, por el Ecuador, Oriente Medio y África central. Hoy hay más de 400.000 glaciares y casquetes de hielo repartidos por la Tierra, más de 1,5 kilómetros cuadrados de hielo. Cada glaciar posee una diversidad excepcional y fluctúa de diversas formas complejas ante la dinámica medioambiental local, regional y mundial.

Los glaciares siempre han fluctuado, pero nunca a los ritmos actuales. Sí, ha habido veces en que el planeta ha tenido menos hielo y veces en las que ha tenido más, pero —y este es un pero enorme— en la historia humana nunca se había observado un descenso tan rápido a nivel mundial como el que se ha producido en las últimas décadas.

Lo fascinante es que, en los lugares del planeta que albergan glaciares, estos se encuentran en entornos habitados e históricos. Allí donde hay glaciares, hay personas (¡hasta en la Antártida!), y esos dos elementos han interactuado durante toda la historia humana.

Por ejemplo, el Breiðamerkurjökull ha retrocedido más de seis kilómetros desde 1890. Desde los años 70, el ritmo de recesión del Breiðamerkurjökull ha aumentado y han desaparecido casi 3,2 kilómetros de longitud de hielo en el frente glaciar, dejando a su paso un sandur glacial considerable, Breiðamerkursandur.

Las consecuencias humanas

Esa es solo una parte de la historia. El lugar donde me senté para contemplar la aurora que iluminó el glaciar fue antaño, tras la colonización de Islandia hace más de mil años, un prado con vegetación y un bosque de abedules. Los primeros colonos nórdicos construyeron granjas en la zona, construyeron edificios de turba y criaron ovejas, cabras y niños hasta el 1600 aproximadamente, cuando el Breiðamerkurjökull empezó a avanzar hacia las familias, sus hogares y sus futuros.

Mientras las familias islandesas huían antes de que el hielo llegara, los colonos fundaban Jamestown en Virginia, Galileo Galilei dudaba de la centralidad de la Tierra en el sistema solar y se aplicaban los toques finales del Taj Mahal. Cuando el Breiðamerkurjökull empezó a aumentar, el glaciar se deslizó tan lejos que casi llegó al mar, pero se detuvo a solo 300 metros del Atlántico Norte.

El Breiðamerkurjökull osciló varias veces y, conforme se desplazaba, modificaba las vidas de quienes vivían a su sombra. En los siglos XIII y XIV, los islandeses escribían sobre sus glaciares en las sagas islandesas historias de glaciares que atribuían al hielo emociones humanas y destinos, y a los islandeses un sentido de su propia identidad como islandeses.

Todo eso forma parte de la historia de este glaciar. Ya en 1890, el Breiðamerkurjökull empezó a retroceder y los islandeses empezaron a repoblar la zona liberando ovejas en los pastos recién expuestos. Fuera de la isla, Dakota del Sur vivía la masacre de Wounded Knee, automóviles y aviones se ensamblaban por primera vez, Wilhelm Röntgen descubría los rayos X y Arthur Conan Doyle creaba a Sherlock Holmes.

Ahora, transcurrido otro siglo, el planeta se encuentra en pleno Antropoceno —periodo en el que el impacto de la humanidad en la Tierra es tan grave que los científicos lo han declarado una nueva época geológica— y el glaciar mantiene su retroceso, disolviéndose a tal velocidad que los islandeses temen que nunca se detenga y que hasta el último copo de nieve del Breiðamerkurjökull desaparezca.

Hay diversas historias de este glaciar a lo largo de la historia humana, como ocurre con otros glaciares y personas de todo el mundo.

Este libro ofrece otra forma de observar los glaciares y las personas, de redescubrir lo que ha sido reconocible para los islandeses que han vivido con glaciares durante los últimos mil años. Parafraseando al historiador Simon Schama, esta no es otra explicación del hielo que perdemos, sino una exploración de lo que todavía podríamos encontrar con hielo.

Mi interés consiste en cambiar la aguja narrativa de la opinión de personas de todo el mundo sobre los glaciares y dar pie a una mayor consideración por la complejidad y la riqueza de la relación entre el hielo y las personas, que varía según el lugar y el momento. Quiero aportar significado a por qué un islandés callado llama a mi puerta y me conduce durante varias horas hasta su lugar favorito de la costa sur con temperaturas gélidas para explicarme por qué está luchando, lo que para él está en juego a medida que nos precipitamos hacia un futuro desconocido y cálido.

Hace años, la antropóloga canadiense Julie Cruikshank preguntó, tras décadas de investigación de pueblos indígenas y glaciares en Alaska y Canadá Occidental, si los glaciares eran «buenos para pensar». Este libro responde la pregunta de Cruikshank con un «sí» enfático basado en diferentes glaciares, individuos, comunidades, culturas, escalas, geografías y lugares. Un «sí» sustentado por la creencia de que, para que todos nosotros y nuestros entornos sobrevivamos a esta época de gran transformación —el Antropoceno—, debemos empezar a pensar con nuestros glaciares, nuestros ríos, nuestros paisajes locales y nuestros entornos.

Creo que es hora de que surjan nuevas formas de contar historias sobre glaciares y escuchar las historias que estos nos cuentan.

Esta historia se ha extraído del nuevo libro The Secret Lives of Glaciers de la Dra. M Jackson, que se publicará el martes, 8 de enero de 2019. Jackson es geógrafa y glacióloga, exploradora de National Geographic, TED Fellow, tres veces becada Fulbright y autora de While Glaciers Slept: Being Human in a Time of Climate Change. Jackson investiga los glaciares y los pueblos del mundo, y vive a las afueras de Eugene, Oregón. Más información en www.drmjackson.com o en su Instagram @mlejackson

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