Confesiones de los amantes del tiempo frío

Estos fanáticos del frío son felices en temperaturas bajo cero, pero les preocupa que estar rodeados de frío sea un reto que cada vez menos personas tengan la oportunidad de aceptar.

Por Kieran Mulvaney
Publicado 8 nov 2019, 11:58 CET
Fotografía de CMANNPHOTO, GETTY IMAGES

Aquel día de invierno en las orillas de la bahía Hudson de Canadá, cinco personas atravesábamos la tundra en un buggy hecho a medida en busca de osos polares. Fuera del vehículo, una tormenta había creado condiciones cercanas a un paisaje blanco; como observa uno de los nuestros, es como si nos desplazáramos dentro de una pelota de tenis de mesa.

De repente, la calefacción se apaga en nuestro tundra buggy y, a pesar de los intentos reiterados de reanimación, se niega a volver a la vida. Lo único que se interpone entre nosotros y los elementos es una fina capa de cristal y metal.

El sol está poniéndose. Hace frío.

Pero estamos sanos y salvos; no estamos muy lejos de alojamientos cálidos, aunque sentiremos las consecuencias de los elementos para cuando lleguemos. Nos hundimos en nuestras parcas aisladas. Sacamos una botella de vino y otra de whiskey. Contamos chistes ligeramente histéricos sobre nuestra situación.

Hace frío, pero nos sentimos felices y yo estoy en mi salsa.

De atravesar la banquisa ártica en rompehielos a enfrentarme a las tormentas antárticas, de vivir en una cabaña en Alaska a pisar el Polo Norte, la mayor parte de los momentos destacados de mi vida implican enfrentarme a un frío entumecedor. Son los lugares y los entornos donde me siento como en casa, los lugares donde quiero vivir y que anhelo visitar, los entornos a los que siempre regreso.

No quiere decir que acepte el frío sin reservas. Hay noches en las que camino por la nieve como un niño feliz, encantado ante la belleza del invierno. También hay días en los que coloco desesperadamente radiadores junto a tuberías congeladas y desearía vivir en Hawái, por ejemplo. No niego que a veces mi parte favorita del invierno es que la primavera pronto lo remplazará. En estoy no estoy solo, incluso entre los quinófilos (el nombre científico para los amantes del frío). «Me encanta el silencio» de la vida en climas fríos, cuenta mi amiga Alysa McCall, científica de Polar Bears International, residente de Yellowknife, Canadá (donde las temperaturas de invierno pueden alcanzar los -40 grados), y pasajera del gélido buggy en el que recorremos la tundra. Pero me confiesa que «la verdad es que he estado fuera esperando al bus en pleno invierno y deseando que el aire no me hiciera daño».

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    Otro amigo va más allá. Eric Larsen ha esquiado hasta ambos polos, escalado el Everest y atravesado el manto de hielo de Groenlandia. La coletilla de sus correos electrónicos es «It’s Cool to Be Cold!». Y a pesar de ello, como dice entre risas, «no me gusta tener frío, si te digo la verdad. Odio tener frío. Me gustan los lugares cálidos».

    No se me había ocurrido hasta que Eric lo mencionó, pero tiene razón. Aunque parezca contradictorio, una de las grandes alegrías de estar rodeado de frío es mantenerlo a raya. Para hacer frente a ese reto hace falta una camaradería especial: la confianza y la cooperación que sienten los equipos cuando emprenden una misión climática; un guiño de comprensión entre desconocidos envueltos en ropa de pies a cabeza que se encuentran por la calle. Resistir al invierno para reaparecer al otro lado suscita una sensación de triunfo comunitario.

    En un mundo que parece moverse cada vez más rápido, donde los teléfonos móviles y las redes sociales demandan respuestas inmediatas, el frío nos impone una desaceleración. Nos permite —incluso nos obliga a— ser conscientes de nosotros mismos y de nuestro entorno de una forma que pocos entornos pueden.

    La vida a bajas temperaturas exige más reflexión por la «falta de seguridad que presenta estar en entornos fríos», afirma Eric. Percibe «un nivel de dureza en estos ambientes que resulta bastante atractivo porque es un reto mayor».

    También es un reto al que cada vez menos personas tendrán la oportunidad de enfrentarse. Aunque no los lugares fríos del planeta no corren el peligro de desaparecer a corto plazo, podrían disminuir su extensión y la duración e intensidad de los periodos más fríos. El mundo se calienta. Y los entornos fríos se calientan más.

    Desde principios del siglo XX, la temperatura invernal media en Estados Unidos ha aumentado a casi el doble de velocidad que la temperatura estival. En los últimos 50 o 60 años, el Ártico se ha calentado en torno a dos grados, mucho más que el resto del mundo; la extensión mínima anual de la banquisa ártica desciende casi un 13 por ciento cada década. Mientras escribo esto en el verano septentrional de 2019, el manto de hielo de Groenlandia experimenta tasas de deshielo que los modelos no habían predicho hasta 2070.

    Debería corregir lo que escribí antes sobre pisar el Polo Norte. Para ser exactos, me acerqué al Polo Norte. Cuando estuve allí en agosto de 2017, la zona circundante al propio polo era en gran medida aguas abiertas.

    “Una de las grandes alegrías de estar rodeado de frío es mantenerlo a raya. Resistir al invierno para reaparecer al otro lado suscita una sensación de triunfo comunitario. ”

    Pienso en Eric contando lo diferente que fue su último viaje al Polo Norte, cómo se tropezaba con hielo más fino y más descompuesto de lo que había visto jamás. Pienso en otro amigo que ha pasado décadas estudiando las focas en la banquisa ártica y que ahora lamenta que su hijo nunca tendrá la oportunidad de hacer lo mismo.

    Vuelvo a pensar en mis propias experiencias en el frío y en lo empobrecida que habría sido mi vida sin ellas. Pienso en el mar de Ross de la Antártida en enero de 1993, en escalar un acantilado con un compañero del M.V. Greenpeace y sentarnos en la cima, contemplando la bahía a nuestros pies. Aquella fue una expedición larga y ardua en la que escudriñamos el océano en busca de buques balleneros que no querían ser descubiertos. Varios días antes, la Antártida nos lo había puesto difícil, bombardeando el barco con vendavales furiosos y olas gélidas hasta que el buque quedó cubierto de una fina capa de hielo. Cuando la tormenta amainó y el hielo se rompió, mi compañero y yo aprovechamos para pisar tierra.

    El viento feroz nos mordía las franjas de piel al descubierto y nos hundimos en las bufandas y capuchas que llevábamos envueltas alrededor de la cabeza. Entonces, de repente, el viento cesó. Durante un momento solo hubo silencio. Nos miramos y sonreímos.

    No dijimos nada. No hacía falta. Nos quedamos sentados allí, sobre un acantilado en la Antártida. Sonriendo. En el silencio.

    En el frío.

    Kieran Mulvaney escribe sobre temas medioambientales y de fauna. Entre sus libros figura At the Ends of the Earth: A History of the Polar Regions. Cuando no recorre el Ártico y la Antártida —su noveno viaje fue este año—, Mulvaney vive en la calidez relativa de Vermont.
    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.
    Duvanny Yar

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