La controvertida historia del pasaporte

El concepto de un pasaporte estándar a nivel mundial es relativamente nuevo, ya que fue creado tras la Primera Guerra Mundial.

Por Giulia Pines
Publicado 9 nov 2017, 4:16 CET

Las fotografías en blanco y negro y las películas distorsionadas grabadas con una cámara estática nos muestran una imagen clásica de los Estados Unidos de principios del siglo XX: un flujo constante de inmigrantes, destinados en su mayoría a pasar por la isla de Ellis. Allí se les sometía a un chequeo rutinario de enfermedades, eran interrogados y, en la mayor parte de los casos, se les autorizaba a seguir con su viaje. Esto era tarea fácil al carecer de un estándar mundial de documentos identificativos. Pero ahora, a medida que las políticas migratorias pasan a un primer plano en todo el mundo, es difícil imaginar cómo se las arreglaban sin dichos estándares.

Los pasaportes actuales, con sus microchips, hologramas, fotos biométricas y códigos de barras, pueden parecer un logro maravilloso de la tecnología moderna, especialmente si tenemos en cuenta que sus orígenes se remontan a épocas bíblicas. Siglos atrás, el sauf conduit o salvoconducto se asignaba para garantizar al enemigo un «paso de entrada y salida por un reino con el propósito de establecer negociaciones», explica el historiador Martin Lloyd en su libro The Passport: The History of Man’s Most Travelled Document. Este documento era un juramento por escrito que actuaba como una especie de acuerdo de caballeros: dos gobernantes reconocían la autoridad del otro y acordaban que traspasar una frontera no provocaría una guerra.

Es evidente que no es nada fácil hacer cumplir las leyes cuando no existe un acuerdo sobre ellas. Esto cambió en 1920, cuando la idea de un estándar mundial para pasaportes surgió tras la Primera Guerra Mundial en parte de la Sociedad de Naciones, un organismo al que se le encargó la difícil tarea de mantener la paz. Un año después, reconociendo quizá una oportunidad política, Estados Unidos aprobó la Ley de Cuotas de emergencia de 1921 y posteriormente la Ley de Inmigración de 1924, que limitaban la entrada de inmigrantes. ¿Cuál era la emergencia? El gran número de recién llegados de países que suponían una amenaza al «ideal de la hegemonía estadounidense». ¿Cómo identificar el país de origen de los inmigrantes? Mediante un nuevo pasaporte, por supuesto.

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    Banderas
    Los hijos de los inmigrantes detenidos o que están esperando ondean banderas americanas en una azotea de la isla de Ellis en torno al año 1900.
    Fotografía de Jacob A. Riis, Museo de la ciudad de Nueva York/Getty Images

    El pasaporte, diseñado por una organización occidentalista que trataba de gestionar un mundo de posguerra, estaba prácticamente destinado a ser un objeto de libertad para los aventajados, pero una carga para los demás. «Un pasaporte es una especie de escudo, cuando eres un ciudadano en una democracia adinerada», explica Atossa Araxia Abrahamian, autora del libro The Cosmopolites: The Coming of the Global Citizen. En él, Abrahamian, ciudadana suiza nacida en Canadá y de padres iraníes, disecciona la construcción de la ciudadanía: «No tengo un vínculo emocional particularmente fuerte hacia ninguno de mis pasaportes: los veo como accidentes de nacimiento y no me identificaría con ninguna nacionalidad si no tuviera que hacerlo».

    Al igual que Abrahamian, los críticos de la resolución de 1920 argumentaban que no se trataba tanto de crear una sociedad más democrática de viajeros del mundo, sino de establecer un control, incluso dentro de las propias fronteras de un país. A principios del siglo XX, las mujeres estadounidenses casadas figuraban literalmente como nota al pie en los pasaportes de sus maridos, según informa Atlas Obscura. No se les permitía cruzar fronteras solas, mientras que los hombres casados disfrutaban, cómo no, de libertad de circulación.

    Una familia de inmigrantes
    Una familia de inmigrantes transporta sus maletas por la isla de Ellis en torno al año 1905.
    Fotografía de Glasshouse Images/Alamy Stock Photo

    Algunas naciones previeron las implicaciones más negativas del pasaporte y alzaron la voz en contra de lo que consideraban la dominación occidental, según explica Mark Salter en el libro Rights of Passage: The Passport in International Relations. «Aunque muchos países querían deshacerse de la idea del pasaporte, debido a que unos pocos países aún se aferraban a él, el hecho era que no podían permitirse no tener un pasaporte». Este caso aparecería —junto a grandes dosis de ira— de forma astuta y silenciosa en la literatura de viajes del siglo XX, incluyendo las obras de Paul Bowles y Joan Didion. Al parecer, a nadie le gustaba la idea de ser etiquetado, empaquetado y deshumanizado en las páginas de un pasaporte, pero nadie podía moverse sin uno.

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    En los últimos años, los pasaportes se han enfrentado a una crisis de identidad del siglo XXI, convirtiéndose en un bien codiciado, al igual que las propiedades inmobiliarias o las obras de arte. Algunos países han abierto deliberadamente sus fronteras al mayor postor, además de a un mercado negro de pasaportes robados y falsos. «Cuando descubrí [durante mis investigaciones] que existía todo un mercado legal de pasaportes, eso confirmó que mi sentimiento de ciudadanía era algo bastante arbitrario», añade Abrahamian. Por ejemplo, en países como Malta y Chipre la ciudadanía básicamente está a la venta: el primero a cambio de más de 1 millón de dólares y el segundo a cambio de inversiones significativas.

    Más allá del uno por ciento de ricos, un panorama mundial cambiante de nuevos estados, fronteras variables y políticas étnicas discriminatorias son aspectos que han reforzado a los apátridas: aquellos que no poseen la nacionalidad de ningún país. En el mundo hay al menos 10 millones de personas que son apátridas, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). A estas personas frecuentemente se les deniega un pasaporte y, como consecuencia, la libertad de movimiento. Estos extremos ilustran de nuevo lo turbia que es realmente nuestra noción de ciudadanía.

    Actualmente, según las estadísticas del Departamento de Estado de Estados Unidos, se emitieron 18,6 millones de pasaportes en 2016, el número anual más alto desde que se tiene registro. El popular buscador Passport Index ofrece formas de comparar pasaportes mediante marcadores interactivos. Revistas como Travel & Leisure anuncian sin parar a los ganadores de «mejor» y «peor» pasaporte en ránkings anuales. A medida que más y más naciones se unen al gobierno estadounidense en la tarea de jugar con la idea de las fronteras cerradas, vale la pena recapacitar de nuevo sobre la arbitrariedad esencial del pasaporte.

    Dependiendo de tu país de origen, un pasaporte puede garantizar un gran privilegio o un sufrimiento extremo. Podría equivaler a unas alas hacia el cielo o a una carga que soportar. El pasaporte no va a cambiar, pero las acciones concebidas cuidadosamente para modelarlo durante décadas hasta llegar al documento perfecto deben evolucionar a medida que nuestro mundo cambia. ¿Qué aspecto tendrá en el futuro?

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