Tras encumbrar el Everest, este explorador volvió a casa para enfrentarse a sus demonios
El fotógrafo Cory Richards comparte sus luchas más íntimas —contra el estrés postraumático, el alcoholismo, la infidelidad—y cómo encontró una forma de seguir adelante.
El 8 de abril, el explorador y fotógrafo Cory Richards —Aventurero del año 2012 de National Geographic— emprendió su tercera expedición para escalar el Everest.
Como relata Richards, entró en el mundo de las aventuras de alto riesgo cuando era un adolescente problemático para enfrentarse a sus demonios. Pero estos le persiguieron y durante años se convirtieron en alcoholismo, infidelidad y traumas tras un encuentro con la muerte.
Richards, que ahora tiene 35 años, afirma que está listo para escalar el Everest, y ha hecho las paces con su pasado a través de “una solución única: la sinceridad”. Ha contado la historia de su vida a audiencias de todo el mundo, ilustrándola con algunas de sus fotografías más famosas. A continuación presentamos algunos extractos.
Esta fotografía mía cuando tenía 3 años fue tomada en un campamento y cuenta algo sobre mis padres. Ellos pensaban que sacándonos a mi hermano y a mí al exterior e inculcándonos curiosidad por la naturaleza era fundamental para nuestro desarrollo, así que comenzaron con ese proceso muy pronto. Dicha curiosidad me ha ayudado durante toda mi vida.
Dicho esto, durante mi adolescencia me sentí como un inadaptado social. La verdad es que soy una persona muy incómoda e insegura. Siempre sentí que cambiaba continuamente, que no podía encajar en ninguna parte. Así que encontré mi identidad en las montañas porque ellas no me exigían ser algo más: podía ser simplemente yo mismo. Y en las montañas también descubrí muy pronto que la mayoría de las normas son arbitrarias. Que aquello que parece imposible, si se asume paso a paso, no lo es. Que si se divide el proceso, podemos lograr prácticamente cualquier cosa.
Empecé a ir al instituto dos años antes de lo normal, lo que fue tanto beneficioso como prejudicial. Cuando tienes 12 años y sales con gente de 18, estás en una esfera muy seductora que puede hacerte perder el rumbo. Cuando tenía 13 años había dejado de ir a clase y tomaba drogas. Mis padres se sentían mortificados mientras veían cómo mi vida se descarrilaba, así que me ingresaron en un centro para tratar mis problemas de conducta, un lugar en el que pensaban que estaría seguro.
Pero aquel sitio fue horrible. Estuve allí durante 8 meses y al final lo que aprendí no fue que yo fuera un miembro joven y valioso de la sociedad, sino que estaba roto por dentro y necesitaba que me arreglaran. Debido a esa lección, me escapé tres veces de rehabilitación. Debido a esa idea tóxica que había aprendido, y que todavía llevo conmigo, de que de alguna forma estaba estropeado y siempre lo estaría. Sigo luchando contra ello.
Uno puede imaginarse cómo mis acciones afectaron a mi familia. Al final, mis padres tuvieron que tomar la decisión de dejarme marchar. O bien me permitían todo o bien me dejaban ir, y la primera opción habría destruido a toda mi familia. Así que tomaron la mejor decisión para ellos, y no les culpo, pero me llevó a vivir como indigente durante una temporada.
Todo el tiempo que pasé en la calle fue esencial para mi desarrollo porque me dio una perspectiva sobre a qué se reduce la humanidad. Me proporcionó la capacidad de sentir empatía por aquellos que son menos afortunados. También me permitió ver la realidad de la condición humana: aquello de lo que somos capaces, en actos de agresión y amabilidad, y lo que es más importante, todo lo que podemos superar. Esa idea se extiende a todo lo que hago.
Me llevó muchos años —durante los que mis padres, mis amigos y mi familia volvieron a mi vida—, pero con el tiempo regresé a las montañas, el único lugar en el que me sentía seguro y con una identidad. La escalada es una alegoría maravillosa del esfuerzo humano. No creo que fuera coincidencia que finalmente la escalada, la exploración y la aventura me sacaran de esa etapa tan dura.
Cuanto más escalaba y más éxito tenía —ya que me convertí en escalador profesional y ganaba dinero con ello— también pude viajar más. Cuanto más viajaba, más desencantado me volvía con lo que hacía. No era que no adorase la escalada, pero había historias a mi alrededor que eran mucho más importantes y que necesitaban ser contadas. Empecé a sentirme ciego con la escalada, como si estuviera siendo egoísta. ¿Cómo podía yo, de orígenes privilegiados, emplear dichos privilegios para simplemente escalar una montaña y celebrarme a mí mismo, sin celebrar todo lo que había a mi alrededor? Las historias humanas que encontré eran increíbles, y quería contarlas.
En el invierno de 2010 y 2011, me pidieron que fuera al noroeste de Pakistán para escalar el Gasherbrum II, un pico de 8000 metros en la frontera con la India. La invitación era de unos escaladores veteranos: Simone Moro, italiano, y Dennis Urubko, de Kazajistán. Recuerdo que cuando alcanzamos los 7.620 metros yo ya sabía que íbamos a llegar a la cumbre ese día y que eso iba a cambiar mi vida. Lo que no sabía era lo que ocurriría a continuación.
Cuando subimos como equipo, me convertí en el primer estadounidense en llegar a la cumbre de uno de los picos de 8.000 metros de altura en invierno. Después, bajamos, y en el descenso el tiempo comenzó a empeorar bastante. Nevaba cada vez más y escuché un ruido de rotura detrás de mí, y luego algo que sonaba como un tren de mercancías. Grité "¡avalancha!", pero uno se puede imaginar cómo es intentar correr entre la nieve que te llega hasta la mitad del muslo.
Nos dio de lleno y sentí cómo entraba en un mundo mucho más oscuro de lo que jamás habría imaginado mientras daba vueltas sobre mí mismo y sentía que el peso de mi cuerpo me llevaba hacia abajo. Cuando me detuve, afortunadamente, mi cara no estaba cubierta por la nieve. Inmediatamente pensé: "Bueno, Simone y Denis están muertos y voy a tener que bajar de la montaña yo solo". Pero de repente escuché la vocecilla chillona y con acento italiano de Simone: "Cory, ¿estás bien?". Y le dije: "Tío, claro que no estoy bien". Sentí sus manos mientras excavaba para liberarme y tan pronto como salí de la nieve lo suficiente como para moverme, saqué mi cámara. La volví hacia mi cara y saqué la que probablemente es mi fotografía más conocida: mi mueca cubierta de hielo.
Parece como si en ese momento tuviera 90 años. Es horrible. ¡Mi madre ni siquiera podía reconocerme en esa foto! Pero quiero destacar algo muy serio aquí: lo que veo en esa cara es un trauma grave. Veo una vida a punto de fragmentarse.
Los tres estuvimos al borde de la muerte. Cuando el cerebro se prepara para la muerte de la forma en la que el mío lo hizo, pasa algo bastante divertido: se queda atrapado en la experiencia. Y si no encuentras una solución, ese conflicto pasa a llamarse trastorno de estrés postraumático. Bajé del Gash II aquel día sin saber de la grave y profunda aflicción que me provocaría de por vida.
Volví a casa y me casé. Teníamos amigos increíbles. Pero inmediatamente después de volver de esta aventura, empecé a sentir desvinculación, ese sentimiento de que de alguna forma estaba mirando mi vida desde fuera de la misma. Sentí un peso increíble sobre mí, empujándome. No podía recordar algunas cosas. Era una especie de silencio estridente, una monotonía con bordes afilados.
Y lo que es peor, esto se convirtió en mi vida: estar en el escenario delante de todo el mundo y contar la historia, enseñar las fotografías y ver mi película de cómo lloro tras la avalancha, una y otra vez. Es algo que te traumatiza de nuevo, pero al mismo tiempo no me daba cuenta de lo que pasaba.
Sin embargo, el Gash II no solo me provocó un trastorno. También me permitió entrar en National Geographic. Por casualidad, cuando escalábamos, encontramos un campamento militar pakistaní justo al lado de nuestro campamento base. Empecé a sacar fotos de estos jóvenes militares. Teníamos Internet y estos hombres querían ver películas, así que normalmente venían a nuestro campamento a tomar té. También me pedían si podían utilizar mi Facebook, y yo les dejaba. Ahora tengo cientos de amigos que se llaman Mohammed, Farouk y Ahmed, y por eso estoy en la lista de la Transportation Security Administration... pero es igual, son cosas que pasan.
La verdadera belleza de todo esto fue el acceso a sus vidas que ellos me dieron. Fue un ejercicio de intimidad que me enseñó a acercarme a la gente. Y esas fueron las fotos que me abrieron las puertas a los editores de National Geographic, imágenes que tienen impacto, que cuentan historias más amplias que necesitan atención. Hacer ese tipo de fotografía se ha convertido en mi fuerza motora.
Mi primer encargo para la revista fue ir a la frontera entre Nepal y el Tíbet, a una zona llamada Mustang. Escalamos para alcanzar un complejo de cuevas, cientos de las cuales habían sido excavadas en acantilados a unos 45 metros sobre el suelo del valle. Acceder a ellas podía resultar una actividad traicionera: una vez, mientras intentaba escalar hasta una de ellas, uno de los asideros se rompió y caí unos 6 metros, lesionándome la espalda.
Queríamos ir a esos sistemas de cavernas para descubrir sus misterios. Buscábamos criptas de sepultura porque ahí encontraríamos restos humanos, donde podríamos encontrar dientes. Y los dientes tienen estroncio, un elemento que se encuentra en el esmalte dental y que muestra en qué lugar del planeta has nacido, basándose en lo que tú y tus ancestros comíais y bebíais. Así que si encuentras un diente en una parte del mundo pero el estroncio indica que esa persona nació en otro lugar, podrás empezar a establecer un precioso patrón de las migraciones humanas y el comercio.
¿Por qué es esto tan importante? ¿Por qué necesitamos estudiar nuestro pasado? Para empezar a entender dónde prosperamos y donde metimos la pata. Somos una especie explotadora y si explotamos nuestros recursos demasiado, todo empezará a derrumbarse. Cuando los humanos cometen errores, estos no son solo nuestros, sino que tienen un impacto sobre todo a lo que nos rodea.
Otro de mis encargos posteriores fue al archipiélago de Fritjof Nansen, en el Ártico ruso. Es importante para nosotros entender un lugar como ese, debido a que es un ecosistema intacto en un 99 por ciento que nos proporciona una base de referencia hermosa y pura para estudiar el cambio climático provocado por acciones humanas. Nos muestra los efectos que tenemos sobre el planeta: si lo hubiéramos visitado hace 100 años, las vistas hubieran sido de un blanco sin fin. En su lugar, encontramos a un oso polar que caminaba sobre uno de los últimos terrenos nevados. Esta fotografía es una de las más desgarradoras que he sacado. Si nuestro hogar se está desintegrando a nuestro alrededor, pronto nos quedaremos sin casa, y son estos los problemas a los que debemos empezar a prestar atención.
Otro de los encargos comenzó en las tierras altas de Angola. El país había sido devastado por una sangrienta guerra civil de 30 años durante la cual se había preservado el ecosistema, manteniendo a personas y vida salvaje lejos de ciertas áreas. Nuestro trabajo era descender los 1.930 kilómetros de una cuenca fluvial inexplorada. Empezó como un viaje de seis semanas pero acabó durando cuatro meses. El conflicto había mantenido a salvo el entorno natural, pero tan pronto como las minas antipersona se extraigan del suelo, la gente comenzará a establecerse y a explotarlo, extrayendo sus recursos. Es realmente importante entender quién utiliza el agua, dónde y cómo, ya que todo está interconectado. ¿Por qué es tan importante una cuenca fluvial en Angola? Debido a que en el África meridional hay una gran llanura de inundación llamada el Delta del Okavango. Se inunda anualmente y supone el corazón latente de esa zona: cuando las aguas la invaden, las migraciones de animales acuden a ella, y cuando se seca, se marchan.
Prácticamente cada litro de agua que entra en el delta procede de las tierras altas de Angola. Pero el país, que busca nuevas formas de ganar dinero, quiere encontrar tantas fuentes como sea posible. Así que no es una historia exclusivamente sobre una cuenca fluvial, sino sobre países que se unen para encontrar un punto en común que resulta alegórico para todos nosotros. No somos independientes los unos de los otros, por ello debemos tomar mejores decisiones colectivas como familia humana.
Mientras trabajo me sentía conectado a todo. Pero después volvía a casa y me sentía desconectado. Me sentaba en silencio y sentía ese dolor que me dominaba, cuya fuente desconocía. No sabía que procedía del trauma de mi adolescencia y del trauma de la avalancha. Sentía que me retiraba poco a poco hacia este profundo sentimiento de soledad y sentí cómo en un momento concreto la oscuridad dentro de mí hizo erupción y simplemente se convirtió en una oscuridad que me rodeaba. Intenté escalar el Everest en 2012 y fracasé debido a un ataque de pánico en la parte baja de la montaña. Fue ese viaje el que llevó al diagnóstico de trastorno de estrés postraumático.
Como muchas otras personas hacen en esta situación, empecé a beber mucho. Me levantaba por la mañana y me prometía que podría llegar sin beber a la "happy hour", pero después a las 3 de la tarde ya tomaba un trago. La hora del día fue retrocediendo cada vez más. No me preocupaba porque no estaba borracho en público, para que nadie se diera cuenta. Pero seguí bebiendo para alejarme de todo lo que sentía. No quería reconocerlo, pero estaba empezando a tener un grave problema con el alcohol.
En el trabajo no lo hacía tan a menudo porque me sentía totalmente saciado: estaba despierto, apasionado, era creativo, todo cosas sanas. Pero finalmente, ir a trabajar no fue una vía de escape suficiente.
En 2014 me uní a un equipo que se dirigía a Burma y a Hkakabo Razi, un pico que, según decían, era el más alto en el sureste asiático. Escalar el granito y los glaciares supuso el segundo obstáculo; el primero fue alcanzar la cima atravesando 240 kilómetros de densa jungla. En esa caminata, dispuse de incontables horas de sudor para reflexionar sobre qué era lo que intentaba evitar mediante el alcohol y otras adiciones. Mi vida entró en una fase de profundo alivio.
Me daba miedo volver a las montañas, escalar, decepcionar a todo el mundo. Todas las inseguridades que intentaba evitar yendo a las montañas, regresaron. Mis compañeros no lo supieron, pero había ocasiones en las que literalmente apenas podía moverme. Tras 40 días atravesando la jungla y 10 días escalando, vimos finalmente la cumbre por primera vez. Pero apenas 24 horas después, nos enfrentamos a un terreno y a una meteorología brutales, así que nos dimos la vuelta. Fracasamos. Fracasé. Y no creo que el éxito o el fracaso del viaje fueran culpa mía, pero sé que el peso del dolor que llevaba dentro me estaba hundiendo.
Cuando miro atrás y contemplo mi vida, veo muchos grandes fallos que han terminado convirtiéndose en pequeños éxitos. Otras personas no los veían porque no vivía de forma sincera. Tras la apariencia de una extraordinaria carrera, yo me estaba derrumbando. La gente veía mis hazañas en las redes sociales, pero nunca me habían visto borracho en una habitación de hotel, solo, tras haber dado una charla. Estaba siendo deshonesto con quienes me rodeaban, y el espacio entre mi fachada y la realidad se agrandaba cada vez más.
Sabía que tendría que volver a casa a un matrimonio que había descuidado y que estaba fracasando porque era un mal marido. Había engañado, y con frecuencia. Era profundamente infiel y después mentía sobre ello. Intenté ahogar mi vergüenza en alcohol e intenté ahogar ese mismo alcoholismo en el afecto de otros. Y simplemente lo empeoraba cada vez más.
En un mes, hice saltar por los aires mi matrimonio, destruí una relación con mi principal patrocinador de escalada y dejé la empresa de producción que había fundado con mis dos amigos. Simplemente reduje mi vida a cenizas. Y me sentí de nuevo como el niño que había sido una vez, el niño que salió del sistema y era un indigente a los 13 años. Estaba solo en la oscuridad, buscando respuestas.
Y después, de forma providencial, el mismo salvavidas que me habían dado en la infancia llegó a mí: me pidieron que volviese al Everest.
Todo empezó a conectarse. En mayo de 2016 volví con un nuevo compañero de escalada, Adrian Ballinger. Queríamos traer a la gente con nosotros al Himalaya a través de las redes sociales. En Snapchat, el hashtag #EverestNoFilter nos mostraba a Adrian y a mí haciendo el tonto la mitad del tiempo, pero nos proporcionó un medio para contar una historia auténtica. Piénsalo: la gente conecta mucho más cuando dejamos de enseñar solo la parte hermosa y empezamos a compartir también la parte real.
Queríamos llegar a la cumbre del Everest —8.848 metros de altura— sin oxígeno de suplementario. Cuando Adrian vio que le era difícil a aproximadamente 8600 metros de altura, decidió poner fin a su intento de forma desinteresada y dejarme continuar a mí. Fue su decisión de dar la vuelta lo que me permitió alcanzar la cumbre el año pasado. Este año, mi principal objetivo es ayudarle a llegar a la cumbre.
Como guinda a la escalada del año pasado, Adrian y yo habíamos planeado grabar un Snapchat desde la cima del mundo. Más tarde, cuando llegué —esta es la vista— abrí Snapchat y mi teléfono se apagó. Qué final tan bueno, en serio. Corrí tan rápido como pude para regresar al campamento.
Las lecciones empezaron a acumularse en ese momento y en los meses siguientes. Pensé que el Everest sería algo así como un acto de catarsis, que rompería la oscuridad en la que estaba, resolvería el estrés postraumático y haría que mi sentimiento de culpabilidad se desvaneciera. Pensé que sería un fénix resurgiendo de las cenizas. Pero lo que descubrí en su lugar fue que había tenido que correr hasta el punto más alto del planeta para escapar de mi verdad, y ya no podía seguir escondiéndola. De forma alegórica, el Everest es el punto desde el cual el resto de las cosas fluyen, o al menos eso es lo que veo aquí. Es desde ahí desde donde tuve que descender hacia todo aquello a lo que tendría que enfrentarme.
¿Por qué hablar públicamente de mi divorcio, de estrés postraumático, alcoholismo e infidelidad y confundir toda la conversación con aventuras y un río africano? ¿Adónde quiero llegar? La respuesta es simple: todo está unido. Nuestros problemas personales son inseparables de nuestros problemas globales. ¿Qué hacemos para solucionar el cambio climático y cómo contribuimos a ello? ¿Cuáles son las soluciones para la corrosión de las culturas? ¿Cómo enfocamos el conflicto y cuidamos de aquellos afectados por él? ¿Dónde están las voces para quienes no tienen voz y qué nos dirían?
Para mí, todo tiene una única solución: la sinceridad. La verdad importa porque no es solamente mi historia. Es nuestra historia.