El hombre que ha visitado todos los países del mundo
Durante su recorrido por 196 países conoció el sabor de la carne de camello viejo y descubrió que el papel higiénico es el mejor indicador económico.
1 de abril del 2015
Albert Podell, ex editor de la revista Playboy, hizo realidad un sueño compartido por muchos pero que pocos logran hacer realidad: viajar a los 196 países de la Tierra.
Tardó 50 años en completar un viaje durante el cual lo persiguió un búfalo de agua, se rompió unos cuantos huesos, comió de todo, fue detenido, le robaron y estuvieron a punto de lincharlo. Pero vivió para contarlo y ahora lo hace en un nuevo libro Around the World in Fifty Years: My Adventure to Every Country on Earth (La vuelta al mundo en cincuenta años: mi aventura en todos los países de la Tierra).
Desde su casa de Nueva York aborda cuestiones espinosas como la definición de estado, nos señala el mejor lugar para comer ratón a la barbacoa, explica por qué los smartphones acaban con el espíritu aventurero de los jóvenes, y aclara por qué su lugar favorito sigue siendo Estados Unidos.
Frank Zappa dijo una vez que no se puede ser un país si no se tiene cerveza propia y una línea aérea, pero no es tan sencillo, ¿no crees?
En esa cita Frank Zappa también decía que tener una bomba nuclear ayuda, pero la cerveza es lo principal [ríe].
Entonces, ¿qué es un país? La Convención de Montevideo sobre Derechos y Deberes de los Estados, de 1933, enumera cinco criterios para ser un estado, pero en esta época lo que manda en última instancia es lo que las cinco superpotencias aceptan como tal. Todo el mundo reconoce que los miembros de la ONU, los 193, son países.
La mayoría de la gente también reconoce a Taiwán como país, pero por desgracia no es miembro de la ONU por el bloqueo de China. Kosovo también es un estado, pero de nuevo no es miembro de la ONU porque Rusia lo bloquea. El Vaticano, a pesar de que es pequeño y tiene poca población, es un estado reconocido. Sin embargo, la Santa Sede ha preferido mantener su estatus como observador en la ONU en lugar de ser miembro de pleno derecho, para poder tener mejores relaciones diplomáticas. Así que ahí están los 196.
¿Eres la única persona tan loca como para emprender ese viaje, o hay un club de los 196?
Buena pregunta. No hay ningún club. Hay un grupo que se autodenomina “Las personas más viajadas del mundo”. En general son un montón de ricachones con yates. Van todos en tropel a Filipinas o a Indonesia, donde hay unas diez mil islas, y cada vez que paran en una isla se apuntan otra muesca en la culata.
Hay otra gente que cuenta como país todo lo que fue país alguna vez. Pero yo solo cuento como países a los estados que son estados hoy. Por esa razón borré de mi lista la Unión Soviética, Alemania Oriental y Vietnam del Sur.
No existe ningún organismo internacional que organice todo esto, así que es difícil saber quién ha estado en todos los países. Yo llevo años intentando dar con un colega, con un compañero. Mi amigo Tony Wheeler, fundador de Lonely Planet, dice que ha encontrado tres personas que afirman que han estado en todos los países. Yo he comprobado a otras dos personas que dicen haberlo hecho, y no quiero usar la palabra “tramposos”, pero se escaquearon. No han ido a Somalia. Han estado en Hargeisa, la capital de Somalilandia, pero Somalilandia no es un estado reconocido.
Provienes de una familia de Brooklyn que nunca viajó más allá de Boston. ¿Qué pasó ahí?
[Ríe] Que yo sentí que tenía que haber una forma más interesante de vivir que la de no viajar nunca. Empecé a coleccionar sellos con seis años. Me fascinaban esos pedacitos de papel de colores, y enseguida quise tener uno de cada país. Me atraía mucho imaginar de dónde venían y cómo eran todos esos animales y culturas diferentes.
Después, sobre los ocho años, empecé a leer ¿a que no adivinas qué? National Geographic. Y me enganché a los países del mundo. Pensé “tengo que ir a conocerlos todos”.
Tu vida de viajero empezó con otro récord mundial. Háblanos de tu maratón en coche.
Yo era editor de Argosy, una revista para hombres sobre aventura, caza y pesca. Había enviado redactores por ahí con encargos de todo tipo: en trineo por Groenlandia, en bicicleta desde El Cairo hasta Ciudad del Cabo...
Y a los tres o cuatro años me dije “ya está bien de tanto estilo indirecto, quiero salir y hacerlo yo”. Así que uní fuerzas con uno de nuestros redactores. Contratamos a otras tres o cuatro personas y formamos lo que yo bauticé como la Expedición TransWorld. La idea era batir el récord del viaje en ininterrumpido el coche más largo del mundo.
Otros viajes, casi todos hechos por británicos, seguían una ruta de París a Pequín. Pero la Tierra es más protuberante en el Ecuador, así que pensamos que si conducíamos más cerca del Ecuador, podríamos recorrer más distancia.
Fuimos en barco a Cherburgo, en Francia, después hasta Marruecos, y recorrimos el norte de África. Seguimos siempre tan cerca del Ecuador como nos fue posible, a pesar de las guerras y los incidentes que interferían.
Tardamos mucho más de lo que esperábamos. Yo había calculado que serían entre seis y ocho meses, pero tardamos 581 días y solo llegamos dos al final ―mi codirector, Steve, y yo. A un compañero lo mató el Vietcong en Camboya, y otros dos se retiraron por enfermedades tropicales.
Yo he estado en 72 países, pero mi mujer siempre me dice que hago trampa porque cuento algunos en los que solo he hecho escala en el aeropuerto. ¿Qué criterio sigues tú para contar un país como visitado?
No me gusta decir que has hecho trampa, pero según mi estándar me temo que es así. Mis criterios son estos:
1. Tiene que ser un estado reconocido en el momento de la visita.
2. Debes tener un visado o entrar legalmente.
3. Tienen que sellarte el pasaporte.
4 y 5. Se puede ser un poco flexible, pero pienso que hay que visitar al menos la capital, permanecer allí veinticuatro horas, y si es posible atravesar el país en una dirección.
La visita tiene que ser real. Cuando se hace escala, normalmente ni se cruza la aduana, así que diría que tiene razón tu mujer. Te has casado con una mujer inteligente. [Ríe].
¿En qué situación has pasado más miedo de entre todos tus viajes?
Sin duda, cuando estuve a un minuto de que me ahorcaran, en Pakistán Oriental. Mi expedición había entrado en esa zona varias horas antes de que empezase la guerra con la India, en 1965. Llegamos a Daca, la capital de lo que entonces era Pakistán Oriental, actual Bangladesh, y oímos que los pakistaníes iban a hacer una manifestación contra la Agencia de Información estadounidense porque habíamos proporcionado mucho equipamiento militar a la India.
Yo quería hacer unas cuantas fotos. Había un edificio magnífico al otro lado de la calle, en diagonal, con amplios balcones y una balaustrada en la que podía ocultarme para hacer las fotos. Así que crucé la calle, subí cuatro pisos, salí al balcón, y estaba a punto de empezar a hacer fotos cuando me sorprendieron dos soldados. Resultó que el edificio era el Ministerio de Defensa paquistaní. [Risas].
Me arrastraron hasta una sala en la que había unos cuarenta miembros de protección civil gritando “¡Espía indio, espía indio, que lo cuelguen!”. Entonces el conserje salió y volvió con una cuerda, la lanzó por encima de una viga, hizo un lazo y me lo puso al cuello. Pensé que ese iba a ser mi final.
Tienes un método muy especial para establecer un ranking de países. Háblanos del PPPR.
Significa “Podell Potty Paper Rating” (clasificación del papel higiénico de Podell). Te puedes echar horas leyendo los estudios que publica el Banco Mundial o el FMI, pero yo he comprobado que la mejor forma de saber en qué situación está un país, económica y socialmente, es entrar en un baño público y fijarse en el papel higiénico.
Tengo siete categorías, empezando por la mejor, que es el papel blanco y suave. De ahí va bajando a: blanco áspero, marrón áspero, violeta, verde y otros colores, hojas de periódico, o ausencia total de papel, solo un cubo con agua.
El nivel más bajo, el número siete, es cuando no hay váteres públicos. El único sitio al que le he puesto provisionalmente un número siete es mi ciudad natal, Nueva York. [Risas] Conozco solo tres váteres públicos en toda la ciudad.
Has comido cosas bastante curiosas durante tus viajes. Venga, déjame asqueado.
Como casi de todo salvo especies en peligro de extinción. He comido sesos de mono vivo en Hong Kong. He comido carne de camello viejo, que se te deshace en la boca y te crea una película de grasa.
Una de mis dos retos personales era comerme un ratón. En Malaui comen ratones, pero no encontraba a nadie allí que me indicase un lugar donde comer ratón a la parrilla, porque lo consideran un vestigio de la época colonial, cuando la gente era tan pobre que tenía que sacarlos de sus agujeros para comérselos.
Pero al final, el último día, encontré a un anciano que por diez dólares aceptó llevarme al campo, a una barbacoa en la que servían ratones enteros. Llegamos allí a las cuatro de la tarde. El tío que hacía la barbacoa ya estaba recogiendo. Me gruñó, me dijo “no sé qué costumbres tendréis los estadounidenses, pero aquí en Malaui comemos ratón sólo a mediodía. Y ya hemos cerrado”. [Ríe a carcajadas].
La generación de mi hijo, que tiene veintiocho años, no tiene tanto espíritu aventurero como teníamos nosotros. ¿A qué crees que se debe? ¿Y qué se están perdiendo?
Muy buena pregunta. Para empezar, viven sus aventuras indirectamente a través de los videojuegos. También están acostumbrados a tener el mundo literalmente en la palma de su mano, con Internet. Si quieren ver París, hay veinte o treinta webcams por la ciudad que se lo enseñan.
Creo que otra explicación es que en el mundo hay mucha inestabilidad política. Yo no soy sociólogo, pero creo que sería interesantísimo hacer un estudio sobre por qué son tan cautos. Esto se puede aplicar especialmente a los jóvenes estadounidenses. Los jóvenes viajeros que me he encontrado venían países como Nueva Zelanda, Australia, Alemania, Francia, Canadá o Gran Bretaña. A los estadounidenses les pone nerviosos salir al mundo.
¿Cuáles son los cambios más importantes que has observado en estos cincuenta años viajando?
El mayor cambio es que se ha hecho mucho más difícil viajar de esta forma. Cuando dimos la vuelta al mundo en 1965-66, comentamos que atravesar China era más difícil para nosotros de lo que había sido para Marco Polo, a pesar de que las carreteras son mejores y de que teníamos un todoterreno.
Y durante los últimos cincuenta años ha empeorado aún más. Imagina que quisieras seguir mis pasos. No creo que hoy sobrevivieras en Siria ni en Irak, con el ISIS. No creo que pudieras cruzar Afganistán. Y olvídate de Yemen, los hutíes se han apoderado del país. Sudán del Sur es el país del mundo que tiene más reciente la independencia, y yo tenía grandes esperanzas puestas en él, pero se está yendo al garete. Somalia sigue siendo un sitio a evitar. Todo es complicado.
El otro cambio importante que he notado es la actitud de los extranjeros hacia los Estados Unidos. Cuando viajé por primera vez, en los años sesenta, prácticamente todo era adulación. Valoraban de verdad que hubiésemos ayudado a reconstruir Europa y otros países después de la Segunda Guerra Mundial, y que fuésemos el baluarte de la democracia, frente a la “malvada” Unión Soviética. Ahora que el “imperio del mal” ya no existe, y en su lugar hay muchos demonios más pequeños, somos como el matón del barrio, y a muchos países les molesta.
Un cambio importante y positivo que he notado se da en África, donde todavía están en éxtasis por la elección y la reelección del presidente Obama. Están encantados con la idea de que los ricos y poderosos Estados Unidos puedan elegir un presidente negro. Significa que si ellos emigrasen y tuviesen hijos, sus hijos podrían llegar a ser presidentes. También demuestra que creemos de verdad en la democracia.
Y seguro que esta pregunta te la hace todo el mundo: ¿cuál es tu país favorito?
Si me obligas a decirlo, mi país favorito es Estados Unidos. Tenemos algunos de los paisajes más espectaculares del planeta: los bosques de secuoyas, el Parque Nacional de los Glaciares, el monte Rainier, los paisajes otoñales de Nueva Inglaterra... Somos una sociedad heterogénea. En Nueva York hay gente de todas las razas, credos y colores del mundo, y todos se entienden.
Pero si tuviese que elegir otros países, serían Nepal y Suiza en cuanto a paisajes. Por gastronomía me quedaría con Vietnam, Tailandia y Francia. Y por cultura, Francia, Inglaterra, España y Egipto.