Lo que aprendí documentando la muerte del último rinoceronte blanco del norte macho
Una fotógrafa aprendió lecciones indelebles del rinoceronte y las personas que intentaron salvar a su especie.
Este artículo aparece en el número de octubre de 2019 de la revista National Geographic.
Empecé mi carrera cubriendo conflictos. A los 26 años, había ido a lugares como Kosovo, Angola, Gaza, Afganistán y Cachemira. Me convencí de que el motivo de visitarlos era documentar la brutalidad. Pensé que las historias más impactantes son aquellas provocadas por la violencia y la destrucción. Aunque la importancia de arrojar luz sobre el conflicto humano no debe minimizarse, centrarme solo en ello convirtió mi mundo en una película de terror.
Pero poco a poco, mientras cubría un conflicto tras otro, me quedó claro que los periodistas también tienen la obligación de iluminar aquello que nos une como seres humanos. Si decidimos buscar lo que nos divide, lo encontraremos. Si decidimos buscar lo que nos une, también lo encontraremos.
En aquellos años en zonas de guerra, tuve una epifanía: las historias sobre las personas y la condición humana también tratan de la naturaleza. Si profundizas lo suficiente en cualquier conflicto humano, encuentras una erosión del vínculo entre los humanos y el mundo natural que los rodea.
Estas verdades se convirtieron en guías personales cuando conocí a Sudán, un rinoceronte blanco del norte y también el último macho de su especie.
Vi a Sudán por primera vez en 2009 en el zoológico de Dvůr Králové, en Chequia (la República Checa). Recuerdo el momento exacto. Rodeado de nieve en su recinto de ladrillo y hierro, Sudán estaba siendo entrenado para aprender a meterse en la caja gigante que lo transportaría casi 6400 kilómetros al sur, a Kenia. Se movía despacio y con cautela. Incluso se detuvo a oler la nieve. Era apacible, descomunal, sobrenatural. Sabía que estaba ante un ser antiguo cuya creación había llevado millones de años (el registro fósil sugiere que su linaje tiene más de 50 millones de años) y cuya especie había recorrido gran parte de nuestro planeta.
Aquel día de invierno, Sudán era uno de los ocho rinocerontes blancos del norte vivos que quedaban en el mundo. Hace un siglo había cientos de miles de rinocerontes en África. A principios de los años 80, la caza había reducido su población a unos 19 000 ejemplares. Los cuernos de rinoceronte, al igual que nuestras uñas, son simple queratina y carecen de poderes curativos especiales. Sin embargo, personas de todo el mundo los consideran valiosos antídotos para males que oscilan de la fiebre a la impotencia.
Cuando conocí a Sudán, todos los rinocerontes blancos del norte restantes vivían en zoos, a salvo de la caza furtiva, pero con poco éxito reproductivo. Los conservacionistas habían tramado un plan atrevido para transportar a cuatro rinocerontes en avión a Kenia. Se esperaba que el aire, agua, alimento y espacio de su hábitat ancestral estimulara a los rinocerontes. Se reproducirían y sus crías podrían repoblar África.
Cuando oí hablar de este plan, me pareció algo sacado de un cuento infantil. Pero enseguida me di cuenta de que se trataba de una iniciativa desesperada y de última hora para salvar a una especie. El zoo de Dvůr Králové, el área de conservación Ol Pejeta, el Servicio de Fauna Silvestre de Kenia, Fauna & Flora International, Back to Africa y el área de conservación de Lewa se habían esforzado para posibilitar el traslado. En una gélida noche de diciembre, los cuatro rinocerontes abandonaron el zoo de Dvůr Králové en Chequia en camino al área de conservación Ol Pejeta, en Kenia.
¿Cómo llegamos al extremo de tener que tomar medidas tan desesperadas? Resulta asombroso que la demanda de cuerno de rinoceronte basada en poco menos que la superstición haya provocado la masacre al por mayor de una especie. Pero es alentador que un grupo de personas dispares se uniera para intentar salvar algo único y preciado, algo que, de dejarlo escapar, desaparecería para siempre.
Conocer a Sudán en Chequia cambió la trayectoria de mi vida. En la actualidad, mi labor no se centra solo en la condición humana. Cuento historias sobre la naturaleza y, al hacerlo, cuento historias sobre nuestro hogar, nuestro futuro y la interdependencia de todos los seres vivos.
Nueve años después del traslado, recibí una llamada: debía acudir enseguida a Kenia. Con 45 años, Sudán era un ejemplar anciano para su especie. Había tenido una vida larga, pero ahora se moría. En sus últimos años, volvió a sus pastizales autóctonos, aunque siempre en compañía de guardias armados para protegerlo de los furtivos. Además, había saltado a la fama: lo habían llamado cariñosamente «el soltero más codiciado del mundo».
La muerte de Sudán no fue inesperada, pero impactó a mucha gente. Cuando llegué, estaba rodeado de personas que lo habían querido y protegido. Joseph Wachira, el hombre que aparece en la foto con Sudán y uno de sus dedicados cuidadores, se acercó para acariciarlo de nuevo detrás de la oreja. Sudán inclinó su pesada cabeza contra la de Wachira. Saqué una foto de dos amigos juntos por última vez.
En aquellos últimos momentos reinó un silencio interrumpido solo por la lluvia, el canto de una sola ave y el llanto ahogado de los cuidadores de Sudán. Estos cuidadores pasan más tiempo protegiendo a los rinocerontes blancos del norte que con sus propios hijos. Observar cómo muere una criatura —una de las últimas de su tipo— es algo que espero no volver a vivir. Fue como ver nuestro propio fin.
Quizá los rinocerontes blancos del norte no sobrevivan a la avaricia humana, pero queda un diminuto rayo de esperanza. Hoy en día solo quedan dos hembras en todo el mundo, pero se han elaborado planes para probar la fecundación in vitro para que se reproduzcan.
Para mí, no es una simple historia. Estamos presenciando la extinción en directo, ante nuestros propios ojos. La caza furtiva no cesa. Si la trayectoria actual de matanzas continúa, es muy posible que todas las especies de rinoceronte queden funcionalmente extintas durante nuestra vida. La desaparición de especies clave tiene consecuencias enormes en el ecosistema y en todos nosotros. Estos gigantes forman parte de un mundo complejo creado a lo largo de millones de años y su supervivencia está vinculada a la nuestra. Sin rinocerontes, elefantes u otros animales salvajes, sufrimos una pérdida de imaginación, de asombro, de posibilidades hermosas. Cuando nos consideramos parte de la naturaleza, comprendemos que salvar la naturaleza es salvarnos a nosotros.
Eso me enseñó Sudán.
Ami Vitale ha cubierto historias en más de 100 países. Su proyecto más reciente para National Geographic —sobre las jirafas— aparece en la revista de este mes.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.