Las cebras de Grévy sobreviven a la sequía con la ayuda de los humanos
En general, se desaconseja alimentar a la fauna silvestre, pero quizá sea la única forma de ayudar a esta cebra en peligro de extinción a sobrevivir a la sequía.
Las cebras de Grévy —loiborkoram en idioma samburu— son enormes. Pesan casi 450 kilogramos y son los animales salvajes más grandes de la familia de los équidos. Sus prominentes orejas parecen redondas desde lejos y sus rayas son más delgadas que las de las cebras de llanura. «Son animales asombrosos», afirma Belinda Low Mackey, cofundadora del Grevy’s Zebra Trust, con sede en Nairobi.
También están en grave peligro de extinción. Solo quedan 2000 adultos en estado salvaje y su área de distribución ha menguado de una franja considerable en el cuerno de África a unos cuantos puntos del norte de Kenia y al otro lado de la frontera, en Etiopía.
La caza en el siglo XX y la actual competencia por unos alimentos escasos con el ganado, que también pasta en su hábitat árido, han provocado la disminución de sus poblaciones. Desde 2009, la zona también ha sufrido sequías con regularidad, que marchitan la hierba que comen las cebras. En octubre, el fotógrafo Heath Holden acompañó a algunos de los guardabosques del Trust en el condado de Samburu, Kenia. La tierra estaba «sequísima», cuenta. «Todos los ríos se habían secado».
Combinados con el sobrepastoreo del ganado, estos fenómenos pueden aniquilar a muchas cebras de Grévy. Así que el Grevy’s Zebra Trust ha optado por alimentarlas. Han colocado fardos de heno a lo largo de las rutas que toman las cebras para ir a los abrevaderos en las estaciones secas de 2011, 2014, 2017 y el año pasado. El heno procede de una provincia vecina donde llueve más y se traslada en camión o en moto. En 2017, la peor sequía en la última década, el Trust colocó más de 3500 fardos de heno.
Pero ¿es correcto alimentar a los animales? En muchos casos, la respuesta es no. La filósofa Clare Palmer, que estudia la ética de las interacciones entre humanos y animales en la Universidad A&M de Texas, dice que, en teoría, uno puede alegar que alimentar a las cebras las hace menos salvajes, ya que dependen de los humanos para conseguir comida. Y pasar a depender de los humanos puede hacerlas menos libres.
«Reducir la libertad de los animales en este sentido puede considerarse una especie de orgullo desmedido, la arrogancia humana que intenta controlar todo lo que ocurre en el mundo», afirma.
Que los humanos alimenten a animales salvajes sin planes detallados puede hacer que se acostumbren a los humanos y que cambien su comportamiento, algo peligroso. En algunos casos, los animales migratorios han cambiado o incluso abandonado sus viajes anuales; en otros casos, los animales acostumbrados se acercan demasiado a los humanos y los asustan o causan daños en sus granjas o casas, arriesgándose a que los maten como represalia. En este caso, las cebras consumen el heno de noche, cuando los humanos se han ido, así que ni siquiera ven quién entrega la comida.
Cuando la alternativa es morir de hambre, los gestores de fauna silvestre de Kenia creen que una pequeña reducción de su carácter salvaje es un precio que vale la pena pagar para garantizar su supervivencia. Asimismo, Palmer sostiene que las vidas de las cebras se han visto afectadas por vivir cerca de animales de pastoreo durante milenios y por el cambio climático en las últimas décadas. «Estas cebras no tienen la opción de vivir ajenas al impacto humano», afirma Palmer.
Evitar una «tragedia de los comunes»
Low Mackey dice que la meta no es esa. La meta es lograr la coexistencia entre los humanos, el ganado y las cebras de Grévy. Espera que el aprovisionamiento de alimentos sea «una intervención a corto plazo» mientras trabajan para restaurar la tierra para que pueda sustentar a todos los herbívoros, salvajes y domésticos.
Entre las labores de restauración figuran talar las acacias —que los animales no pueden consumir— y utilizar sus ramas para rellenar los barrancos y controlar la erosión, plantar semillas de hierba y colaborar con las comunidades que poseen estas tierras para que ajusten sus prácticas de pastoreo para que encajen mejor con su forma de vida, que ya no es nómada. «Hemos empezado un proceso de visualización», afirma Low Mackey. «Esto les ha parecido inspirador. Saben que pueden ser proactivos respecto a su futuro».
En cierto modo, la situación es una versión real del famoso ejercicio mental propuesto por el ecólogo Garrett Hardin: la tragedia de los comunes, que sugiere que los recursos comunes, como las zonas de pasto, se sobreutilizarán hasta que los individuos se queden sin incentivos para actuar con moderación cuando los demás están poniendo cada vez más animales en la tierra.
Si los pastoralistas que poseen la tierra pueden llegar a un acuerdo sobre cómo gestionarla para que haya pastos para las cebras y el ganado, será otra historia más en la que se desmienta la predicción pesimista de Hardin. Elinor Ostrom, ganadora del premio Nobel de Economía de 2009, estudió estas historias de éxito: lugares donde los grupos gestionaban de forma justa y razonable los recursos comunes. En Suiza, por ejemplo, los pastores que compartían los prados alpinos acordaron solo llevar a pastar una cantidad limitada de vacas en los terrenos comunes en verano, ya que podían permitirse alimentarlas en establos durante el invierno.
En última instancia, la historia de la cebra de Grévy es una metáfora de la conservación de especies en general. Podemos salvar a las especies a corto plazo mediante una aportación directa de recursos, ya sean dinero, atención política o heno. Pero a largo plazo, la diversidad de la vida en la Tierra se preservará mejor si gestionamos paisajes enteros para que humanos y animales salvajes puedan prosperar juntos.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.