Descubren en Argentina la evidencia más antigua de abejas modernas
Los fósiles de nidos de 100 millones de años confirman que las abejas se diversificaron junto a las primeras angiospermas.
El descubrimiento de un nuevo fósil ha fascinado a los paleontólogos: unos nidos primitivos confirman que las abejas ya vivían en la Patagonia hace 100 millones de años y representan la evidencia fósil más antigua de abejas modernas.
Los nidos, descritos en la revista PLOS ONE, constan de túneles repletos de nichos con forma de uva, donde las larvas de estas abejas primitivas habrían madurado tranquilas. El único grupo de insectos vivo que construye nidos de esta forma es la familia Halictidae, un gran grupo de himenópteros a las que a veces llaman «abejas del sudor». Algunos halíctidos modernos construyen nidos subterráneos de aspecto casi idéntico al de los fósiles.
Como es improbable que un animal desconocido construyera un nido con la misma arquitectura, los investigadores están seguros de que unos halíctidos construyeron los nidos fosilizados, que se preservaron en rocas formadas hace entre 100 y 105 millones de años. Los nidos son millones de años más antiguos que los siguientes nidos de abeja más antiguos, que se formaron hace entre 94 y 97 millones de años, y mucho más antiguos que el fósil más antiguo y confirmado del cuerpo de una abeja, que probablemente tenga una antigüedad máxima de 72 millones de años.
El hallazgo añade detalles fundamentales a la historia evolutiva de las abejas, uno de los grupos de polizadores más importantes, y confirma que las abejas y algunas de las primeras angiospermas se diversificaron a la par hace entre 110 y 120 millones de años, durante el Cretácico Inferior.
«Solidifica este marco temporal... [y] es llamativo que, como dejan este tipo de fósil secundario, se trata de otro billete de lotería que nos ha tocado a los paleontólogos», afirma Phil Barden, biólogo evolutivo del Instituto de Tecnología de Nueva Jersey que no participó en el estudio.
Explorando el pasado
Cuando se descubren fósiles, solemos pensar en imágenes de un esqueleto o del contorno de un animal que murió hace millones de años. Pero hay muchos rastros de la vida primitiva que pueden sobrevivir hasta el presente, como las huellas, los nidos y las madrigueras e incluso las heces (denominadas coprolitos). Estas estructuras conservadas, denominadas icnofósiles, capturan momentos específicos y pueden desvelar mucha información sobre el comportamiento de los animales extintos.
«Un fósil corporal es un fotograma. Un icnofósil es una película entera. Puedes “ver” a los insectos moverse, excavar, visitar flores [y] construir paredes», explica por email Jorge Fernando Genise, autor principal del estudio y paleontólogo del Museo de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia en Buenos Aires.
De niño, a Genise le fascinaban las avispas y ha llegado a escribir un libro sobre cómo estudiar insectos prehistóricos a partir de los icnofósiles que han dejado. Se centra principalmente en el Cretácico, cuando apareció o se diversificó la mayoría de los insectos que dejan restos conservables.
En 2015, Genise y sus colegas visitaron la formación Castillo, una serie de afloramientos rocosos en el sur de Argentina que se formó hace entre 100 y 105 millones de años. Su misión era buscar nidos de insectos primitivos. Llegar hasta allí no fue tarea fácil: de día, el sol y el viento arrasan el terreno baldío e infinito de la Patagonia; de noche, las temperaturas se desploman y hace un frío penetrante. «En ese contexto, el trabajo de campo es muy difícil, pero también muy agradable, sobre todo cuando descubres una especie de tesoro oculto en las rocas y lo pones a disposición de la ciencia», afirma Genise.
Mientras el equipo caminaba por un desfiladero, J. Marcelo Krause, paleontólogo del Museo Paleontológico Egidio Feruglio, vio una estructura que sobresalía de la roca y que resultó ser un nido fosilizado de halíctidos. En reconocimiento al hallazgo y las aportaciones de Krause a este campo, Genise y su equipo llamaron el nido fosilizado Cellicalichnus krausei.
El equipo regresó a la formación en 2017 para extraer todos los fósiles que pudieron, entre ellos algunos restos de escarabajos y avispas. También extrajeron datos químicos para comprender cómo eran los suelos primitivos donde las abejas construyeron sus hogares subterráneos. Los insectos parecen haber anidado en una llanura de inundación, en suelos que se formaron a partir de ceniza volcánica relativamente reciente.
Los genes combinados con los fósiles
El equipo de Genise también desarrolló un nuevo modelo del árbol genealógico de las abejas combinando el ADN de 64 especies de abejas vivas con los nuevos nidos fosilizados y fósiles anteriores. Solo con el ADN pueden generarse árboles genealógicos útiles, pero estimar cuándo vivieron y divergieron entre sí los diversos grupos puede ser complicado. Superponiendo los datos de los fósiles, Genise y sus colegas delimitaron las antigüedades mínimas de algunos grupos de abejas y los nuevos nidos fosilizados revelaron que los halíctidos evolucionaron hace más de 100 millones de años.
El modelo demuestra que las abejas modernas empezaron a diversificarse a un ritmo vertiginoso hace unos 114 millones de años, en la época en que empezaron a diversificarse las eudicotas (un grupo de plantas que incluye al 75 por ciento de las angiospermas). Los resultados, que confirman algunos estudios genéticos previos, fortalecen el argumento de que las angiospermas y las abejas polinizadoras han coevolucionado desde el principio.
Ahora que el equipo de Genise ha desvelado estos nidos primitivos, sus colegas y él están trabajando en el análisis de otros icnofósiles, entre ellos algunos que preservan el comportamiento de las libélulas primitivas y un nido de hormigas fosilizado donde parece haber hurgado un pariente lejano del oso hormiguero. «Con este equipo, cualquier investigación futura es posible», afirma Genise.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.