Esto dice la ciencia sobre el instinto maternal

Los estudios más recientes de las sustancias químicas del cerebro y el desarrollo social sugieren que necesitamos reconsiderar nuestra definición de maternidad.

Por Sarah Gibbens
Publicado 10 may 2018, 16:04 CEST
Una madre en Puerto España
Una madre en Puerto España, Trinidad, da la mano a su hijo.
Fotografía de Michael Nichols, National Geographic Creative

Antes y después de conocer a su nieto por primera vez, Sarah Blaffer Hrdy escupió en un vial. Dos semanas después, cuando su marido llegó para conocer al recién nacido, le pidió que hiciera lo mismo.

Más adelante, las pruebas de laboratorio revelaron que los niveles de Hrdy de una sustancia química cerebral denominada oxitocina se habían disparado un 63 por ciento aquella tarde. Los de la saliva de su marido mostraban un ascenso de un 26 por ciento tras su encuentro inicial, pero varios días después, también aumentaron hasta el 63 por ciento.

«En el resultado final no había diferencias entre mi marido y yo, solo que a él le hizo falta pasar un poco más de tiempo con su nieto para alcanzarlos», afirma. La respetada antropóloga, ahora profesora emérita de la Universidad de California, Davis, ha escrito exhaustivamente sobre la ciencia de la maternidad humana.

Liam Johnson
El padre transgénero Liam Johnson sostiene a su hija de un año Aspen el día de su cumpleaños. Liam Johnson, de 20 años, y Racquelle Trammell, de 30, tomaron la difícil decisión de detener la transición para tener un bebé. Liam se identifica como hombre, pero todavía tiene la capacidad de quedarse embarazado y dar a luz de forma natural. Racquelle tuvo que dejar de tomar estrógenos para garantizar que su esperma pudiera fertilizar un óvulo.
Fotografía de JJ Fabre, Barcroft Media, via Getty

«Todos los mamíferos hembra tienen respuestas maternales o “instintos”, pero esto no significa, como se suele asumir, que toda madre que dé a luz esté preparada automáticamente para cuidar de su descendencia», afirma Hrdy. «Más bien, las hormonas gestacionales preparan a las madres para responder a los estímulos de su bebé y, tras el parto, poco a poco, va respondiendo a las señales».

No es solo el caso de las mujeres que dan a luz físicamente: Hrdy y su marido son abuelos, pero a ella no le resulta en absoluto sorprendente que ambos registraran aumentos similares de oxitocina, una hormona asociada con los vínculos maternales. Según ella, tanto las madres que dan a luz como las madres que adoptan deberían considerarse «madres biológicas», basándose en los cambios que tienen lugar en sus cuerpos cuando se convierten en madres.

«Ambas experimentan transformaciones neuroendocrinológicas similares, incluso en ausencia del parto o la lactancia», afirma Hrdy.

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    El trabajo de Hrdy da testimonio de los muchos matices de la maternidad posibles en humanos. En las sociedades occidentales, quién se convierte en madre —y quién quiere ser madre— es diferente en la actualidad respecto a hace unas décadas. Las mujeres están retrasando cuándo y cuántos hijos tienen, o viven felizmente sin descendencia. Cada vez se acepta más a los padres del mismo sexo. Y a principios de año, una mujer transgénero se convirtió en la primera en amamantar a su bebé.

    Aunque cada uno tiene una idea propia de qué es ser madre, la ciencia puede desvelar por qué cada tipo de madre se comporta de una forma determinada.

    De ratones y vírgenes caníbales

    Químicamente hablando, uno de los impulsores más potentes de la conducta maternal suele ser la famosa «hormona del amor», la oxitocina. Este complejo neuropéptido desempeña diversos papeles en la reproducción de los mamíferos; por ejemplo, en los vínculos de pareja, las contracciones del útero y la secreción de leche materna.

    «Un orgasmo, el contacto visual, los abrazos, las caricias, todas estas cosas liberan oxitocina», afirma Bianca J. Marlin, investigadora posdoctoral del departamento de neurociencia de la Universidad de Columbia.

    En 2015, Marlin fue la coautora de un estudio publicado en la revista Nature sobre el efecto de la oxitocina en ratones. Cuando los ratones hembra vírgenes del laboratorio escuchaban el llanto de los ratoncitos jóvenes, los ignoraban y, en algunos casos, los devoraban. Sin embargo, los ratones madre buscaban la fuente del llanto para encontrar y cuidar de la cría.

    A continuación, inyectaban oxitocina a los ratones vírgenes.

    «Cuando añadíamos oxitocina a las hembras vírgenes caníbales, paraban de exhibir una conducta caníbal y aprendían a encontrar a las crías del mismo modo que hacían las madres», afirma Marlin. «Modificamos su conducta, pasando de devorar a las crías a cuidar de ellas».

    Más adelante, el equipo estudió el sistema auditivo de los cerebros de los ratones que escuchaban el llanto de los ratoncitos. En ratones vírgenes sin hormonas añadidas, las neuronas auditivas se activaban, pero de formas aleatorias que no provocaban una señal de respuesta.

    «Cuando añadimos oxitocina, observamos que las neuronas empezaban a cambiar su conversación», afirma Marlin. «No solo modificamos su conducta, sino que también cambiamos la marca neuronal del llanto de las crías en las vírgenes. Actuaban y respondían como madres».

    Cuando el equipo de Marlin inyectó oxitocina a ratones macho, descubrieron que los machos tardaban más que las hembras vírgenes en modificar su conducta: «¿Pueden los machos cuidar de las crías? Sí, pero la escala temporal era mucho más larga en comparación con las vírgenes. Las vírgenes aprendían a encontrarlos en 12 horas, y los machos aprendían eso mismo en entre tres y cinco días».

    Entonces, ¿significa que los cerebros de las hembras están programados para ser maternales? No exactamente, según afirma Daphna Joel, neurocientífica de la Universidad de Tel-Aviv. Para empezar, los ratones no son hombres y es importante entender cómo responde el cerebro humano específicamente ante los cambios hormonales.

    En un estudio de 2015 publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences, Joel y sus colegas examinaron si la ciencia podría distinguirla diferencia entre el cerebro del macho y el de la hembra en humanos. Por ejemplo, ¿eran las partes del cerebro asociadas generalmente con los sentimientos y la comunicación —cualidades que estereotípicamente se les dan mejor a las mujeres— diferentes o estaban más desarrolladas en los cerebros de las hembras?

    «Descubrimos que ese no era el caso», afirma Joel. «Más bien, el cerebro de la mayoría de humanos está compuesto de un mosaico de rasgos singulares, algunos en forma de más habituales en mujeres que en hombres, y otros en forma de más habituales en hombres que en mujeres». Algunos mosaicos son habituales tanto en los cerebros masculinos como en los femeninos, según determinó el estudio.

    Una madre sostiene a su bebé
    Una madre coge en brazos a su bebé.
    Fotografía de Joël Sartore, National Geographic Creative

    Regreso a nuestras raíces

    Más allá de la biología pura y dura, las estructuras sociales también han desempeñado papeles importantes en nuestra comprensión moderna de la maternidad. Para averiguar cómo ha influido nuestro entorno en el cuidado parental humano, los antropólogos suelen estudiar a los primates, nuestros parientes más cercanos desde el punto de vista evolutivo, así como a tribus modernas de cazadores-recolectores.

    Durante los 80 y los 90, la antropóloga de la Universidad de Utah Kristen Hawkes y sus colegas de investigación pasaron un tiempo con los hadza, una tribu de cazadores-recolectores en Tanzania.

    «Lo que salió de sus observaciones fue la importancia económica de las mujeres mayores», afirma. «¡Quién lo hubiera pensado!».

    Los hallazgos de su equipo apoyan la denominada «hipótesis de la abuela», que sugiere que las abuelas desempeñaron un papel importante en la evolución humana. A diferencia de la mayoría de primates, los humanos son vulnerables mucho después de que sus madres los desteten. Los niños pequeños no pueden recolectar fácilmente su comida y si una madre tiene que cuidar de un nuevo hijo, las abuelas hubieran sido las sustitutas, según explica Hawkes.

    El efecto no se limita a las abuelas. Hermanas e hijas también echaban una mano en la crianza de los niños en estas comunidades. En estos casos, las mujeres proporcionan beneficios valiosos a la comunidad.

    «La hipótesis nunca ha estado relacionada con hacer de niñera», afirma Hawkes. «Tiene que ver con la productividad económica».

    El músico Kurt Kipapa
    El músico Kurt Kipapa, padre de 10 hijos, coge en brazos a su hijo más pequeño.
    Fotografía de Jodi Cobb, National Geographic Creative

    Familias modernas

    En la actualidad, ese mismo tipo de cuidado parental por parte de los parientes puede permitir que muchas madres trabajadoras vuelvan a su puesto. Pero cada vez más, las mujeres de países desarrollados optan por retrasar o evitar la maternidad.

    «Buscar el éxito es una motivación evolutiva en los humanos», afirma la antropóloga Lisa McAllister de la Universidad de California, Santa Bárbara. «Hemos desarrollado un impulso para buscar el éxito. Los individuos con más éxito en una sociedad son aquellos que tradicionalmente dejarían más descendencia y por lo tanto podrían estar más representados en la siguiente generación».

    Durante varios años, McAllister vivió con una comunidad de cazadores-recolectores llamada tsimané en Bolivia. Allí se dio cuenta de que las mujeres gozaban de un estatus superior según el número de hijos sanos que podían producir.

    En particular, al igual que las mujeres hadza de Tanzania, las mujeres tsimané tenían pocas opciones aparte del matrimonio y de convertirse en madres. De media, las mujeres tenían su primer bebé a los 18 años y podían tener hasta nueve hijos. En comparación, los datos de 2017 de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos mostraban que las mujeres entre los 30 y los 34 años eran las que tenían más hijos en el país, y el número de bebés por madre no es tan alto.

    «En nuestra sociedad, ya no medimos el valor de una mujer según su capacidad para ser madre o tener hijos. Solemos medirla según el tipo de trabajo que tenga. O según qué tipo de coche conduce», afirma McAllister.

    «Aquí hay muchos hombres y mujeres que sencillamente no quieren hijos. No está en sus planes», añade. «Hay un montón de hombres y mujeres que nunca tienen “la fiebre del bebé” o ese instinto maternal cuando están cerca de un niño. La psicología interna de cómo medimos el éxito ha cambiado en nuestra sociedad».

    Pero parece que los humanos, como especie, siguen teniendo el impulso biológico de establecer vínculos con los niños a los que cuidan, sin importar su género o su posición social.

    «Por ejemplo, la adopción», afirma Hawkes. «Hay muchas formas diferentes en las que las personas establecen relaciones muy estrechas con individuos con los que no están emparentados. No hay duda al respecto, hay muchas formas en las que podemos sentir un vínculo hacia un bebé».

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