La vida en pleno brote de ébola: combatir la desconfianza y salvar vidas
Las nuevas tecnologías, el tratamiento y la educación ayudan a combatir esta enfermedad mortal en la República Democrática del Congo.
Cuando era niña, Mulyanza Huguette era fuerte y ágil, y le encantaba correr largas distancias cerca de su casa en Butembo, en la región de Kivu Norte de la República Democrática del Congo (RDC). También adoraba trabajar con niños, por eso cuando se matriculó en el Assumption College de Butembo estudió educación infantil.
Huguette se graduó de la universidad en julio de 2018 y, un mes después, la Organización Mundial de la Salud declaró oficialmente que se estaba produciendo un brote de ébola en Kivu Norte. Así, el sueño de Huguette cambió: empezó a trabajar con UNICEF para educar a las comunidades sobre el virus del Ébola: cómo se propaga esta fiebre hemorrágica viral, cómo puede detenerla el tratamiento temprano y cómo retrasar el tratamiento puede resultar mortal.
Una trabajadora sanitaria lleva a Kakule Kavendivwa, de 14 años, a una ambulancia en Beni. El día antes, las hermanas de Kakule lo habían llevado a un centro de salud cercano, pero huyeron cuando el equipo les recomendó acudir a un centro de tratamiento. El centro de salud alertó a la Organización Mundial de la Salud, que encontró a la familia. Tras varias horas hablando con trabajadores de alcance comunitario, permitieron que una ambulancia se lo llevara para tratarlo.
“La gente necesita una oportunidad para hablar. No puedes obligarlos directamente, hay que darles una oportunidad de que expresen sus miedos y de explicarse después.”
En este país centroafricano de unos 81 millones de habitantes, Huguette es solo una de las muchas personas atrapadas entre la promesa de las nuevas medidas antiébola y las barreras a las que se enfrentan: miedo e ignorancia ante la enfermedad, desconfianza hacia las campañas de asistencia médica dirigidas por extranjeros y el malestar general provocado por las milicias armadas, la pobreza y la desesperación.
El continente sufrió la mayor epidemia de ébola de la historia entre 2014 y 2016, durante la que murieron más de 11.000 personas en varios países de África occidental. Para mediados de 2018, cuando apareció el virus en la RDC, los especialistas médicos sabían más sobre la enfermedad y tenían nuevas terapias que probar. Educadores como Huguette podían ofrecer esperanzas: si una persona buscaba tratamiento precoz, podría recuperarse.
“Estaba muy preocupado por mis hijos. Su madre acababa de morir y, si yo también moría, no sé qué les pasaría a ellos.”
Pero puede costar mantener el optimismo en la RDC, un país que ha conocido el conflicto y la inestabilidad durante décadas y que ha sufrido 10 brotes de ébola en 40 años. Las familias de las víctimas del ébola han atacado a los trabajadores sanitarios que intentan llevarse los cadáveres de las víctimas para su eliminación segura. Ha sido difícil acorralar las enfermedades infecciosas con tantos congoleños en movimiento, traumatizados y desplazados por unas 50 milicias armadas que operan en la RDC. Dichos grupos se empeñan en interrumpir las actividades de los trabajadores humanitarios sanitarios, extranjeros que, según sospechan, han importado el ébola como arma o que de algún modo sacan de él beneficios económicos. La desconfianza ha impedido que muchos congoleños enfermos obtengan ayuda, con resultados predecibles: para finales de 2018, el brote de ébola de la RDC era el segundo mayor documentado hasta la fecha.
Durante las vacaciones de fin de año de 2018 con su familia, Huguette se sintió agotada. Estaba ayudando en la cocina y en los preparativos para las festividades del Año Nuevo cuando lo que describe como «le très terrible mal de tête» —«un dolor de cabeza terrible»— comenzó a martillearle dentro de la cabeza. Duró cuatro días. Después llegó la fiebre, 39 grados. En ese momento, su familia —en la que figuran tíos y tías que son médicos y enfermeros— la llevó al hospital de Butembo.
Le diagnosticaron malaria y recibió el tratamiento habitual de quinina durante cinco días. Pero cuando la visitó un médico de la Organización Mundial de la Salud y pidió una muestra de la sangre de Huguette, le dieron el diagnóstico correcto: ébola.
No sabe cómo lo contrajo; nunca ha limpiado un cadáver ni participado en ritos funerarios. Pero ha asistido a funerales, muchos funerales. Se ha sentado junto a personas que han manipulado los cadáveres de sus seres queridos. Les ha dado la mano y las ha abrazado.
Cómo contrajo el ébola no es importante, según Huguette, pero el hecho siguiente sí lo es: se curó rápidamente porque tuvo un diagnóstico temprano, antes de la diarrea sanguinolenta, los vómitos y los violentos calambres abdominales. Tras una semana de tratamiento en el centro Itav, en Butembo, estaba lo bastante recuperada como para volver a casa. Al haber sobrevivido, Huguette ha visto la fuerza del avance de la ciencia médica, independientemente de los obstáculos que se interpongan en su camino.
“Me sentí sola, sin amigos y me pregunté si la gente me odiaría por tener ébola. Pero me trataron bien y me curaron.”
El día que hablé con Huguette para este reportaje, un grupo de hombres armados atacó el centro de tratamiento de Butembo donde había sido una paciente. Los hombres mataron a un agente de policía que intentaba proteger las instalaciones e hirieron a varios trabajadores sanitarios. Poco menos de un mes antes, el 26 de febrero, un centro de tratamiento de Médicos Sin Fronteras (MSF) en la cercana localidad de Katwa había sido incendiado. En el ataque falleció un trabajador sanitario, otro resultó herido y la ONG local suspendió los servicios.
El personal médico externo ha traído una herramienta con potencial revolucionario a este brote de ébola: una vacuna desarrollada por científicos canadienses y probada durante el brote de África occidental en 2015. Para mediados de abril, se habían administrado más de 100.000 vacunas a las personas en contacto directo con pacientes con ébola —como parientes y trabajadores sanitarios— y un informe de la OMS afirmaba que la vacuna parecía ser muy eficaz para reducir las muertes por ébola.
Estas prometedoras noticias, aunque son bien recibidas, no han impedido que los ciudadanos atribulados de Kivu Norte cuestionen la llegada de los camiones blancos de Naciones Unidas y las organizaciones médicas extranjeras.
“Ser superviviente puede ser difícil. La mayoría de la gente de esta comunidad no cree que en la existencia del ébola, o creen que aún puedo contaminarlos. Yo sobreviví al ébola, pero ahora me escondo de mi propia comunidad.”
En Butembo, con más de un millón de habitantes, casi el 90 por ciento son miembros de los nande, un grupo étnico que tradicionalmente es escéptico con los extranjeros. La ciudad también tiene su parte de grupos armados comunitarios, que utilizan la propaganda y la fuerza para influir en las zonas caóticas y empobrecidas donde viven. Algunos propagan desinformación sobre los centros de tratamiento del ébola y los grupos humanitarios que los mantienen, como MSF y el Cuerpo Médico Internacional. Los «extranjeros» médicos son condenados por las cosas que deben hacer —poner en cuarentena a los pacientes con ébola, imponer políticas de entierro que violan las costumbres locales— y son acusados de cosas que, a menudo, no hacen.
Tomando una taza de Nescafé en el Hotel Versailles —de nombre improbable— de Butembo, un joven llamado Joffa me contó su teoría sobre por qué los centros de tratamiento del ébola se veían afectados por la violencia. «Cuando mi tío enfermó y pensaban que era ébola, unos hombres armados aparecieron en su casa», explicó Joffa en su inglés pausado. «Lo rompieron todo antes de llevárselo. Se llevaron cosas, ni siquiera sabemos todo lo que se llevaron. Usan (el ébola) como excusa para hacer todo lo que quieren».
En la RDC, «lo que hay es un grupo de personas que se mueven mucho, muchas para escapar del trauma que han vivido por las milicias armadas», afirma el doctor Michel Yao, director de un programa de operaciones de emergencia para la Organización Mundial de la Salud. «En segundo lugar, hay personas que no se muestran abiertas a los extranjeros porque no tienen mucha experiencia con ellos y nunca han vivido nada como el ébola». Aunque las organizaciones de asistencia médica «han aprendido muchas lecciones del brote de África occidental, el contexto particular del [brote de la RDC] lo hace muy peligroso», afirma Yao.
A unos 90 minutos de Butembo, en la ciudad de Beni, la mentalidad es diferente.
Históricamente, una mezcla de grupos étnicos han convivido en paz en la zona circundante de Beni, cerca de la frontera entre la RDC y Uganda. En el otoño de 2018, cuando apareció una segunda ola del brote de ébola centrada en Beni, los trabajadores sanitarios se encontraron con resistencia, según explica Yao, de la OMS: «La gente rechazaba las prácticas de enterramiento seguras. Mataba a muchas personas de la misma familia, y desde esa familia, se extendía». Para ayudar a superar la resistencia, la OMS y sus socios contrataron a residentes locales para formarlos como voluntarios de alcance comunitario y ayudantes médicos. Esto ayudó a reducir la desconfianza y permitió que el personal médico se adelantase ligeramente la expansión viral.
En la entrada del Hopital General de Reference de Beni, la gente a la que veo haciendo cola parece tranquila y resignada al simulacro de desinfección: lavarse las manos con agua clorada y aplicarles aerosol con esa misma solución en las suelas de los zapatos. Muchos están aquí para trabajar —lavando botas, guantes y equipo médico, o preparando comidas— o para visitar pacientes en una serie de unidades bioseguras de cuidados de emergencia (CUBE, por sus siglas en inglés), usadas por la Alliance for International Medical Action. Estas unidades de aislamiento de plástico se han diseñado para tratar a los pacientes que padecen enfermedades muy infecciosas con potencial brotes graves. Si has visto la película de John Travolta El chico de la burbuja de plástico, imagínate varias como esa.
Anthony Bonhommeau, que trabaja para la ONG que desarrolló los CUBE, afirma que la idea surgió de las experiencias en brotes pasados. «Uno de nuestros equipos empezó a pensar sobre cómo habíamos aislado a los pacientes», afirma: en unidades de cuarentena donde podía resultar difícil que el personal sanitario llegase a los pacientes para cuidarlos y supervisarlos, y donde los pacientes y sus seres queridos apenas se veían.
El entorno de tratamiento ideal permitiría la atención individual a los pacientes y la interacción con ellos cuando fuera necesario, de forma segura pero más personal. La investigación colaborativa entre grupos como la Cruz Roja, el Cuerpo Médico Internacional, MSF, instituciones académicas y empresas tecnológicas dio lugar al desarrollo de los CUBE, según explica Bonhommeau. «Podemos supervisar a los pacientes las 24 horas del día y pueden hablarte en cualquier momento, y podemos vigilarlos con herramientas biomédicas mediante el uso de guantes y las barreras que pueden introducirse en los cubos».
Una vez los pacientes con ébola han completado la importante fase de tratamiento en los CUBE y han recobrado las fuerzas, reciben asesoramiento psicológico. A continuación, pueden salir e interactuar con otros pacientes que se están recuperando en una zona ajardinada, fuera de las unidades de plástico donde son visibles para sus familiares desde una distancia segura. Las autoridades sanitarias explican que, cuando los familiares pueden ver al paciente, no solo a través de los CUBE sino moviéndose fuera de ellos, se elimina parte de los miedos, cotilleos y rumores sobre lo que ocurre dentro de los centros de tratamiento del ébola.
Mulyanza Huguette sabe que a muchas personas en la RDC no les gustan ni confían en los extranjeros que colocan tiendas y se llevan a sus parientes para cuidarlos. Pero Huguette trabaja para cambiarlo, en parte contando su propia historia. Explica que, en lugar de entrar en pánico cuando la diagnosticaron, su familia, sus amigos y su novio se dieron cuenta de que no había nada que temer si recibía tratamiento temprano. Y su historia tiene un final feliz. Si hubiera contraído el ébola hace unos años, su familia podría haber planificado su funeral. Pero hoy planifica su futuro, que espera que incluya una carrera en una ONG, un marido y cinco hijos.
Rachel Jones ha escrito un reportaje sobre mortalidad materna para el número de enero de 2019 de la revista National Geographic. Nichole Sobecki es una fotógrafa que trabaja desde Nairobi, Kenia. Estae es su cuarto reportaje para National Geographic.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.
Aprende más sobre el ébola en la serie The Hot Zone de National Geographic, disponible a partir del 24 de septiembre (doble episodio cada martes a las 22:00).