Un cráneo «sin precedentes» revela el rostro del Australopithecus anamensis

Este fósil proporciona una instantánea de los albores de la evolución humana. «Es el cráneo que estábamos esperando», afirma una experta.

Por Michael Greshko
Publicado 29 ago 2019, 13:17 CEST
Australopithecus anamensis
Este cráneo, antes llamado MRD-VP-1/1, pertenece a un ancestro humano primitivo llamado Australopithecus anamensis.
Fotografía de Dale Omori, Cortesía del Museo de Historia Natural de Cleveland

Un hallazgo fortuito en un corral de cabras etíope ha revelado un fósil único: el cráneo casi completo de un antepasado humano que murió hace unos 3,8 millones de años.

El nuevo espécimen, descrito en la revista Nature, es el cráneo más antiguo de una especie del género Australopithecus, un grupo fundamental de antepasados humanos que vivió entre hace 1,5 y cuatro millones de años. También es el primer cráneo de Australopithecus anamensis, uno de los miembros más antiguos de dicho género, descubierto hasta la fecha.

«Retrocedemos a hace 3,8 millones de años al pensar en el aspecto que tenían nuestros antepasados en aquella época», afirma el autor principal del estudio, Yohannes Haile-Selassie, paleoantropólogo del Museo de Historia Natural de Cleveland. «Es un momento muy emocionante».

Reconstrucción del A. anamensis
El paleoartista John Gurche reconstruyó el rostro del A. anamensis a partir de escáneres del nuevo cráneo.
Fotografía de Matt Crow, Cortesía del Museo de Historia Natural de Cleveland

El hallazgo podría llenar varios vacíos importantes en el estudio de la evolución humana. Es raro encontrar fósiles de homínidos tan antiguos y, de encontrarlos, suelen ser fragmentos de huesos. Pero este cráneo está casi completo, lo que revelará muchos detalles sobre la vida y la evolución de nuestros ancestros más antiguos.

«Es el cráneo que estábamos esperando», afirma Carol Ward, paleoantropóloga de la Universidad de Misuri que no participó en el estudio. «Los cráneos de homínidos son tesoros muy insólitos y hallar uno de esta antigüedad y tan completo es algo casi sin precedentes».

«Le temblaban las manos»

Las raíces del enmarañado árbol familiar humano se remontan al África de hace más de cuatro millones de años, habitada por un conjunto de primates antiguos como el Ardipithecus y el Sahelanthropus. El género Homo no haría su aparición hasta hace tres millones de años, una saga evolutiva en la que antepasados como el Australopithecus afarensis desempeñaron un papel protagonista.

Este homínido primitivo y su parentela posterior, conocidos a partir de los fósiles de un individuo al que los científicos llaman «Lucy», presentaban cerebros más grandes que los primates más antiguos, locomoción bípeda y mandíbulas fuertes que les permitían consumir una gran variedad de alimentos. Dicha flexibilidad habría resultado útil: en el apogeo del A. afarensis hace 3,5 millones de años, los cambios climáticos naturales enfriaron y secaron el África oriental, y los bosques donde vivían nuestros antepasados primitivos menguaron. Con el paso del tiempo, la evolución esculpió al A. afarensis y a sus sucesores para que se aprovecharan de entornos más abiertos y variados.

Pero el A. afarensis no era la primera criatura en escena con estos rasgos. En 1995, los científicos describieron al A. anamensis, un australopiteco más antiguo y el antepasado probable del A. afarensis. La especie atormentó a los científicos, ya que compartía rasgos fundamentales con Lucy y australopitecos posteriores. Pero el A. anamensis seguía siendo un enigma. Los únicos restos documentados eran dientes y fragmentos de la mandíbula. «Pese a los muchos cráneos de A. afarensis, no sabíamos cómo era el rostro de los primeros miembros del género», afirma Zeray Alemseged, paleoantropólogo de la Universidad de Chicago que no participó en el estudio.

La aclaración llegaría el 10 de febrero de 2016, gracias a la suerte de un pastor llamado Ali Bereino.

En aquel momento, una expedición codirigida por Haile-Selassie excavaba en Woranso-Mille, un yacimiento de la región etíope de Afar a apenas cuatro kilómetros de Miro Dora, donde pastoreaba Bereino. Según Haile-Selassie, Bereino había intentado durante años que lo contratara en su equipo. A veces, decía que había fósiles sobresaliendo de la roca erosionada, pero cuando Haile-Selassie visitaba esos lugares, no encontraba nada.

Aquel día en concreto, Bereino excavaba un terreno para añadirlo a un corral de cabras temporal cuando observó el hueso expuesto en la superficie de la arenisca. Bereino contactó con un funcionario local, que coincidía en que podría ser algo interesante para Haile-Selassie.

Cuando el funcionario llamó a Haile-Selassie, este se mostró escéptico y respondió que Bereino debía marcar la zona donde encontró el fósil y llevárselo a su campamento. Cuando Bereino y el funcionario llegaron, Haile-Selassie enseguida se dio cuenta de la magnitud del hallazgo. Bereino había descubierto el maxilar superior de un homínido antiguo.

Haile-Selassie dejó todo lo que estaba haciendo y caminó cuatro kilómetros hasta el corral de cabras de Bereino. A escasos centímetros de donde Bereino había encontrado el maxilar, Haile-Selassie encontró lo que resultó ser la mayor parte del cráneo restante. «Ni siquiera lo recogí, empecé a dar saltos», afirma Haile-Selassie. «El [funcionario] me miró y les dijo a sus amigos: “¿Qué le pasa al doctor? ¿Se ha vuelto loco?”».

Cuando Haile-Selassie comprobó que el maxilar y el cráneo encajaban, volvió al campamento con los fósiles en su bandana y en un pañuelo que había pedido prestado. «Nunca lo había visto tan feliz en toda mi vida», afirma Stephanie Melillo, coautora del estudio, paleontóloga del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva y miembro de la expedición. «Ni siquiera era capaz de hablar, le temblaban las manos».

Un reloj de ceniza volcánica

Al día siguiente, Haile-Selassie, Melillo y su equipo caminaron hasta Miro Dora. Se desplegaron sobre un área de unos cinco metros a cada lado, decididos a encontrar hasta el fragmento más diminuto de hueso. Pero ser rigurosos significaba mancharse las manos. En el lugar había un montón apestoso: años de excrementos de cabra distribuidos en capas de hasta 30 centímetros de grosor. Soportar el hedor valió la pena. En los días siguientes, los investigadores encontraron más partes del cráneo bajo el montón de estiércol, entre ellas un pómulo.

Ya en el laboratorio, el equipo de Haile-Selassie descubrió que la mandíbula y los dientes del cráneo se parecían a los del A. anamensis. Pero identificar el cráneo solo era una parte del misterio. ¿Cuándo y dónde vivió y murió este A. anamensis?

Para descubrirlo, un equipo de geólogos dirigido por Beverly Saylor examinó el terreno de Woranso-Mille en detalle. Buscaban toba, capas de sedimento creadas por la acumulación de cenizas volcánicas. Algunos minerales de la toba contienen trazas de potasio 40 radiactivo, que se degrada como un reloj desde el momento de la creación de los minerales hasta el presente. Mediante el recuento de los productos de la degradación, el equipo de Saylor podría determinar cuándo se crearon los cristales y la toba en su conjunto. Para datar el cráneo, el equipo debía encontrar dos tobas que atraparan los sedimentos del fósil.

En un segundo estudio publicado en Nature, el equipo de Saylor afirma que una toba sobre el cráneo se formó entre hace 3,76 y 3,77 millones de años y la segunda, por debajo del cráneo, se formó hace poco más de 3,8 millones de años. Asimismo, los investigadores reconstruyeron el entorno donde se enterró el cráneo: descubrieron que había permanecido enterrado en un delta fluvial o a orillas de un lago, rodeado de matorrales y pequeñas superficies arboladas. «Es probable que estuviera o a lo largo del río o en las orillas de este lago. Murió allí y, a continuación, fue transportado hacia abajo y quedó sepultado en el delta», afirma Saylor, estratígrafo en la Universidad de la Reserva de Case Western.

Modos de evolución diferentes

En muchos sentidos, el rostro encaja a la perfección con las expectativas de los investigadores. Al igual que otros australopitecos, el rostro del A. anamensis era largo e inclinado, a diferencia de las caras de los humanos modernos. Las dimensiones de los dientes y la mandíbula también encajan. Los rostros de los australopitecos posteriores eran anchos y grandes para acomodar los huesos y los músculos necesarios para sus dietas de alimentos duros. Aunque el rostro del A. anamensis era más robusto que el de los primates antiguos, no era tan grande como el de sus parientes posteriores.

Pero si Haile-Selassie y Melillo están en lo cierto, el cráneo podría plantear más incógnitas sobre la evolución del A. afarensis.

Un rasgo fundamental de los cráneos de homínidos primitivos es la estrechez del cráneo entre las cuencas oculares. Los homínidos más antiguos y primitivos suelen tener cráneos más contraídos que los más recientes. El nuevo cráneo de A. anamensis se estrecha considerablemente tras las cuencas de los ojos. Este rasgo podría revelar la identidad del «frontal de Belohdeli», un fragmento de cráneo de australopiteco de 3,9 millones de años hallado en 1981.

Cuando se descubrió el frontal de Belohdeli, algunos investigadores creyeron que pertenecía al A. afarensis, pero no estaban del todo seguros. La situación se enturbió con el descubrimiento del A. anamensis. Los investigadores no podían confirmar si el hueso pertenecía al A. anamensis, ya que no contaban con frontales definidos de esa especie.

«Este fósil permaneció en un limbo taxonómico durante décadas», afirma Melillo.

Ahora que cuentan con este nuevo cráneo como referencia, Melillo y Haile-Selassie afirman que el frontal de Belohdeli no pertenece al A. anamensis, sino al A. afarensis.

Como el frontal de Belohdeli es más antiguo que el nuevo cráneo, el hallazgo sugiere que el A. anamensis y el A. afarensis convivieron hace 3,8 o 3,9 millones de años. Esto supone una reestructuración evolutiva: los científicos pensaban que las generaciones sucesivas de A. anamensis evolucionaron en el A. afarensis, un proceso en línea recta que habría imposibilitado el solapamiento. Los investigadores sostienen que, hace 3,9 millones de años, un grupo de A. anamensis se había separado del resto y había evolucionado en el A. afarensis, conviviendo con otros grupos de A. anamensis.

Algunos científicos afirman que se necesitarán más fósiles para confirmar esta situación evolutiva. «Para saberlo a ciencia cierta, se necesitan grandes tamaños muestrales, tanto en planos temporales como entre ellos», afirma William Kimbel, paleoantropólogo del Instituto de Orígenes Humanos de la Universidad del Estado de Arizona que no participó en el estudio. «No se puede afirmar de forma categórica el modo de evolución solo a partir de dos especímenes».

El equipo de investigación afirma que tiene en mente otros estudios, entre ellos un análisis más detallado de cómo habrían diferido las dietas y los estilos de vida del A. anamensis y el A. afarensis. Pero, incluso ahora, los científicos que analizan el fósil tienen el placer de estudiar un fósil que les devuelve la mirada.

«Esto te llena de asombro», afirma Melillo. «Ser capaz de ver el rostro de esta entidad con la que ya estabas familiarizada y sobre la que ya tenía muchas ideas ha sido fantástico».

Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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