¿Por qué nos gusta lo que nos gusta? Un científico nos lo explica
Tus genes, tus gérmenes y tu entorno podrían influir en la comida que te gusta, pero también en tus preferencias románticas y políticas.
Quizá no haya nada que nos defina mejor que nuestros gustos. Ya sea la comida, el vino, las parejas o los candidatos políticos, nuestros gustos representan nuestra identidad. Por eso tiene sentido que lo que nos gusta y nos disgusta se haya establecido a través de una minuciosa deliberación y una toma de decisiones racional, es decir, mediante decisiones en las que he ejercido cierto control.
Pero después conocí al Toxoplasma gondii. En mi investigación en la Facultad de Medicina de la Universidad de Indiana, observé cómo el parásito unicelular T. gondii puede modificar el comportamiento del huésped al que infecta. Puede hacer que las ratas dejen de temer a los gatos y algunos estudios demuestran que puede provocar cambios de personalidad (como aumento de la ansiedad) en humanos.
Estos estudios hicieron que me preguntase si hay otras cosas que pasan desapercibidas y que podrían modificar quiénes somos, programar qué nos gusta y qué no. Conforme me sumergía en la literatura científica, me topé con una verdad asombrosa e inquietante: nuestras acciones están gobernadas por fuerzas biológicas ocultas, es decir, que tenemos poco o ningún control sobre nuestros gustos personales. Nuestros comportamientos y preferencias están muy influidas por nuestra estructura genética, por factores ambientales que afectan a nuestros genes y por otros genes introducidos en nuestros sistemas por los innumerables microbios que habitan nuestro interior.
Soy consciente de que suena ridículo. Nos enseñan que podemos ser todo lo que queramos ser, hacer todo lo que queramos hacer. Por intuición, parece que escogemos los alimentos que nos gustan, a quién le entregamos nuestro corazón o qué casillas marcamos al votar. Sugerir que somos simples robots de carne bajo la influencia de fuerzas invisibles es una locura.
Hace varios años, habría estado de acuerdo. Pero tras ser interrogado en demasiadas barbacoas sobre mi aversión por verduras que le gustaban a mucha gente, sentí que me pasaba algo malo. Me pongo verde de envidia cuando veo a gente comer alimentos como brócoli por voluntad propia, porque si alguien me pasa esa fuente, mi cuerpo se espanta. ¿Por qué no me gusta el brócoli?
Yo no había elegido odiar estas verduras, así que me dispuse a aprender a explicar mi aversión. Por suerte, la ciencia ya había trabajado en este caso. Los investigadores habían descubierto que aproximadamente un 25 por ciento de las personas pueden odiar el brócoli por el mismo motivo que yo. Esta gente —mi gente— se denomina superdegustadora. Nuestros genes poseen variantes que construyen los receptores de las papilas gustativas. Uno de esos genes, el TAS2R38, reconoce las sustancias químicas amargas como la tiourea, abundante en el brócoli. Mi ADN me proporciona receptores en las papilas gustativas que registran la tiourea como algo repugnantemente amargo. Esta podría ser la forma en que mi ADN me disuade de comer plantas perjudiciales. Es claramente el motivo por el que, como dijo el personaje de televisión sobre su «amienemigo» Newman Seinfield, no me comería el brócoli ni aunque estuviera frito y cubierto de sirope de chocolate.
Esta explicación de por qué odio el brócoli es tan vindicadora como perturbadora. Me alivia que mi aversión hacia las verduras crucíferas no sea culpa mía: no pude elegir mis genes antes de que me concibieran. Pero el alivio enseguida se convierte en alarma cuando me pregunto: ¿qué otras cosas que definen quién soy se escapan a mi control? ¿Qué proporción depende de mí?
¿Y mi atracción por las mujeres? En eso sí que tengo que tener el control, ¿no? Empecemos por lo más básico: ¿por qué me atraen las mujeres y no los hombres? Esta no fue una decisión consciente que tomé mientras reflexionaba sobre la vida sentado en la playa; nací así. Los componentes genéticos de la sexualidad humana están poco claros, pero está claro que no es una elección.
Independientemente de nuestra orientación sexual, parece que tenemos un sentido innato de qué atributos nos parecen deseables en una posible pareja. Rasgos como una boca curvilínea, ojos resplandecientes y un pelo exuberante se consideran generalmente atractivos. Y algunos estudios demuestran que las personas atractivas tienen más probabilidades de conseguir un trabajo, ganar más dinero, encontrar pareja o incluso ser declaradas «no culpables» en un juicio.
¿Eres solo un conjunto de genes?
Técnicamente, sí. Pero hay muchas versiones posibles de uno mismo incrustadas en nuestro genoma. La persona a la que ves en el espejo es solo una de ellas, sacada a la superficie por las cosas a las que te han expuesto desde el momento de tu concepción. La nueva ciencia de la epigenética es el estudio de cómo los cambios químicos en el ADN, o las proteínas que interactúan con el ADN, pueden afectar a la expresión genética. Los factores ambientales pueden modificar el ADN de formas que afectan profundamente al desarrollo y el comportamiento. Recientemente, también se ha demostrado que los microbios del cuerpo —es decir, la microbioma— pueden ser un importante factor ambiental que afecta a todo un abanico de comportamientos, desde comer en exceso hasta la depresión. En resumen, nosotros somos nuestros genes, pero nuestros genes no pueden ser evaluados fuera del contexto ambiental. Los genes son las teclas del piano, pero es el entorno el que toca la canción. —BS
La psicología evolutiva nos recuerda que, en esencia, casi todo lo que hacemos surge de un impulso inconsciente de sobrevivir y reproducir nuestros genes, o apoyar a otros (como la familia) cuyos genes son similares a los nuestros. También proponen que muchos de los rasgos físicos que consideramos atractivos son síntomas físicos de buena salud y buena forma; en otras palabras, buenos genes que dejar entrar en nuestro acervo.
La ciencia tampoco nos ha consolado a la hora de explicar por qué rechazan nuestros avances amorosos. En un famoso estudio, se pidió a un grupo de mujeres que oliera las axilas de las camisetas de hombres y clasificaran el olor. Cuanto más similares eran los genes del sistema inmune de hombres y mujeres, peor olía la camiseta a las mujeres. Esto tiene una explicación evolutiva racional: si los genes inmunes parentales son demasiado similares, la descendencia no estará tan bien preparada para combatir los patógenos. En este caso, los genes emplearon los receptores de olor como representante para determinar si el ADN de una posible pareja la convertía en un buen partido. Estudios como este afirman que la química entre las personas es real. Quizá no debemos tomarnos el desinterés romántico de otra persona como algo personal, sino considerarlo algo similar al rechazo de órganos.
Angustiado en cierto modo por el nivel de control que parecen ejercer los genes sobre nuestras decisiones vitales, investigué una zona que seguramente sería inmune al alcance del ADN: nuestra preferencia por líderes políticos. Es fácil imaginar que los genes desempeñan un papel a la hora de determinar si alguien es zurdo o diestro, pero ¿y a la hora de determinar que una persona sea de derechas o de izquierdas? Yo creía que no. Con todo, por improbable que parezca, se han contado los votos y el ADN ha logrado otra victoria.
Los científicos han descubierto rasgos de personalidad distintivos que tienden a asociarse con personas en los extremos opuestos del espectro político. En general, los progresistas suelen tener una mente más abierta, ser creativos y buscar lo novedoso; por su parte, los conservadores tienden a ser más metódicos y convencionales y prefieren la estabilidad. Los gemelos idénticos separados al nacer y criados en entornos diferentes suelen coincidir en sus ideas políticas cuando se reúnen, lo que sugiere la existencia de un componente genético en nuestra brújula política. Varios estudios apuntan que las variaciones de nuestro gen receptor a dopamina D4 (DRD4) influye en el voto. La dopamina es un neurotransmisor fundamental en el cerebro, vinculado a nuestro centro de recompensa y de placer; las variantes del DRD4 se han vinculado a la búsqueda de novedades y riesgos, comportamientos asociados habitualmente a los progresistas.
Otra investigación ha demostrado que determinadas áreas del cerebro son diferentes en progresistas y conservadores, y esto podría afectar a su respuesta ante factores estresantes. Por ejemplo, la amígdala y el centro de miedo del cerebro de los conservadores tienden a ser más grandes, y también tienen reacciones fisiológicas más intensas a fotografías o sonidos desagradables. En su conjunto, estas diferencias biológicas podrían explicar parcialmente por qué es tan difícil que un progresista y un conservador hagan que el otro «vea la luz». No solo se le pide a una persona que cambie su forma de pensar, sino también que se resista a su biología.
Estos ejemplos son solo la punta del iceberg. La verdad es que cada comportamiento humano —la adicción, la atracción, la ansiedad— está amarrado a un ancla genética. Sin embargo, esto no quiere decir que estemos destinados a ser los esclavos del ADN. El ADN ha construido en los seres humanos un cerebro tan magnífico que ha desentrañado las estrategias del ADN. Y con la aparición de la edición genética, nos hemos convertido en la primera especie capaz de revisar sus propias instrucciones genéticas.
La ciencia ha demostrado que no eres quien crees que eres. Existen gremlins biológicos que impulsan acciones y rasgos de tu personalidad que creías que surgían de tu propia voluntad. Al principio, darse cuenta de esto es desalentador, pero saber es poder. Conocer los fundamentos moleculares de nuestros comportamientos negativos debería darnos una mejor posición para frenarlos o remediarlos; aceptar que otras personas han tenido pocas opciones de elegir su forma de ser debería suscitar más empatía y compasión en nosotros. Quizá con la seguridad de que no ejercemos un control total podamos resistirnos al impulso de alabar o criticar y, en lugar de eso, buscar la comprensión.
Bill Sullivan es profesor de farmacología y microbiología en la Facultad de Medicina de la Universidad de Indiana, donde estudia las enfermedades infecciosas y la genética. Su libro, Pleased to Meet Me: Genes, Germs, and the Curious Forces That Make Us Who We Are está disponible en librerías y en shopng.com/books.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.