El análisis de antiguos códices aztecas revela un riesgo sísmico oculto
Los exámenes científicos de estos registros históricos sugieren que hasta un 40 por ciento de la población de México vive en una zona con más actividad sísmica de la esperada.
Según los Anales de Tlatelolco, la tierra se abrió en la región central de México el 19 de febrero de 1575. El antiguo códice, compuesto en torno a la época en que el Imperio azteca cayó ante los conquistadores españoles, cuenta una historia de convulsión que duró cinco días, provocó corrimientos de tierra y abrió una grieta de unos 4,8 kilómetros en el suelo.
La narración de esta catástrofe forma parte de una nueva serie de terremotos no documentados por la ciencia que se han producido a lo largo de los últimos 450 años en México, según informa un equipo de sismólogos en la revista Tectonics. Específicamente, estos seísmos tuvieron lugar a lo largo de una cadena volcánica de casi 880 kilómetros de largo denominada Eje Neovolcánico, una región llena de picos nevados y erupciones ardientes que abarca del golfo de México al océano Pacífico.
Desde el nacimiento de la sismología instrumental a principios del siglo XX, solo se han documentado unos cuantos terremotos de gran intensidad a lo largo de este eje. Por eso se sospechaba que no albergaba riesgos sísmicos. Sin embargo, según Gerardo Suárez, coautor del estudio de la Universidad Nacional Autónoma de México, si el registro sísmico de una región fuera un largometraje, la era de la supervisión sísmica moderna sería poco más que un parpadeo en la pantalla.
«Esos cien años de sismicidad sería como ver solo dos o tres segundos de la película», explica Suárez. Mediante el análisis de los registros históricos, los científicos pueden «intentar ver unos cuantos fotogramas más».
Por eso Suárez y su equipo recurrieron a los códices aztecas y los relatos de los misioneros españoles. Su trabajo sugiere que México es más o menos propenso a los seísmos a lo largo de toda la cadena volcánica, lo que apunta a que esta serpiente sísmica durmiente representa una amenaza en ciernes. En la actualidad, 52 millones de personas —el 40 por ciento de la población de México— viven a lo largo de este eje y la mayoría desconoce los gigantes geológicos que acechan bajo sus pies.
Un vínculo con el pasado
Los montes del Eje Neovolcánico, de Popocatépetl a Parícutin, deben su existencia a un proceso denominado subducción en el que las placas tectónicas de Rivera y de Cocos se hunden bajo la placa Norteamericana. El choque y las fugas de agua resultantes en las placas que se subducen crean una zona de derretimiento intenso a gran profundidad, que a su vez forma embolsamientos de magma en cadena dentro de la corteza que engendran volcanes.
Sin embargo, los volcanes no están presentes a lo largo de toda la zona de subducción, sino que se distribuyen de forma oblicua, lo que sugiere que la placa de Cocos presenta deformaciones. A pesar de este caos rocoso, el eje también parece albergar una curiosa escasez de terremotos corticales, seísmos relativamente poco profundos alejados de la zona de subducción profunda. Estos tipos de terremotos son los que dañan más frecuentemente el suelo que pisan las personas.
Los instrumentos modernos han documentado solo unos cuantos terremotos corticales intensos a lo largo del Eje Neovolcánico. El más intenso de los últimos 40 años fue un seísmo de magnitud de 5,1 que tuvo lugar en febrero de 1979. Antes, el seísmo de 1920 en Jalapa y el de 1912 en Acambay sacudieron la región con magnitudes de 6,4 y 6,9 respectivamente.
Según Zachary Ross, geofísico de Caltech que no participó en el estudio, para conseguir una perspectiva más completa del registro sísmico de la región, los geólogos suelen hacer las veces de historiadores. Los humanos han tratado de interpretar el caos rocoso que los rodeaba durante milenios pintando imágenes de erupciones volcánicas en las paredes de las cuevas o contando historias sobre pájaros del trueno y ballenas para describir terremotos y tsunamis. Estas descripciones son valiosísimas para los sismólogos modernos.
Hoy en día, el Servicio Geológico estadounidense emplea registros de temblores presentados públicamente para determinar mejor las ubicaciones de los terremotos y atribuirlos a las magnitudes medidas. Si usan dichos datos para comparar las descripciones históricas de la intensidad del temblor con los valores de magnitud, los científicos pueden analizar los datos numéricos de los terremotos registrados en textos antiguos.
F. Ramón Zúñiga, sismólogo de la UNAM que no participó en la investigación, explica que esto incluye los códices aztecas, que son bastante raros porque los conquistadores españoles quemaron la mayoría. Algunos de estos códices incluyen un glifo similar a una hélice y que significa movimiento, según las interpretaciones modernas. Cuando se coloca sobre un glifo de capas de tierra, el símbolo significa tierra que se mueve, o terremoto.
En algunos códices, dichos glifos están acompañados de fechas. Aunque los Anales de Tlatelolco carecen de los glifos de terremotos y están escritos en náhuatl, el idioma de los aztecas, los escribas anónimos emplearon el alfabeto latino para describir el temblor de la tierra.
Los registros de misioneros de la época colonial también son de gran utilidad. Ken Hudnut, geofísico del Servicio Geológico estadounidense en Pasadena que no participó en el estudio, afirma que se han encontrado datos sísmicos antiguos similares en California. Los documentos detallados sobre conventos que sufrieron daños por terremotos se utilizaban para obtener una compensación de la iglesia.
Ross explica que, como estas descripciones son subjetivas, los científicos no pueden atribuir mucha precisión a las magnitudes estimadas, pero es una labor valiosa para determinar los epicentros de terremotos desconocidos.
Viaje sísmico en el tiempo
Teniendo en cuenta estas incertidumbres, Suárez y su equipo pasaron ocho años escrutando registros históricos para extraer datos numéricos de seísmos antiguos en México con la máxima precisión posible.
Por ejemplo, los registros creados por el misionero Fray Antonio Tello hablan del Temblor Grande, un seísmo que tuvo lugar en la parte occidental del eje el 27 de diciembre de 1568. Este fenómeno dañó iglesias y conventos, generó corrimientos de tierra, convirtió la tierra en un fluido y provocó la aparición de grietas por todo el suelo. También alteró los niveles freáticos e hizo que algunos pozos se secaran y otros se inundaran. El equipo calcula que tuvo una magnitud de 7,2.
Se dice que el seísmo de 1575 descrito en los Anales de Tlatelolco tuvo lugar cerca de Zacateotlán, un lugar que no existe hoy en día y cuyas ruinas nunca se descubrieron. Los historiadores que emplearon otro códice llamado Anales de Huamantla sospechan que Zacateotlán se encontraba al sudeste del volcán La Malinche, con lo que determinaron que el epicentro del seísmo se encontraba a 45 kilómetros de la actual ciudad de Puebla.
El códice explica que tras el terremoto apareció una grieta superficial de 2800 brazas. Una braza es una unidad de profundidad del agua conocida que equivale a la longitud de dos brazos extendidos, así que se empleó esta información para calcular la longitud de la falla: unos 4,8 kilómetros. Basándose en su longitud, es probable que el terremoto principal tuviera una magnitud de 5,7 y que lo siguieran varias réplicas.
El peligro oculto
Según Zúñiga, el factor que hace que el eje desencadene terremotos es un tema de debate. Con todo, la extracción de las magnitudes y los epicentros pone de manifiesto que el eje no es una única falla, como la de San Andreas en California, sino una maraña de fallas más pequeñas. Suárez indica que también es evidente que se producen terremotos corticales por todo el eje, incluso en lugares donde no se han identificado las fallas responsables.
Por ejemplo, el seísmo de 1568 no se ha atribuido de forma definitiva a ninguna falla y actualmente los sismólogos están excavando trincheras en la zona para intentar encontrar marcas sísmicas reveladoras. Hudnut afirma que en búsquedas futuras podrían emplearse láseres montados en aviones y helicópteros denominados LiDAR para detectar líneas de falla enterradas. Se trata de una tecnología que ya se emplea para encontrar yacimientos arqueológicos sepultados bajo la vegetación y el suelo.
Según Luis Quintanar, sismólogo de la UNAM que no participó en el estudio, obtener un panorama mejor de este rompecabezas sísmico es fundamental, ya que los registros demuestran que el riesgo sísmico en algunas partes de la cadena volcánica es superior a lo previsto.
Los seísmos más intensos del eje se producen en escalas temporales de miles de años, así que no ocurren con frecuencia en lugares concretos. Es más, ninguno de los seísmos del eje será tan intenso como los que provocan las zonas de subducción.
Pero si se produce un terremoto cortical potente en una de estas fallas en un área muy poblada, «quizá provoque muchos daños», afirma Suárez. A diferencia de las ciudades de la costa pacífica y del sur que sufren con regularidad la ira de los terremotos provocados por la subducción, las metrópolis más importantes del eje, como Guadalajara, se han librado de los seísmos en gran medida. Zúñiga afirma que muchos de los habitantes del eje carecen de recuerdos generacionales de grandes terremotos y no estarán preparados para los que puedan surgir en el futuro. Espera que la noticia de estos fenómenos históricos ponga de manifiesto este peligro oculto.
Entretanto, se seguirán descubriendo terremotos en los registros históricos escritos. Por ejemplo, los sismólogos y los historiadores están examinando el Archivo General de Indias, en Sevilla, que contiene información sobre el gobierno español en partes de las Américas desde el siglo XVI al siglo XIX. Suárez cree que es posible que estos documentos revelen más terremotos pasados repartidos por el eje y otras partes de México.
«Creo firmemente en [el valor de] retroceder en el tiempo», afirma.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.