Cada vez más científicas obtienen un merecido reconocimiento por sus descubrimientos

Las mujeres aún están infrarrepresentadas en las CTIM. Pero ahora algunas científicas están logrando un reconocimiento —y un crédito merecido— por sus avances.

Por Angela Saini
Publicado 18 oct 2019, 14:31 CEST
Ilustración
Ilustración de Lauren Brevner.
Fotografía de Lauren Brevner

Este artículo forma parte del número especial de noviembre de 2019 de la revista National Geographic, «Mujeres: un siglo de cambio».

No te pierdas el documental MUJERES (Women of Impact) el domingo 27 de octubre a las 22.00 en National Geographic.

«Tengo que contarle algo».

Estaba lista para volver a casa tras dar una conferencia sobre Inferior —mi libro, que documenta la historia del machismo en la ciencia y sus repercusiones actuales— cuando se me acercó una mujer de voz suave. Me contó que estaba estudiando un doctorado en informática en una universidad británica y era la única mujer del grupo. Su supervisor no paraba de contar chistes machistas y nunca la elegía para los talleres ni las conferencias.

«Todas las interacciones me resultan incómodas. Me siento intimidada», me contó. «Muchas veces acabo contando los minutos que quedan». Su plan consistía en sobrevivir a los últimos años del doctorado, abandonar la universidad y no mirar atrás.

He tenido cientos de encuentros pasajeros como este con científicas e ingenieras de todo el mundo en los dos años posteriores a la publicación de mi libro, que parece reflejar el tipo de machismo que experimentan las mujeres. Cuando estas mujeres hablan conmigo en los eventos y comparten sus historias en voz baja, lo que buscan por encima de todo es empatía, que les digan que no se imaginan su miseria. Sus relatos sobre discriminación, marginación, acoso y agresión ponen de manifiesto que, aunque se ha progresado, aún nos queda mucho camino por delante.

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El historial de la comunidad científica en lo referente a las mujeres ha sido lamentable durante años.

Charles Darwin, nada más y nada menos, describió a las mujeres como inferiores intelectuales respecto a los hombres. En el siglo XVIII, hacia el final de la Ilustración europea, se asumía que no había cabida para las mujeres en el mundo académico. Muchas universidades se negaron a conceder grados a las mujeres hasta el siglo XX. Mi alma máter, la Universidad de Oxford, no lo hizo hasta 1920. La Real Sociedad de Londres —la academia científica más antigua que ha existido de forma continua— no admitió a las primeras mujeres científicas hasta 1945. (Por consiguiente, como indica la historiadora Londa Schiebinger, «durante casi 300 años, la única presencia femenina en la Real Sociedad fue un esqueleto preservado en la colección anatómica».)

En todos los ámbitos científicos, ha sido una práctica rutinaria que los hombres se llevasen el reconocimiento de investigaciones realizadas por las mujeres que trabajaban con ellos, no solo colegas, sino a veces mujeres y hermanas. Así fue cómo en 1974 la astrofísica pionera Jocelyn Bell Burnell perdió el Premio Nobel por su trabajo en el descubrimiento de los púlsares, que se otorgó a su supervisor, Antony Hewish. El año pasado, en un gesto de generosidad extraordinaria, Bell Burnell donó los tres millones de su Premio Breakthrough de Física Fundamental para financiar becas para mujeres y otros grupos infrarrepresentados en física.

Incluso cuando consiguen abrir por la fuerza las puertas a las ciencias, la vida de las mujeres que entran no es fácil. El machismo y la misoginia persisten de forma abierta y sutil. Por ejemplo, un análisis reciente de la autoría de casi 7000 informes de estudios en revistas revisadas por pares determinó que cuando la coautora que supervisaba el estudio era una mujer, casi un 63 por ciento de sus coautoras eran mujeres, de media; cuando el coautor supervisor era un hombre, solo el 18 por ciento de las coautoras eran mujeres.

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    Como es lógico, a las mujeres les exaspera esta situación y están promoviendo el cambio. El año pasado, la física Jess Wade del Imperial College London y la investigadora Claire Murray dirigieron una campaña de crowdfunding para poner una copia de Inferior en todos los colegios públicos del Reino Unido. Cumplieron su objetivo en dos semanas y, desde entonces, se han puesto en marcha campañas similares en Nueva York, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Al igual que Bell Burnell, mujas mujeres donan su dinero para cambiar un sistema que no está dispuesto a hacerlo por voluntad propia.

    ¿Por qué recae sobre las mujeres en ciencias la pesada carga de mejorar el funesto historial de este campo? Como demuestran las historias que me han contado, al menos parte del problema recae en determinados hombres y en las instituciones que posibilitan el machismo. Sabemos que cada vez más niñas y mujeres jóvenes escogen cursos de ciencia y tecnología, pero caen bruscamente conforme ascienden. Los embarazos y la maternidad están implicados, pero no son los únicos factores. Este año, una encuesta de la Universidad de Cardiff reveló que aun contabilizando las responsabilidades familiares, los académicos hombres del Reino Unido aún alcanzaban categorías superiores en mayor proporción que las mujeres.

    Un físico que conozco, que es un aguerrido defensor de los derechos de las mujeres, encontró hace poco una nota en su casillero del trabajo. El autor de la nota lo tachaba de estúpido por asumir que las mujeres tienen las mismas «dotes mentales» que los hombres y afirmaba que «las mujeres no piensan en términos abstractos como los hombres». Estas afirmaciones espurias hacen que las mujeres se sientan incómodas en las ciencias. Con todo, cuando las mujeres —y las minorías— abandonan estos ámbitos, lo reducimos a una frase mecánica: el fenómeno de la «fuga de cerebros».

    El machismo cotidiano es una cosa.

    La otra sombra aún más oscura que se cierne sobre el ámbito científico y académico es el acoso sexual. El fenómeno global #MeToo ha dado voz a las supervivientes de las agresiones sexuales y ha puesto en primer plano los abusos y el acoso que sufren. Hay motivos para creer que estas vivencias están más generalizadas de lo que parece. Están aumentando los datos que respaldan las experiencias de las mujeres. Cuando Kathryn Clancy, de la Universidad de Illinois, y sus colegas hicieron una encuesta a más de 660 científicos sobre sus experiencias en el trabajo de campo académico, el 84 por ciento de las científicas jóvenes denunciaron acoso y el 86 por ciento, agresiones. La encuesta fue una de las primeras que sacó a la luz la amplitud del problema.

    La física Emma Chapman, becada Dorothy Hodgkin de la Real Sociedad que trabaja en el Imperial College London, se vio tan afectada por el acoso que sufrió por parte de un colega en un puesto superior cuando estuvo en la University College London que se convirtió en defensora de las mujeres en la misma situación.

    «Acabé envuelta en una cultura muy incómoda», cuenta, una en la que la informalidad se pasaba de la raya con abrazos no deseados e intrusión en la vida personal.

    Una investigación acabó con una orden de alejamiento de dos años contra ese hombre. Pidieron a Chapman que firmara un acuerdo de confidencialidad y su acosador conservó su puesto. «Los despidos son rarísimos», me cuenta. A pesar de todo, se considera una de las afortunadas porque en casi todos los casos como el suyo, son las carreras de las mujeres que se atreven a hablar las que llegan a su fin.

    Chapman estima que casi cien mujeres han contactado con ella desde que empezó a trabajar con el 1752 Group, una pequeña organización británica que trabaja para poner fin a los abusos sexuales en el ámbito académico. El grupo se llama así por las 1752 libras de los fondos universitarios para eventos con los que pusieron en marcha el grupo en 2015. Su mayor batalla consiste en persuadir a las universidades para que defiendan a las víctimas y no encubran a los agresores. «Hablamos de una fuga de cerebros todo el tiempo», afirma. «No es así. Están echando a las mujeres por la puerta trasera discretamente».

    Es un sentimiento del que se hace eco la microbióloga australiana Melanie Thomson, que también fue víctima del acoso sexual. Cuenta que, en 2016, fue testigo de cómo el astrofísico Lawrence Krauss, que entonces trabajaba en la Universidad del Estado de Arizona, manoseaba a una mujer en una conferencia. «Ella le dio un codazo en el estómago», recuerda. Thomson presentó una queja oficial y en 2018 la universidad de Krauss confirmó que había incumplido su política contra el acoso sexual.

    Según Thomson, el problema no se limita a unos cuantos hombres como él. «Es enorme. En ciencia es particularmente insidioso».

    El periodista científico Michael Balter, que cubre casos de acoso sexual y ha adoptado un papel de apoyo, explica que estas conductas persisten en parte porque «la ciencia es muy jerárquica. Hay un director del laboratorio o un director del instituto y tienen muchísimo poder», cuenta. «Democratizar la ciencia y reducir los diferenciales de poder serían de gran ayuda para resolver muchos males».

    Balter afirma que investigar las acusaciones de acoso entraña dificultades legales y cuesta documentar muchos casos de mala conducta. Azeen Ghorayshi, periodista de BuzzFeed News, lo vivió en 2015 cuando publicó un reportaje sobre las acusaciones de acoso sexual contra el célebre astrónomo Geoff Marcy, que entonces trabajaba en la Universidad de California, Berkeley. Marcy era tan conocido que las mujeres disuadían a otras mujeres de trabajar con él. Pero cuesta tanto que se examinen las acusaciones de mala conducta que presentan las mujeres que, cuando finalmente lo investigaron y lo castigaron, se descubrió que Marcy llevaba casi una década incumpliendo las políticas del campus contra el acoso sexual.

    Ghorayshi me cuenta que decenas de mujeres han contactado con ella desde que escribió acerca de Marcy, una prueba de «lo extendido que está en instituciones importantes de Estados Unidos y otros lugares». Afirma que, en muchos de los casos que ha cubierto, las mujeres involucradas han abandonado el campo: «Es un tema de vulnerabilidad y de quién es vulnerable y quién es intocable».

    La física Chapman sostiene que la conclusión es que las universidades deben pensar más detenidamente sobre su compromiso con la igualdad. «Podemos pasarnos todo el día hablando de políticas familiares, pero negamos el hecho de que existe una cultura activamente hostil», me cuenta. «Creo que es endémico».

    Hoy en día, en las ciencias, aún existe la suposición implícita de que las carreras de las mujeres jóvenes son desechables, mientras que las de los hombres mayores deben protegerse a cualquier precio, aunque eso signifique encubrir un comportamiento inaceptable y poner en peligro a más personas. Siempre y cuando toleremos esta situación, pagaremos un alto precio.

    Y no solo perjudica a las personas, que ya es bastante horrible. También perjudica a la ciencia.

    Angela Saini es una periodista científica y escritora galardonada. Su último libro, publicado este año, es Superior: The Return of Race Science. Es la autora de otros dos libros: Inferior (2017) y Geek Nation: How Indian Science Is Taking Over the World (2011).
    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.
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