Los expertos advirtieron de la posibilidad de una pandemia hace décadas. ¿Por qué no estábamos preparados?

En una retrospectiva sobre su libro visionario, esta autora se pregunta por qué restamos importancia a las advertencias de los científicos y espera que esta vez sea diferente.

Por Robin Marantz Henig
Publicado 14 abr 2020, 14:07 CEST
Nueva York

Con los hospitales desbordados con los casos de COVID-19, Nueva York ha recurrido a unidades de cuidados intensivos provisionales construidas en Central Park. La rápida propagación del nuevo coronavirus ha pillado desprevenida a la mayor parte del mundo pese a las décadas de advertencias por parte de los científicos.

Fotografía de Misha Friedman, GETTY IMAGES

En mi lectura obsesiva sobre la pandemia del coronavirus, he evitado artículos que se centraban en los primeros tropiezos y en cómo podría haberse detenido la COVID-19 si hubiéramos estado más atentos y sido más organizados y receptivos. Estos artículos causaban estragos en mis niveles de ansiedad. Imaginé que el momento de preguntarse qué podría haberse hecho llegaría más adelante; lo que importa ahora es lo que debe hacerse en los próximos días y en los días posteriores.

También he boicoteado los artículos sobre las primeras señales de alarma por un motivo personal: los científicos detallaron esas primeras señales de alarma hace décadas y varios periodistas científicos hablaron de su trabajo. Yo fui una de esas periodistas.

Cuando empecé a investigar para Las fronteras del virus en 1990, un joven virólogo llamado Stephen Morse que se convertiría en el personaje principal de mi libro acababa de acuñar el término «virus emergentes». Escribí sobre cómo estos expertos estaban identificando las condiciones que llevarían a la introducción de nuevos patógenos potencialmente devastadores —el cambio climático, la urbanización masiva, la proximidad de los humanos a animales de granja y salvajes que sirven como reservorios virales— con la propagación mundial de dichos microbios acelerada por la guerra, la economía global y el transporte aéreo internacional. Escribí que muchos de nosotros vivíamos de forma despreocupada pese a este peligro creciente. ¿Os suena?

«La mayor amenaza al dominio continuado del ser humano en nuestro planeta son los virus». Usé esa cita mordaz del nobel Joshua Lederberg, presidente de la Universidad Rockefeller y jefe de Morse, en la introducción de mi libro. Por aquel entonces, pensé que era un pelín melodramática. Ahora me parece aterradoramente precisa.

El otro día llamé a Morse para ver cómo le iba. Me contó que es profesor de epidemiología en la Facultad Mailman de Salud Pública de la Universidad de Columbia y se encuentra en el rango de edad de los más vulnerables (como yo.) Su mujer y él están aislados en su piso del Upper West Side de Nueva York.

«Sí, me desalienta ver que no estábamos bien preparados al fin y al cabo y que seguimos sumidos en la negación», me dijo Morse. Recurrió directamente a una cita favorita, del gurú de la administración Peter Drucker, a quien en su día le preguntaron cuál era el peor error que podía cometer. Su respuesta, según Morse: «Acertar prematuramente».

Pero Morse y yo no «acertamos» exactamente, ni de forma prematura ni de ninguna otra forma. Nadie lo hizo. Cuando me preguntaron durante la gira del libro cómo sería la próxima pandemia, respondí que la mayoría de mis fuentes habían dicho que sería de influenza.

«Nunca me han gustado las listas», me contó Morse, añadiendo que siempre supo que la próxima plaga podría llegar de cualquier parte. A principios de los 90, sus colegas sí tendían a centrarse en la influenza, así que él hizo lo mismo. Quizá fuera un error; contar a la gente que la gripe provocaría la próxima pandemia no hacía que pareciera una pesadilla. ¿La gripe? La tengo cada año. Tenemos una vacuna.

Quizá fue demasiado fácil descartar estas alertas por ser «solo la gripe», aunque en todo el libro y cada vez que hablaba de él insistí en llamar al virus influenza para privarlo de cualquier posible familiaridad. Quizá mi libro fue demasiado confuso o debería haberme esforzado más por transmitir mi mensaje. Quizá debería haberme ceñido al tema del virus emergente en lugar de divagar para escribir acerca de muchas cosas más.

Pero otros periodistas también estaban escribiendo libros con el mismo mensaje. Algunos de ellos fueron grandes superventas; yo solía referirme al mío en broma como la «precuela» de los libros que dejaron huella solo un año después: Zona caliente de Richard Preston y The Coming Plague (La próxima plaga) de Laurie Garrett. (Más recientemente, hubo otro superventas: Contagio: La evolución de las pandemias de David Quammen, una continuación de un reportaje que escribió sobre las enfermedades emergentes para National Geographic en 2007.) Todos ellos describen los mismos escenarios nefastos, los mismos juegos bélicos, los mismos lamentos por estar mal preparados. ¿Por qué no fue suficiente todo eso?

“Ver cómo se desarrolla la situación tres décadas después de haber escrito que se desarrollaría de forma muy parecida a como lo está haciendo me produce una extraña sensación de vértigo.”

Es posible que uno de los científicos de mi libro, Edwin Kilbourne, hubiera tenido algo que decir al respecto. Kilbourne, un destacado investigador de vacunas contra la influenza, era enjuto y tenía perilla. Cuando lo conocí en su oficina de la Facultad de Medicina Monte Sinaí con su bata blanca de laboratorio, lo describí como un cruce entre Pete Seeger y Jonas Salk. (Solo después de su muerte a los 90 años me di cuenta de lo certera que había sido. Su obituario de 2011 en el New York Times mencionó que, además de ser un experto en la influenza, Kilbourne fue un poeta publicado).

A mediados de los 80, pidieron a Kilbourne que participara en una conferencia en el Banbury Center de Long Island sobre «Virus alterados genéticamente y el medio ambiente». La aprovechó como una oportunidad para imaginar un virus infernal real con todas las cualidades que lo volverían más contagioso, letal e imposible de controlar. Lo llamó el «virus (mutante) máximamente maligno» o MMMV, por sus siglas en inglés. Según la descripción de Kilbourne, el MMMV tendría la estabilidad ambiental del virus de la polio, la tasa de mutación elevada del virus de la influenza, el espectro de hospedadores del virus de la rabia y el largo potencial de latencia del virus del herpes. Se transmitiría por el aire y se replicaría en el tracto respiratorio inferior, como la influenza, e insertaría sus propios genes directamente en el núcleo del huésped, como el VIH.

Este nuevo coronavirus no es el macabro MMMV de Kilbourne exactamente, pero sí presenta algunas de sus propiedades más escalofriantes: se transmite por el aire, persiste en las superficies durante días y se replica en el tracto respiratorio inferior. Asimismo, puede haber casos leves o asintomáticos, lo que quiere decir que, aunque la gente sea contagiosa, suele sentirse lo bastante sana para salir a la calle, ir al trabajo y toser sobre los demás.

Pero del mismo modo que Morse me dice que nunca ha sido un apasionado de las listas de «Los más peligrosos para nosotros», Kilbourne me dijo hace 30 años que no intentaba hacer predicciones precisas con su presentación del MMMV. Me contó que su argumento consistía en demostrar que «con los virus, en los que solo unos pocos cambios pueden suponer una diferencia enorme en el comportamiento de los microbios, intentar predecir las vías de evolución y aparición puede ser un asunto traicionero».

Y ahora, en este momento de espera, mientras pienso por qué se ignoró la mayoría de las advertencias, acabo volviendo a la triste frase que escribí en Las fronteras del virus: «Pregúntale a un virólogo de campo qué considera una epidemia que vale la pena investigar y te responderá con un cinismo característico: “La muerte de una persona blanca”».

A mi pesar, no he podido encontrar los cuadernos donde figura el nombre del «virólogo de campo» real que me lo dijo. Alguien debió de decírmelo y debió de decirlo con cinismo. Con todo, basándome en la lentitud de nuestra respuesta colectiva a muchos de los brotes que he visto en las tres últimas décadas, sí que creo que esta sensación de otredad ha figurado en las raíces de gran parte de la autocomplacencia oficial y personal sobre las nuevas plagas virales.

Quizá estábamos habituados al peligro real de una crisis internacional de verdad porque habíamos visto muchas amenazas que acababan extinguiéndose, mientras un brote tras otro permanecía confinado en regiones del mundo que a la mayoría nos parecían remotas y diferentes. Salvo por el sida, las epidemias salvajes no han tendido a ser globales: en 2003, el SARS quedó restringido a Asia; en 2012, el MERS no llegó a salir de Oriente Medio; en 2014, el ébola fue una calamidad que afectó principalmente a África. En el resto del mundo, seguimos viendo cómo evitábamos cada bala y nos fue fácil atribuir la susceptibilidad del resto a cosas que no existían en nuestra forma de vida confortable. La mayoría no montábamos camellos, no comíamos monos, no manipulábamos murciélagos vivos ni civetas en los mercados.

El mismo año que publiqué mi libro, Morse publicó un volumen editado de trabajos académicos llamado Emerging Viruses. Lederberg apareció en el libro. «Hay quien podría decir que el sida ha hecho que estemos siempre alerta ante nuevos virus», escribió Lederberg. «Ojalá fuera cierto. Otros han dicho que podríamos hacer poco más de sentarnos y esperar la avalancha», y con «otros» Lederberg aludía a los legisladores, la población en general e incluso a «las principales instituciones sanitarias de mundo». Le sorprendía que la gente aún insistiera en taparse los ojos «incluso hoy en día», pese a la amenaza cada vez mayor de nuevas enfermedades virales.

Escribió eso hace 30 años. ¿Qué pensaría ahora de nosotros?

Volver a explorar ese terreno con una sensación urgente de amenaza resulta doloroso, de eso no cabe duda. Ver cómo se desarrolla la situación tres décadas después de haber escrito que se desarrollaría de forma muy parecida a como lo está haciendo me produce una extraña sensación de vértigo. Si por aquel entonces hubiera expuesto más enérgicamente las razones por las que necesitábamos vigilancia y preparación —es decir, si hubiera escrito un libro mejor—, ¿dónde estaríamos ahora?

La gente ha ofrecido todo tipo de argumentos sobre el origen de la actual pandemia, de lo predecible a lo original. Pero ahora mismo, cuando cada semana que pasa parece casi irreconocible, siento algo raro y quizá ligeramente esclarecedor cuando leo las historias de mi libro, historias que tuvieron lugar en el último siglo, cuando seguían apareciendo nuevos virus que azotaban a una población y acababan extinguiéndose. Nunca (con la excepción de la pandemia de influenza de 1918-19) a la escala que presenciamos ahora y nunca con esta ferocidad y con esta mezcla específica de transmisibilidad y letalidad. Estuvimos a punto de aprender las lecciones correctas en los 90; quizá esta vez las aprendamos de verdad.

Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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    Investigador, Copenhague

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