La «fatiga de Zoom» pasa factura al cerebro. ¿A qué se debe?

Las videollamadas parecen una solución elegante para el teletrabajo, pero desgastan la psique de formas complejas.

Por Julia Sklar
Publicado 27 abr 2020, 12:04 CEST

El auge sin precedentes de las videollamadas ante la pandemia ha puesto en marcha un experimento social extraoficial.

Fotografía de Benjamin Rasmussen

Nada más acabar de dar clase por Zoom el 15 de abril, Jodi Eichler-Levine se quedó dormida en la habitación para invitados donde había establecido su oficina. La profesora de estudios religiosos de la Universidad Lehigh, en Estados Unidos, afirma que aunque enseñar siempre cansa, nunca se había «quedado frita» así.

Hasta hace poco, Eichler-Levine impartía clases en persona a gente cuyas emociones podía evaluar fácilmente, hasta cuando hablaba de temas complejos (como la esclavitud y el Holocausto) que demandan un alto nivel de empatía y matización conversacional. Ahora, como con muchas personas de todo el mundo, la pandemia de COVID-19 ha introducido su vida en el espacio virtual. Además de dar clases remotas, ha asistido a la hora feliz semanal de su departamento, a una noche de manualidades con sus amigos y a un séder de Pésaj, todo por la aplicación de videoconferencias Zoom. La experiencia está pasando factura.

Fotografía de Benjamin Rasmussen

«Es casi como si exteriorizaras más los sentimientos solo porque estás en un recuadrito en una pantalla. Estoy cansadísima», afirma Eichler-Levine.

Hay tanta gente viviendo experiencias similares que este fenómeno ha pasado a conocerse como «fatiga de Zoom», aunque este cansancio también se aplica si usas Google Hangouts, Skype, FaceTime o cualquier otra interfaz de videollamadas. El auge sin precedentes de su uso ante la pandemia ha puesto en marcha un experimento social extraoficial y ha demostrado algo que siempre ha sido cierto a escala poblacional: las interacciones virtuales pueden ser duras para el cerebro.

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    Fotografía de Benjamin Rasmussen
    Fotografía de Benjamin Rasmussen

    «Hay muchas investigaciones que demuestran que en realidad tenemos muchas dificultades con esto», afirma Andrew Franklin, profesor adjunto de ciberpsicología en la Universidad Estatal de Norfolk, en Virginia. Franklin cree que la gente podría sorprenderse por lo difíciles que le resultan las videollamadas, ya que este soporte aparece confinado pulcramente en una pantalla pequeña y presenta pocas distracciones obvias.

    Una maldición...

    Los humanos se comunican aunque no digan nada. Durante una conversación en persona, el cerebro se concentra parcialmente en las palabras que se dicen, pero también extrae significado de decenas de señales no verbales, como si una persona está de cara o ligeramente girada, si está inquieta mientras hablas o si inhala rápidamente justo antes de interrumpirte.

    Estas señales pintan un panorama holístico de lo que se transmite y la respuesta que se espera del otro interlocutor. Los humanos evolucionamos como animales sociales, así que para la mayoría percibir estas señales es algo natural, hace falta poco esfuerzo consciente para analizarlas y puede sentar las bases de la intimidad emocional.

    Fotografía de Benjamin Rasmussen

    Sin embargo, una videollamada normal afecta a estas capacidades arraigadas y exige prestar una atención constante e intensa a las palabras. Si solo vemos la cara y los hombros de una persona, la posibilidad de ver los gestos de las manos u otro tipo de lenguaje corporal queda eliminada. Si la calidad del vídeo es mala, se frustra cualquier esperanza de deducir algo a partir de las expresiones faciales mínimas.

    «Para alguien que depende de esas señales no verbales, el no tenerlas puede ser agotador», afirma Franklin. El contacto visual prolongado se ha convertido en la señal facial más intensa disponible y puede parecer amenazadora o demasiado íntima si se sostiene demasiado.

    Las pantallas con varias personas amplían el problema de la fatiga. La vista en galería supone una dificultad para la visión central del cerebro y lo obliga a descodificar a tanta gente al mismo tiempo que no se obtiene nada significativo de nadie, ni siquiera de la persona que habla.

    Fotografía de Benjamin Rasmussen
    Fotografía de Benjamin Rasmussen

    «Realizamos muchas actividades, pero nunca nos dedicamos por completo a nada en particular», explica Franklin. Los psicólogos lo denominan atención parcial continua y se aplica tanto a los entornos virtuales como a los reales. Por ejemplo, piensa en lo difícil que sería leer y cocinar a la vez. Es el tipo de multitarea que el cerebro intenta (y no suele conseguir) manejar en una videollamada grupal.

    Esto provoca problemas, como que las videollamadas grupales se vuelven menos colaborativas y más compartimentadas, conversaciones en las que solo hablan dos personas al mismo tiempo mientras las demás escuchan. Como cada participante usa una secuencia de audio y es consciente del resto de las voces, es imposible mantener conversaciones paralelas. Si ves a un solo interlocutor cada vez, no puedes reconocer el comportamiento de los participantes no activos, algo que sí percibirías con la versión periférica.

    Para algunas personas, la división prolongada de la atención genera la sensación desconcertante de que te estás agotando sin haber conseguido nada. El cerebro se siente abrumado con el exceso de estímulos mientras está concentrado en buscar señales no verbales que no puede encontrar.

    Por eso, según Franklin, una llamada telefónica tradicional podría pasar menos factura al cerebro, ya que cumple una pequeña promesa: solo transmite una voz.

    ... o una bendición

    Por el contrario, el cambio brusco a las videollamadas ha sido una bendición para las personas con dificultades neurológicas para mantener conversaciones en persona, como las personas con autismo, que pueden sentirse abrumadas cuando hablan varias personas.

    Hace poco, John Upton, editor de Climate Central, descubrió que es autista. A finales del año pasado empezó a tener dificultades con la carga mental que le suponía asistir a conferencias llenas de gente, participar en reuniones en persona y sortear las conversaciones triviales propias de las oficinas. Cuenta que estas experiencias le provocaban «una tensión ambigua, una especie de ansiedad».

    Si te sientes cohibido o sobreestimulado, apaga la cámara y ahorra energía para cuando quieras percibir las señales no visuales que se consigan transmitir.

    Fotografía de Benjamin Rasmussen

    En consecuencia, sufrió regresión autista y tuvo dificultades para procesar información compleja (que según él suele ser su fuerte), lo que le generó una sensación de impotencia y futilidad. Para combatirlo empezó a trabajar desde casa y a celebrar todas las reuniones los jueves para quitárselas de en medio.

    Ahora que la pandemia también ha obligado a sus colegas a teletrabajar, ha observado que las videollamadas hacen que hablen menos personas a la vez y que haya menos conversaciones de relleno al principio y al final de cada reunión. Upton afirma que su sensación de tensión y ansiedad se ha reducido hasta ser prácticamente insignificante.

    Según Claude Normand, de la Universidad de Quebec Outaouais, que estudia cómo socializan por Internet las personas con discapacidades intelectuales o del desarrollo, esto lo respalda la investigación. Indica que las personas con autismo suelen tener dificultades para entender cuándo es su turno para intervenir en conversaciones en persona. Por eso el desfase frecuente entre los interlocutores en las videollamadas podría ayudar a algunas personas autistas. «Cuando haces [una videollamada por] Zoom, está claro a quién le toca hablar», afirma Normand.

    Sin embargo, añade que otras personas en el espectro autista podrían tener dificultades con las videollamadas, ya que pueden acentuar los desencadenantes sensoriales, como los ruidos fuertes y las luces brillantes.

    En general, las videollamadas han permitido que las conversaciones humanas se desarrollen de formas que habrían sido imposibles hace unos años. Estas herramientas nos permiten mantener relaciones a larga distancia, conectar salas de trabajo de forma remota e, incluso ahora, pese al agotamiento mental que pueden crear, promover cierta sensación de unidad durante una pandemia.

    Hasta es posible que la fatiga de Zoom disminuya cuando la gente aprenda a desenmarañar el lío mental que provocan las videollamadas. Si te sientes cohibido o sobreestimulado, Normand recomienda apagar la cámara. Ahorra energía para cuando quieras percibir las pocas señales no verbales que te lleguen, como durante las agotadoras charlas con personas a las que no conoces bien o cuando quieras sentir el cariño de ver a un ser querido. Si es una reunión de trabajo que pueda hacerse por teléfono, intenta caminar al mismo tiempo.

    «Se sabe que caminar en una reunión mejora la creatividad y es probable que reduzca el estrés», afirma Normand.

    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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