Nos hemos quedado sin nombres de huracanes. ¿Y ahora qué?
El 2020 ha sido una de las temporadas de huracanes más activas en el Atlántico norte desde que se mantienen registros. Ahora nos hemos quedado sin nombres humanos para las tormentas.
El huracán Florence sobre el océano Atlántico la mañana del 12 de septiembre de 2018.
A las 11 de la mañana (AST) del viernes, 18 de septiembre, la depresión tropical 21 se convirtió en la tormenta tropical Wilfred. Ese mismo día, cuando se formó una tormenta tropical cerca de Portugal, la bautizaron con la primera letra del alfabeto griego: Alfa. Cuando se formó otra tempestad en el oeste del golfo de México, la llamaron Beta.
La temporada de huracanes del Atlántico se extiende de junio a noviembre y en la de 2020 ya se han producido más tormentas en el periodo más breve desde que se tienen registros históricos. El Centro Nacional de Huracanes de Estados Unidos (NHC, por sus siglas en inglés) solo se ha quedado sin nombres humanos para tormentas tropicales en dos ocasiones y ha tenido que recurrir a su reserva: el alfabeto griego. En 2005, cuando se nombraron 27 tormentas, el último fue Zeta (la sexta letra del alfabeto griego).
El ciclón tropical —nombre genérico de las tormentas que rotan y se forman en todos los océanos del mundo— asciende de depresión tropical a tormenta tropical cuando la velocidad máxima del viento sostenido alcanza 63 kilómetros por hora. En ese momento, se le asigna un nombre.
Ni ceremonias ni ritos acompañan estos momentos en la sede del NHC en Miami, Florida, donde se vigilan las tormentas del Atlántico norte. Este bautismo es procedimental, una parte de un sistema de etiquetado que los meteorólogos han utilizado durante 67 años. «Es el siguiente paso natural», afirma Edward Rappaport, vicedirector del NHC que ha trabajado en la organización durante más de 40 años. «No se grita a los cuatro vientos».
Pero poner nombres a tormentas posiblemente mortales es importante por varios motivos. Llamar a una tormenta Eduard u Otto puede transmitir una sensación de más inmediatez, que puede suponer la diferencia en la forma en que la gente se prepara para un posible desastre.
«En general, los humanos se preocupan por otros humanos, así que humanizar algo inanimado hace que nos preocupemos más», afirma Adam Waytz, profesor de la Universidad Northwestern y autor del libro The Power of Human. «Poner nombres a las cosas puede hacerlas más memorables, más fáciles de recordar y sin duda hace que las cosas parezcan más fluidas o fáciles de procesar. Como la investigación demuestra que la información que se procesa fácilmente cobra más importancia en nuestra mente, es probable que poner nombres a las cosas también les otorgue importancia».
Nombramientos científicos
En el NHC, en las salas llenas de pantallas, los científicos estudian los datos de los satélites, los radares y los aviones de reconocimiento meteorológico para determinar, entre otras cosas, la velocidad máxima del viento sostenido de un ciclón tropical. Esta se calcula a partir de la velocidad media de los vientos más rápidos de la tormenta —a 10 metros sobre la superficie del agua, en las ráfagas más cercanas al ojo— durante un minuto.
A medida que la tormenta tropical Beta se acerca a la costa de Texas con la amenaza de fuertes vientos e inundaciones, su identidad ya ha quedado establecida. Se quedará con el nombre «Beta» si aumenta el tamaño y la intensidad de la tormenta y se convierte en un huracán cuando la velocidad máxima del viento sostenido supere los 119 kilómetros por hora. También se quedará con el nombre si la tormenta se disipa y muere en un par de horas. Una vez otorgado, no se le puede quitar.
Hay un proceso científico para elegir los nombres de las tormentas tropicales y para decidir cuándo nombrar una. La Organización Meteorológica Mundial (OMM) gestiona 10 grupos de nombres para ciclones que alcanzan un tamaño mínimo en todo el mundo; cada grupo consta de una serie de listas, la mayoría en orden alfabético y con los nombres alternados por género.
Según la OMM, las organizaciones meteorológicas regionales crean grupos de nombres que son cortos y fáciles de pronunciar. La mayoría de los nombres del Pacífico centro-septentrional están en hawaiano y se organizan en cuatro listas, cada una con 12 nombres. Por ejemplo, la lista 1 empieza así: Akoni, Ema, Hone, Ion. Y la lista 2: Aka, Ekeke, Hene, Iolana.
Los nombres del norte del océano Índico son principalmente sudasiáticos. El grupo del Atlántico norte, que es la zona supervisada por el NHC, posee seis listas de 21 nombres derivados del inglés, el español o el francés que se utilizan en años consecutivos y se repiten cada seis años. Así que Barry —el nombre de un huracán en 2019— se utilizará de nuevo para denominar la segunda tormenta tropical del Atlántico norte de 2025. Independientemente de hasta qué letra del alfabeto griego lleguen en 2020, el año que viene el NHC empezará con la próxima lista de nombres humanos.
No existe ninguna opción para los meteorólogos en lo referente a nombrar tormentas tropicales, simplemente tienen un catálogo de nombres reciclados a los que recurren a medida que aparecen nuevas tormentas cada año: Arthur, Bertha, Cristobal, Dolly, Edouard, y un largo etcétera.
Aunque el proceso moderno de nombrar las tormentas tropicales es científico, el origen de la práctica es desorganizado y emocional. Los primeros nombres de tormentas documentados se asignaron después de que se produjeran huracanes increíblemente devastadores, como el huracán Santa Ana, que asoló Puerto Rico el 26 de julio de 1825 (día de santa Ana) y mató a cientos de personas. El huracán san Felipe tocó tierra en Puerto Rico el 13 de septiembre de 1876 (día de san Felipe) y mató a más de 20 personas.
Esta tendencia conmemorativa continuó con el paso de los años y después dio un giro durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los meteorólogos de la Armada y la Fuerza Aérea estadounidenses empezaron a ponerles los nombres de sus novias, mujeres o enamoradas a los ciclones tropicales. Sin embargo, en torno a la misma época, a medida que las herramientas atmosféricas avanzaban y se podían identificar más ciclones, los meteorólogos descubrieron que necesitaban el nombre de las tormentas cuanto antes para organizarlas. En 1945, la Oficina Nacional de Meteorología (ahora Servicio Meteorológico Nacional) de Estados Unidos decidió seguir el ejemplo del ejército y poner nombres de mujer a las tormentas tropicales atlánticas, pero por un motivo más utilitario: que las comunicaciones y la documentación fueran más claras. Esto continuó hasta 1979, cuando por la presión de importantes feministas cambiaron a nombres masculinos y femeninos.
Rappaport señala que en la actualidad no existe ningún vínculo personal entre los nombres de los huracanes y los meteorólogos. La nomenclatura existe por dos motivos, ambos prácticos: mantenimiento de registros y concienciación pública. «Ponerle nombre llama más atención al sistema que no ponérselo», afirma.
Nombres retirados
En el Atlántico norte, así como en la mayoría de las regiones, el único caso en que se revisan las listas alternas de nombres es cuando una tormenta particularmente destructiva toca tierra y deja un impacto duradero en la conciencia pública. Entre los ejemplos figuran Katrina, en 2005 y Sandy, en 2012. Cuando una tormenta alcanza cierto nivel de infamia, la OMM retira el nombre. Entonces, en la reunión anual de los Comités de Ciclones Tropicales, se decide otro nombre del mismo género, con la misma letra inicial y con el mismo origen. Katrina fue remplazado por Katia; Sandy, por Sara.
Incluso en las reuniones para decidir nombres nuevos, los meteorólogos mantienen cierto grado de objetividad científica en su labor. Rappaport explica que una de las normas de la OMM para remplazar los nombres retirados es que no se utilicen los nombres de familiares ni amigos, o de trabajadores siquiera, para evitar cualquier tipo de relación inapropiada entre huracanes y científicos. «Se saca de una lista genérica de nombres de una letra en particular», afirma.
El año 2005 fue todo un récord, ya que se retiraron cinco nombres, Katrina entre ellos. Y este año, cuando los vientos de la tormenta tropical Alfa superaron los 63 kilómetros por hora, seguida poco después de Beta —la 23ª tormenta de la temporada de 2020—, hemos llegado a un punto en el que los huracanes ya no nos recuerdan a una persona ni a una cara, sino a una ecuación matemática.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.