Por qué cada año —pero sobre todo el 2020— nos parece el peor
El consumo ilimitado de medios sesga nuestra percepción del presente. Así podemos romper el ciclo.
Marietta Diaz (30), que trabaja en ventas de dispositivos médicos, en el salón de su casa en Wellington, Florida, el 23 de marzo de 2020. Está haciendo cuarentena tras haber dado positivo en el nuevo coronavirus (COVID-19). Diaz tiene una hija de ocho años que empezará a estudiar desde casa la semana pasada y está nerviosa por cómo le irá. «Decidí ir a urgencias cuando vi que no podía recuperar el aliento. Cuando ves las noticias y tienes ansiedad, tu cuerpo puede crear síntomas. En mi mente me debatía entre si eran síntomas mentales o síntomas víricos». Diaz ha recibido reacciones negativas por parte de las personas con quien estuvo en contacto. «Las reacciones que recibí de la gente fueron mi límite. La gente sabe que está ahí, por todas partes, y enseguida señalan a las personas que han dado positivo. Pero la gente también sale, va en barco, celebra reuniones, aunque puedan ser portadores asintomáticos», dijo Diaz. Diaz aún tiene por delante 12 días de cuarentena obligatoria y le cuesta encontrar actividades para pasar el tiempo. «Es difícil estar sola en casa y ser incapaz de hacer ejercicio o leer un libro porque me duele la cabeza».
En el año 2020, Jenny Eastwood se volvió adicta a las malas noticias. La joven de 26 años autóctona de Auckland, Nueva Zelanda, no podía dejar de leer artículos sobre la pandemia letal, la brutalidad policial, las protestas, las teorías de la conspiración y la política a medida que se desarrollaba cada crisis, sobre todo a medio mundo de distancia en los Estados Unidos. Cada 10 minutos aparecía otra publicación nefasta en Reddit o Instagram.
«En mitad de la pandemia me sentí desanimada», cuenta Eastwood, que trabaja en marketing. «Me parecía que la humanidad en general era un asco, pero era incapaz de concentrarme en nada porque estaba pensando constantemente en ver las últimas novedades».
Como mucha gente, Eastwood se había obsesionado con el aparente peligro creciente que corre nuestro mundo, una respuesta cuyo origen se encuentra en nuestro desarrollo evolutivo. Las noticias de miedo y peligro despiertan nuestra ansiedad. Ponen el cerebro en alerta máxima, una ventaja que en su día protegía a nuestros antepasados homínidos de los depredadores y los desastres naturales, pero que ahora nos ha dejado el «doomscrolling», que se refiere a la actualización constante de las redes sociales y las noticias digitales para estar al tanto de las últimas amenazas. El pulso se acelera y la mente vigila constantemente, en busca de la próxima catástrofe percibida. Queremos sentirnos preparados, así que nos volvemos adictos a las últimas noticias y buscamos más y más hasta que el mundo parece peor que nunca.
Ocurren tragedias suficientes para tenernos pegados a las pantallas. A principios de septiembre, la pandemia había matado a más de 860 000 personas en todo el mundo y la cifra sigue subiendo mientras la crisis pone de relieve la rampante desigualdad económica y social. Hemos visto incendios de récord en California y Australia, una temporada de huracanes muy intensa en el Atlántico, enjambres de langostas que devoran los cultivos de África oriental y una enorme explosión química que destruyó el puerto de Beirut, mató a al menos 190 personas y ha causado hasta 12 600 millones de euros en daños. Millones de personas de todo el mundo han protestado en la calle contra la brutalidad policial y los símbolos de la época confederada y de la opresión colonial. Por si fuera poco, también es un año de elecciones muy polémico en Estados Unidos.
Lo cierto es que 2020 no ha sido solo cosas malas. La telemedicina ha hecho que la atención sanitaria sea más accesible que nunca. Los libros antirracistas figuran en las listas de los más vendidos. Mucha más gente se lava las manos. Los estadounidenses han adoptado a cientos de miles de mascotas que estaban en refugios de animales y ahora parece que todo el mundo tiene perro.
Si un año nos parece el peor, es principalmente porque nuestros cerebros tienden a juzgar el presente con más dureza. El consumo ilimitado de medios sesga nuestra percepción y facilita que caigamos en patrones de creencias malsanos.
No hay que desconectarse de la vida digital para gozar de una mejor perspectiva del año. Según los expertos, aprender a domar las creencias negativas persistentes o la inclinación por ver el pasado de color de rosa pueden darte un respiro muy necesario del estrés de este año.
Ver lo bueno y lo malo
Puede que nuestros antepasados no estuvieran de acuerdo en que 2020 es el peor año de la historia. Sí, están ocurriendo cosas que dan miedo, pero muchas también han ocurrido en el pasado, como la pandemia de gripe de 1918 en la que murieron 50 millones de personas. Además, la creencia de que la civilización está en declive es una tradición tan antigua como la civilización misma. Incluso los antiguos atenienses se quejaban en el siglo V a.C. de que su democracia ya no era la de antes. Hoy en día, llamamos a esa creencia «declinismo».
Antes de la pandemia, la mayoría de los estadounidenses creían que su país iba cuesta abajo. Casi un 60 por ciento de los encuestados pensaban que la influencia del país en el mundo estaba disminuyendo, según una encuesta de 2019 del Pew Research Center. Solo un 12 por ciento de las personas que respondieron al sondeo se mostraban «muy optimistas» sobre el futuro del país, mientras que un 31 por ciento eran «un poco pesimistas» y un 13 por ciento, «muy pesimistas» respecto al futuro de Estados Unidos.
Ahora, puede que los estadounidenses se sientan peor que antes respecto al futuro, sobre todo porque las órdenes de confinamiento y el aislamiento han afectado a nuestra salud mental, lo que a su vez incrementa las probabilidades de que veamos el mundo desde una perspectiva negativa.
En la cultura occidental, las personas son propensas a interpretar los acontecimientos actuales de forma negativa y suelen preferir el pasado, según la investigación de Carey Morewedge, profesora de marketing en la Universidad de Boston. Esto se debe a que nuestros recuerdos autobiográficos presentan un sesgo positivo. Cuando pensamos en el pasado, solemos recordar las experiencias positivas. A veces, esto se llama «retrospección idílica» o «retrospección color de rosa».
«Si pienso, por ejemplo, sobre lo mucho que me gusta ir a partidos de béisbol, no voy a recordar las veces en que perdió mi equipo», cuenta Morewedge. «Juzgamos el pasado por sus grandes éxitos, pero juzgamos el presente con todo lo que tenemos a nuestra disposición».
“Juzgamos el pasado por sus grandes éxitos, pero juzgamos el presente con todo lo que tenemos a nuestra disposición.”
Incluso los historiadores caen en la trampa de venerar versiones positivas y poco realistas del pasado. Erika Harlitz-Kern, historiadora de la Universidad Internacional de Florida en Miami, señala que esta veneración suele reflejarse en términos como la «Edad Dorada». En la historia de los Estados Unidos, la Edad Dorada se refiere al periodo entre 1870 y 1900 en el que la Revolución Industrial dio lugar a grandes avances en la tecnología, las artes y la cultura.
«Pero este periodo también fue una época de desigualdad social, de mucha pobreza y del genocidio y desplazamiento continuo de los nativos americanos», explica Harlitz-Kern. Sin embargo, el término Edad Dorada pinta el periodo con una luz indudablemente positiva.
Aquí entran las redes sociales, que nos proporcionan dosis infinitas de nuestro presente complicado, con matices y aparentemente calamitoso. No es de extrañar que el pasado nos parezca de color de rosa cuando tenemos tantos datos sobre las tribulaciones actuales del mundo al alcance de la mano.
Por qué el doomscrolling y las redes sociales van de la mano
No es ningún secreto que el consumo excesivo de noticias provoca estrés. Según una encuesta de 2017 de la Asociación Estadounidense de Psicología, los participantes que seguían el ciclo informativo dormían menos y sufrían estrés, ansiedad, fatiga y otros síntomas negativos para la salud mental. La misma encuesta desveló que hasta un 20 por ciento de los estadounidenses están actualizando constantemente las redes sociales y uno de cada diez comprueba las noticias cada hora.
Aunque parece que las noticias de hoy son más chocantes que nunca, la idea de que el consumo mediático afecta negativamente a nuestra percepción del mundo no es nueva. En 1968, se puso en marcha una investigación ambiciosa en la Facultad Annenberg de Comunicación de la Universidad de Pensilvania. El denominado Cultural Indicators Project se convirtió en uno de los primeros estudios exhaustivos de la influencia de la televisión en las actitudes y percepciones de los espectadores estadounidenses. El estudio, dirigido por el decano de la facultad, George Gerbner, descubrió una correlación directa entre el tiempo que se pasa viendo la televisión y las probabilidades de que el espectador perciba el mundo como más aterrador o peligroso, un fenómeno que llamó «síndrome del mundo cruel».
Garber descubrió que los espectadores que veían programas de televisión violentos solían creer que la violencia era habitual en la vida real. Esto concordaba con su «teoría del cultivo», que proponía la hipótesis de que cuanta más televisión veía la gente, más empezaba a creer que la televisión refleja la realidad en lugar de haberse estilizado para dar un efecto dramático.
Las investigaciones modernas han respaldado estas ideas, pero los efectos no siempre son negativos. Según Mesfin Awoke Bekalu, investigador que estudia la relación entre las redes sociales y la salud pública en la Facultad de Salud Pública T.H. Chan de Harvard, todo depende del medio del consumo y de cómo se use.
Bekalu advierte que no se deben confundir los efectos de las redes sociales con la investigación previa sobre el consumo de televisión. A diferencia de la televisión, que es una actividad pasiva, las redes sociales exigen una participación activa, lo que significa que estudiar sus repercusiones es mucho más complicado. El lado positivo de las redes sociales es que pueden ofrecer a los usuarios apoyo emocional y social, que para algunos ha sido indispensable durante la pandemia. Sin embargo, también pueden hacer que experimentemos el «efecto de desplazamiento», un fenómeno en el que la actividad mental ocupa el lugar de una necesidad física humana.
“«Merodear», o ver las últimas publicaciones de amigos o desconocidos sin participar, suele tener consecuencias psicológicas negativas.”
«Las redes sociales desplazan las interacciones sociales en el mundo real, como las interacciones sociales en persona o la comunicación con la familia», explica Bekalu. «Incluso desplazan las actividades saludables, como practicar ejercicio físico y dormir».
Según descubrió Eastwood, el consumo de redes sociales puede convertirse en un ciclo adictivo. Cada vez que volvemos a las redes sociales, se nos presentan oportunidades de caer en trampas psicológicas. Las personas que tienen miedo a perderse algo suelen pasar más tiempo que otras en redes sociales, lo que puede provocar fatiga y, en última instancia, desgaste digital. «Para los jóvenes, la comparación social ascendente puede convertirse en un problema», afirma Bekalu. «Los jóvenes suelen compararse con los demás y a menudo eso suscita sentimientos de incompetencia y baja autoestima».
Pero el tiempo que pasamos en redes sociales no es tan importante como la forma en que lo pasamos. Participar activamente en conversaciones positivas con amigos y familiares puede mejorar el estado psicológico general de una persona. En cambio, «merodear», o ver las últimas publicaciones de amigos o desconocidos sin participar, suele tener consecuencias psicológicas negativas.
La introspección idílica, o menos uso antisocial de las redes
Los psicólogos sostienen que quizá nunca veamos el presente como algo perfecto, pero podemos aprender a controlar nuestros sesgos. El primer paso es reconocer cómo modifican nuestras percepciones los medios que consumimos. Dan a nuestros cerebros propensos al pánico más motivos para sentirnos estresados y más ejemplos del presente que comparar con nuestra versión editada del pasado. Cuando somos conscientes de nuestros patrones de pensamiento, podemos controlarnos y hacer una evaluación realista, señala Morewedge.
«Tenemos que ser conscientes del tipo de red social en la que estamos, con quién conectamos y qué tipo de contenidos consumimos», advierte Bekalu. «Las redes sociales pueden hacer que percibamos el presente como si fuera peor que el pasado, pero no le pasa a todo el mundo».
Para controlar nuestra retrospección idílica, hay que adoptar una perspectiva más realista de la historia y compararla con el presente. La pandemia da miedo, pero al menos no somos un plebeyo medieval durante una epidemia de peste bubónica y sin entender qué son los microbios.
También se poner en perspectiva el presente haciendo balance de lo que tenemos. Estamos progresando social y científicamente, y equipos de investigación de todo el mundo están trabajando en vacunas contra el coronavirus, un hito que no habría sido posible hace un siglo.
Por su parte, Eastwood no se dio cuenta de las repercusiones que tenía su obsesión con las noticias en su salud mental hasta que su pareja le sugirió que se tomara un descanso de las redes sociales. «Decidí que iba a dejarlas por completo», cuenta Eastwood, y no se ha arrepentido de su decisión.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.