Ni la inmunidad de grupo natural ni una vacuna poco eficaz detendrán la pandemia de COVID-19

Con cada brote se abren debates sobre la inmunidad colectiva y la infección natural. Las vacunaciones eficaces siempre ganan.

Por Nsikan Akpan
Publicado 5 oct 2020, 13:28 CEST, Actualizado 17 nov 2020, 12:12 CET
Edward Jenner administra la primera vacuna contra la viruela

La historia de la inmunidad de grupo puede explicar por qué necesitamos una vacuna eficaz para combatir la COVID-19. En la foto: Edward Jenner (1749-1823) administra la primera vacuna contra la viruela a James Phipps, un niño de ocho años, el 14 de mayo de 1796. Óleo sobre lienzo.

Fotografía de Ernes Board (pintor), DEA Picture Library, Getty Images
National Geographic presenta un Especial COVID-19, tres rigurosos documentales sobre los antecedentes, la situación actual y el futuro de la pandemia que ha azotado duramente al mundo en 2020. Estreno el 29 de noviembre a las 16:00 h, en National Geographic. 

Los primeros científicos que combatieron enfermedades, como Edward Jenner, Louis Pasteur y William Farr, sospechaban que, si se vacunaba a suficientes personas, se erradicaría una enfermedad. A principios del siglo XX, los veterinarios más interesados en el ganado que en las personas echaron mano de la idea y acuñaron el término «inmunidad de grupo» (o «de rebaño», si se traduce literalmente del inglés). Para la década de 1920, los estudios en cientos de miles de ratones introdujeron esta idea en la corriente de pensamiento principal, lo que suscitó optimismo ante la noción de que inmunizar a una fracción de una población pudiera impedir un brote devastador.

Pero incluso los pioneros que investigaron la inmunidad de grupo estaban desconcertados sobre cómo ponerla en práctica. Este enigma ha estado presente en batallas contra muchas epidemias modernas, como la viruela, la polio y el sarampión. Ahora ha pasado a formar parte del debate conforme la pandemia de COVID-19 continúa.

Algunos líderes se han preguntado si la inmunidad de grupo creada cuando la gente se contagia de forma natural del coronavirus SARS-CoV-2 sería suficiente para restaurar el funcionamiento de la sociedad. En busca de evidencias, señalan epicentros muy afectados como Nueva York, donde se ha contagiado casi un 20 por ciento de los residentes y el número de casos se ha mantenido bajo y constante durante meses. Alegan que esta recuperación sostenida debe deberse a la protección de grupo.

Pero según las matemáticas simples, las experiencias con brotes pasados y las evidencias emergentes de la pandemia actual, estas afirmaciones son una fantasía.

«Si se hubiera alcanzado una inmunidad de grupo suficiente en Nueva York, cabría esperar que los incidentes descendieran, no que se mantuvieran estables», afirma Virginia Pitzer, epidemióloga de la Facultad de Salud Pública de Yale que se especializa en la modelización matemática de la propagación de enfermedades.

La realidad es que la mayor parte del mundo —incluido un 90 por ciento de la población de Estados Unidos— sigue siendo susceptible a contagiarse del coronavirus pese a la cantidad de casos a nivel global. Apostar por el contagio natural para controlar el brote provocaría un ciclo desalentador que duraría meses o años y en el que los casos disminuirían y luego aumentarían. Aunque se estableciera esa protección comunitaria, se vería afectada constantemente por el nacimiento de niños y la posibilidad real de que disminuya la inmunidad de las personas ya contagiadas.

Solo se han erradicado dos enfermedades infecciosas: la viruela y la peste bovina. El resto de las enfermedades conocidas —entre ellas aflicciones del Viejo Mundo como la rabia, la lepra y la peste bubónica— se han gestionado mediante la intervención humana o siguen descontroladas.

«Es muy improbable que vayamos a eliminar la COVID-19 por completo en la población mediante la inmunidad natural», afirma Pitzer. Pero si añadimos una vacuna eficaz, Pitzer dice que «en teoría, sería posible eliminar el virus» o, al menos, controlarlo.

Un informe de 237 páginas de la Academia Nacional de Medicina de Estados Unidos publicado el 2 de octubre describe cómo distribuir dicha vacuna de forma equitativa y demuestra lo difícil que será el proceso. Un paso crucial será comunicar lo eficaz que debe ser una vacuna para detener la transmisión. Aunque las principales agencias sanitarias, como la Organización Mundial de la Salud y la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos, señalan que la vacuna anti-COVID-19 debería tener una eficacia mínima de un 50 por ciento para su aprobación, este punto de referencia sería demasiado bajo para establecer inmunidad de grupo.

«Esto no quiere decir que una vacuna que esté por debajo de este umbral concreto no resulte útil», afirma Bruce Y. Lee, profesor y director ejecutivo de Public Health Computational and Operations Research (PHICOR) de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. «Pero si quieres encontrar una situación en la que ya no haya que mantener la distancia interpersonal y otras medidas, entonces la vacuna deberá tener una eficacia de más de un 80 por ciento».

Qué quiere decir la inmunidad de grupo

La prominencia de la inmunidad de grupo a la hora de combatir pandemias se remonta a la década de 1920 y a la Universidad de Manchester, en Inglaterra. En el laboratorio, unos 15 000 ratones deambulaban cada año por unas superficies parecidas a bases lunares en miniatura. Estas cápsulas residenciales —de casi 30 centímetros de ancho cada una— estaban conectadas por túneles cilíndricos que permitían que los roedores se desplazaran con libertad entre las ciudades liliputienses.

Pero de vez en cuando, las ciudades ratoniles sufrían epidemias provocadas por los líderes del proyecto, William Whiteman Carlton Topley y Graham Selby Wilson. Los miembros de una ciudad se exponían a bacterias letales, mientras que los de otra ciudad recibían dosis de una vacuna junto al microbio. Sus hallazgos —publicados en 1923— demostraron que la inmunidad de una parte de la población podía ralentizar un brote y proteger a individuos susceptibles.

«Lo llamaron epidemiología experimental», afirma Paul Fine, profesor de epidemiología de enfermedades contagiosas de la Facultad de Higiene y Medicina Tropical de Londres, que ha escrito numerosos trabajos acerca de los orígenes de la inmunidad de grupo. Topley y Wilson —con la ayuda de sus coetáneos— contribuyeron a popularizar la idea, en particular mediante un libro de texto que aún se utiliza en la actualidad.

Con todo, cuando la mayoría de la gente debate la inmunidad de grupo, de lo que hablan es del denominado «teorema del umbral». A eso es a lo que se refieren los científicos cuando dicen que se debe inmunizar a un 75 por ciento de la población contra la COVID-19 para detener la transmisión de la enfermedad y calcularlo es muy sencillo.

Digamos que un microbio aterriza en un mundo extranjero en el que toda la población es susceptible. Y digamos que una persona infectada contagiará a otras cuatro, de media, un valor denominado tasa de contagio, representado con una R con el número cero como subíndice y que, por consiguiente, se pronuncia erre cero o erre subcero. Para aplanar el crecimiento del brote, lo preferible es una situación en la que los afectados infecten solo a una de cada cuatro personas.

«Bueno, esa sería una circunstancia en la que tres de cada cuatro fueran inmunes. Ha estornudado en cuatro caras, pero tres de esas personas eran inmunes», afirma Fine. Tres de cada cuatro son tres cuartos; es decir, que se necesita un umbral de un 75 por ciento para alcanzar la inmunidad de grupo.

Cada virus tiene su propia tasa de contagio, así que cada uno tiene su propio umbral de inmunidad de grupo. Por ejemplo, con el sarampión, en el que un caso puede infectar a 18 personas susceptibles, obtenemos un 94 por ciento. La polio tiene una tasa de contagio de siete, así que su umbral es un 85 por ciento. Estos porcentajes sirven como objetivos para la vacunación colectiva. Si se logran, habrá suficientes personas protegidas en la comunidad, así que una persona portadora del microbio no podría desencadenar un brote sostenible.

Aunque los fundamentos del teorema del umbral surgieron a principios del siglo XX, el epidemiólogo británico George Macdonald fue el primero que incorporó la tasa de contagio cuando estudiaba la malaria en África en la década de 1950. Sería en este continente donde se descubriría un punto ciego causado por la adhesión estricta al concepto.

Por qué la vacunación colectiva no pudo vencer la viruela por sí sola

A los 16 años, durante su voluntariado como bombero en el Servicio Forestal de Estados Unidos, William Foege aprendió un principio fundamental que salvaría a millones de personas del azote de la viruela. «Separa el combustible de las llamas y detendrás el incendio», escribe Foege en sus memorias House on Fire.

Foege no olvidó este mantra cuando en 1962 se unió a la agencia estadounidense que ha pasado a denominarse Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades ni cuando lo destinaron a Nigeria como agente del Servicio de Inteligencia de Epidemias.

Tres años antes, Naciones Unidas, la Asamblea Mundial de la Salud y la OMS habían puesto en marcha una campaña de erradicación global de la viruela. El programa de vacunación colectiva enseguida sofocó la enfermedad en Europa y Norteamérica, pero casi una década después, la enfermedad seguía siendo endémica en gran parte de África, Asia y Sudamérica, con decenas de miles de casos cada año. El virus siguió encontrando escondites —tanto en áreas rurales como en ciudades con una elevada densidad de población— y al final amenazó las zonas donde se había eliminado la enfermedad, ya que la inmunidad de la vacuna solo duraba cinco años.

Las tornas cambiaron el 4 de diciembre de 1996, cuando un misionero en la región nigeriana de Ogoja se comunicó con Foege por radio para advertirle de un posible brote nuevo. Foege y su unidad recorrieron 145 kilómetros en moto y confirmaron cuatro casos de viruela en una aldea, pero enseguida se enfrentaron a un dilema. Según el protocolo habitual, había que vacunar a todos los habitantes de las aldeas que se encontraban en un radio determinado, pero el equipo carecía de dosis suficientes. Tuvieron que improvisar.

«Si fuéramos virus de la viruela empeñados en ser inmortales, ¿hacia dónde extenderíamos nuestro árbol familiar?», escribe Foege. «La respuesta, obviamente, era encontrar a la persona susceptible más cercana en la que seguir reproduciéndose».

Optaron por localizar y vacunar a las personas que habían entrado en contacto con los casos conocidos. La denominada estrategia de «vacunación perifocal» o de «contención y vigilancia» ayudó a erradicar los últimos bastiones de la viruela en los ocho años siguientes.

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    “La filosofía de la ciencia es derribar las murallas de la ignorancia. La filosofía de la medicina es utilizar esa verdad para cada paciente. La filosofía de la salud pública es utilizar esa verdad para todos.”

    por WILLIAM FOEGE, EXDIRECTOR DE LOS CDC Y PROFESOR EMÉRITO DISTINGUIDO DE LA UNIVERSIDAD DE EMORY

    Se hizo abordando un defecto del teorema del umbral. Esa ecuación básica asume que cada persona en una población se encuentra en contacto con otras de forma igualitaria y expulsa un virus infeccioso de la misma forma.

    «El mundo real incumple estos supuestos», afirma Jeffrey Shaman, epidemiólogo de la Facultad Mailman de Salud Pública de la Universidad de Columbia. Solo hay que analizar el caso de la COVID-19. Los jóvenes han impulsado el grueso de la propagación, en parte, porque contactan con más personas.

    Este riesgo desigual de infección —o heterogeneidad— crea focos de propagación viral. Si un equipo de salud pública puede aislar a los mayores contagiadores, puede controlar un brote con menos dosis de una vacuna. Esto supone una ventaja enorme, sobre todo cuando una epidemia está cerca de la eliminación y la vacunación colectiva se vuelve menos rentable.

    Para 1971, un epidemiólogo llamado John Fox empezó a formular modelos de inmunidad de grupo que incorporaran mejor la heterogeneidad y décadas después aún es una norma habitual para los investigadores de salud pública. Esta práctica es similar a la labor de limpieza de árboles, matorrales y otros restos inflamables para rodear un incendio forestal y explica por qué los trabajadores sanitarios y de primeros auxilios y las personas en focos epidémicos como las cárceles probablemente sean las primeras en recibir la vacuna anti-COVID-19 aprobada.

    «Al sacar el combustible e ir un paso por delante del virus, habíamos creado un cortafuegos», escribe Foege, que ejercería de director de los CDC en 1977, el mismo año que se erradicó la viruela en África. Actualmente es el codirector del grupo responsable del informe de la Academia Nacional de Medicina y un distinguido profesor emérito de salud internacional en la Universidad de Emory, en Atlanta.

    «La filosofía de la ciencia es derribar los muros de la ignorancia», declaró Foege en una conferencia de prensa sobre el informe el 2 de octubre. «La filosofía de la medicina es utilizar esa verdad para cada paciente, pero la filosofía de la salud pública es utilizar esa verdad para todos».

    Pero su revelación sobre los cortafuegos también significa que hay que inmunizar a menos personas para atajar la transmisión respecto a lo que predice el teorema del umbral y los objetivos de vacunación colectiva. En la actualidad, esta noción ha impulsado por accidente la idea errónea de que puede lograrse un umbral más bajo a través de la infección natural para erradicar la COVID-19 de forma segura.

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    El 14 de agosto, Tom Britton, matemático de la Universidad de Estocolmo, en Suecia, y otros dos científicos publicaron un modelo en la revista Science que estima cómo podría influir la actividad social en el umbral de inmunidad de grupo. Partieron del supuesto válido de que los millennials y la generación Z se relacionan más que las personas mayores y, por consiguiente, propagarán más el virus. El equipo de Britton determinó un umbral de un 43 por ciento, muy inferior al 60 o 75 por ciento que se obtendría mediante la ecuación clásica.

    «No decimos que la cifra de nuestro modelo se aplique a la realidad», advierte Britton, que añade que el modelo solo indica hasta qué nivel puede influir la inmunidad inducida por las enfermedades. «No queremos que nuestro artículo haga que la gente se relaje y decida saltarse las restricciones y esperar a que se logre la inmunidad de grupo».

    Según Shaman, otra limitación de los modelos de heterogeneidad es que nadie sabe cómo se propagan los microbios entre las personas por la calle, así que es difícil determinar qué quieren decir estos umbrales reducidos en la vida real.

    «[La heterogeneidad] también cambia constantemente con el paso del tiempo debido a las medidas aplicadas. El teletrabajo, el cierre de los colegios y las mascarillas alteran las interacciones normales de las que se alimenta el virus», afirma Shaman. «Esto cambia el paisaje por completo».

    Asimismo, los estudios recientes de brotes explosivos de COVID-19 en dos regiones diferentes sugieren que el teorema clásico podría ser válido. En Catar, el umbral de inmunidad de grupo parece haberse alcanzado en unas 10 comunidades de clase obrera.

    «Un 60 por ciento de la población de Catar son trabajadores migrantes. Casi todos son hombres y de Asia meridional», afirma Shaman. «Viven en alojamientos parecidos a las residencias de estudiantes. Comen en lugares similares a las cafeterías estudiantiles. Son de lo más homogéneo que hay en lo referente a las interacciones».

    En julio, los investigadores empezaron a realizar estudios de anticuerpos en estas poblaciones, que indican una infección pasada. Desvelaron que de un 60 a un 70 por ciento de estos trabajadores manuales y artesanos —que normalmente son adultos jóvenes— habían contraído la COVID-19 y desarrollado inmunidad. En el país, el número de casos se ha mantenido bajo, aunque las autoridades reabrieron las fronteras en verano.

    Otro estudio señaló que la ciudad brasileña de Manaos había alcanzado el umbral y mitigado el brote de este verano, ya que el coronavirus había infectado a entre un 44 y un 66 por ciento de su población. Sin embargo, un brote reciente de casos plantea dudas sobre si la ciudad había conseguido protección comunitaria, o peor, si la inmunidad contra el coronavirus se desvanece.

    Si esto último es cierto, el virus volverá aunque se alcance el umbral de inmunidad de grupo por vías naturales. Esta vulnerabilidad se vería reforzada por los niños, que nacen sin defensas inmunitarias y, por consiguiente, son susceptibles a contraer y propagar la enfermedad. Shaman indica que otro factor preocupante de la inmunidad menguante serían las reinfecciones frecuentes con síntomas graves.

    «Esto sugeriría que no podría hacerse nada al respecto a corto plazo y que la exposición previa no reduce las probabilidades de acabar en el hospital», afirma. Aunque se ha documentado una reinfección grave en todo el mundo, no hay evidencias de que esto ocurra a gran escala.

    Si la sociedad quiere superar estas posibilidades desoladoras y volver a una vida sin distanciamiento social ni mascarillas, se necesita una vacuna que proporcione una inmunidad esterilizante, es decir, que el medicamento bloquee la transmisión del coronavirus.

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    «Yo diría que lo ideal es un 80 por ciento», afirma Lee, coautor del artículo de investigación publicado en julio sobre las metas de eficacia de la vacuna anti-COVID-19. El estándar mínimo del 50 por ciento, establecido por la FDA y la OMS, solo protegería a la mitad de la población si se vacuna a todo el mundo. Esto es muy inferior al teorema del umbral de la COVID-19 de entre un 60 y un 75 por ciento. Dicha situación hipotética sería similar a la vacuna contra la gripe estacional, cuya eficacia oscila entre un 20 y un 60 por ciento. La vacunación colectiva no detiene la gripe, pero reduce la carga de morbimortalidad en la sociedad.

    «Tenemos que dejar claro que la primera vacuna que llegue al mercado podría no cumplir esos niveles de eficacia», afirma Lee. «No es tan fácil conseguir una eficacia tan alta para un virus respiratorio».

    Esto se debe a que las directrices actuales señalan que las candidatas a vacunas pueden aprobarse aunque solo proporcionen «inmunidad funcional», que principalmente protege de los síntomas de la enfermedad.

    Según escriben los autores del informe de la Academia Nacional de Medicina, los ensayos actuales de vacunas anti-COVID-19 no se han diseñado para estimar cómo repercuten las candidatas a vacunas en la transmisión. Añaden que quizá no sepamos qué repercusiones tienen hasta después de su aprobación. Según explican, la prioridad es impedir que fallezcan las personas más vulnerables, sobre todo las personas mayores con enfermedades previas y nuestra cohorte limitada de especialistas sanitarios de primera línea y trabajadores de primeros auxilios.

    «La gente se ha concentrado mucho en en volver a la normalidad y no podemos tener ese tipo de expectativas», afirma Lee.

    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.
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