Así ha afectado la segunda ola de la pandemia a las zonas rurales de la India
Atención sanitaria escasa. Estigma social. Número de muertes subestimado. Es probable que las consecuencias para las poblaciones rurales del país se desenvuelvan a lo largo de los próximos años.
Los familiares de un hombre de 32 años en estado crítico que sufre una infección fúngica que afecta a los pacientes de COVID-19 escuchan cómo un médico del hospital MAHAN Trust de Amaravati, en Maharashtra, India, les aconseja que se lo lleven de inmediato a un hospital a cuatro horas de distancia para que reciba un tratamiento mejor. Los vecinos creen que llevar a los pacientes a un hospital lejano es un punto sin retorno y muchos prefieren llevar a sus seres queridos a casa para que mueran.
El 10 de junio, no hubo piras funerarias en el enorme crematorio de Tavarekere, a 30 kilómetros de la ciudad de Bangalore, en el sur de la India; por primera vez desde abril, el lugar no había recibido cadáveres. En las grandes ciudades de la India, los casos diarios de COVID-19 están disminuyendo, el suministro de oxígeno médico es cada vez más constante y se han establecido sistemas de triaje en los hospitales. Reina la sensación de que la segunda ola de la pandemia de COVID-19 ha pasado.
Pero fuera de los densos centros urbanos de la India, la COVID-19 sigue azotando las regiones rurales donde viven dos tercios de la población del país. A pesar de que las pruebas de COVID-19 son escasas o inexistentes fuera de las ciudades, el equipo de datos del periódico The Hindu ha calculado que el 65 por ciento de los nuevos casos hasta principios de junio de 2021 se han dado en zonas rurales y semirrurales.
La falta de acceso a la atención sanitaria básica, los diagnósticos erróneos, el negacionismo de la pandemia y el estigma social están impulsando la propagación del virus en zonas rurales. En los estados más pobres del norte de la India, algunos aldeanos han tirado los cadáveres de sus familiares fallecidos por el COVID-19 al río sagrado Ganges; otros han huido a los cobertizos para el ganado y las granjas, los únicos espacios donde pueden mantener la distancia social.
El cuerpo de un hombre de 18 años envuelto en plástico yace en una camioneta en el hospital MAHAN Trust para que lo transporten a su casa. Tras haber estado casado solo seis meses, falleció por complicaciones de la COVID-19 minutos después de haber sido trasladado a la unidad de cuidados intensivos. Más adelante, fue incinerado en sus tierras de cultivo.
La trabajadora sanitaria Savni Baiga toma la temperatura de Shyamkali Baiga y sus cuatro hijos, que han dado positivo en COVID-19, en Bahaud, en Mungeli, Chhattisgarh. Todos están en cuarentena en su casa. La mitad de los 400 habitantes de esta aldea se niegan a hacerse la prueba o ser supervisados, aunque hay 16 casos activos.
Los médicos operan a un niño de dos meses que dio positivo en COVID-19 para drenar el pus que se forma en sus rodillas en el hospital Jan Sawasthya Sahyog's.
Ashik Parvez (28) reproduce una oración islámica en su teléfono móvil para su padre, Nabi Khan (50), que estaba en estado crítico en la unidad de cuidados intensivos en el Government Medical College Hospital.
Una parte fundamental de la crisis es el hecho de que los trabajadores migrantes y los peregrinos religiosos tuvieron que abandonar las grandes ciudades al imponerse los confinamientos durante la ola de casos. Según un informe publicado por el gobierno municipal de Delhi el 21 de mayo, más de 800 000 trabajadores migrantes abandonaron la ciudad. Hubo éxodos similares en otras ciudades indias. Las estimaciones sugieren que entre 22 y 50 millones de trabajadores migrantes volvieron a sus estados y pueblos de origen durante los confinamientos por COVID-19 del 2020, pero aún se ignora cuántos han vuelto a casa este año.
«La historia de la India rural es un doble golpe, en realidad», dice Rama V. Baru, experto en política sanitaria del Centro de Medicina Social y Salud Comunitaria de la Universidad Jawaharlal Nehru de Nueva Delhi y miembro del Consejo Indio de Investigación Médica que encabeza la respuesta a la pandemia en la India.
«Existe la crisis visible de no recibir atención médica y la historia invisible de la crisis de los migrantes, donde los trabajadores migrantes que se vieron obligados a regresar a sus pueblos han sido portadores de la infección», explica Baru. «La crisis de los migrantes y el contagio rural no están separados, están muy conectados».
Es más, la subestimación del número de muertes entre los ciudadanos rurales de la India está volviendo su pérdida invisible. Hasta el 18 de junio, la India tenía oficialmente 794 493 casos activos de COVID-19 y 16 546 muertes en los últimos siete días, la mayoría en regiones rurales. Pero es probable que estas cifras sean una subestimación, ya que algunos expertos calculan que podrían ser seis veces mayores.
Una batalla perdida
Upendra Avula, de 24 años, se sintió aliviado a principios de mayo cuando su padre, que es diabético y tiene 45 años, se recuperó por fin tras estar enfermo de gravedad de COVID-19. Avula —ingeniero civil y graduado de primera generación— y su familia viven en Nagarkurnool, una de las regiones más subdesarrolladas del estado de Telangana, en el sur de la India. Había podido atender a su padre a tiempo gracias a las consultas de telemedicina por un móvil con Vishnu Mummadi, un médico de 32 años del Asram Medical College de Eluru, a unos 400 kilómetros del pueblo de Avula.
Pero el 6 de mayo, su padre empezó empeorar rápidamente, así que Avula volvió a contactar con Mummadi. Mientras está de guardia en su hospital, Mummadi también hace teleconsultas y ofrece asesoramiento a las familias de los pacientes con COVID-19 que viven en las zonas rurales de Andhra Pradesh y Telangana. Le dijo a Avula que llevara a su padre a un hospital público. Pero, salvo una cama, el hospital tenía poco que ofrecer. No había infraestructura médica ni de personal que pudiera ayudar. Así que Mummadi le indicó a Avula qué medicamentos y herramientas de diagnóstico simples debía comprar y cómo vigilar a su padre y hacer las veces de enfermero.
Cuando su padre dejó de responder a los medicamentos y su nivel de oxígeno en sangre bajó a menos de 90 sobre las 10 de la noche, Mummadi le aconsejó que buscara un hospital con respiración asistida en el distrito cercano de Mahbubnagar. Cuando consiguieron una cama, los niveles de oxígeno de su padre habían bajado a 50. Mejoró un poco tras recibir oxígeno, pero luego siguió empeorando. A las 7:30 de la mañana del 7 de mayo, su padre falleció. Entonces, Avula empezó a cuidar de su madre, que también se había contagiado. Ya se ha recuperado.
Un campamento de pruebas de COVID-19 en el Primary Health Centre de Khudiya, en Mungeli, Chhattisgarh, India. Este día, 12 de las 19 muestras tomadas dieron positivo en una prueba antigénica rápida. La prueba PCR en tiempo real, más exacta y fiable, solo está disponible en un hospital más grande a casi 19 kilómetros.
Un auxiliar realiza una radiografía a un hombre de 47 años en el ala de COVID-19 del hospital Jan Swasthya Sahyog's en Ganiyari, Chhattisgarh, India.
La historia de Avula es emblemática de cómo la propagación rural del virus se ha visto intensificada por el escaso acceso a la asistencia sanitaria en gran parte del país. Según un informe de 2015 de la aseguradora Swiss Re y la Escuela de Salud Pública T.H. Chan de Harvard, solo el 25 por ciento de los indios tiene acceso a los servicios sanitarios. Asimismo, el 60 por ciento de los dos millones de trabajadores sanitarios que se calcula que hay en el país atienden a la India urbana, según un informe de 2016 de la Organización Mundial de la Salud.
En general, el país solo cuenta con 80 médicos que ejercen todos los tipos de medicina —alopática, ayurvédica y homeopática— y 61 enfermeros por cada 100 000 habitantes. De los médicos de las zonas rurales de la India, solo el 19 por ciento tenía un título de medicina, frente al 58 por ciento en zonas urbanas.
Mummadi afirma que, aunque la mayoría de los médicos hacen todo lo posible por salvar todas las vidas que pueden, «presenciamos y oímos hablar de situaciones muy extrañas».
Por ejemplo, muchos médicos de la India rural están diagnosticando erróneamente la COVID 19 como fiebre tifoidea. La India figura entre los países más afectados por esta enfermedad; según el último informe Global Burden of Disease, publicado por la revista médica The Lancet, en 2017 el país tuvo 5,8 millones de casos, y 58 552 personas murieron debido a la fiebre tifoidea. Los médicos utilizan el test de Widal para detectar la fiebre tifoidea, pero esta prueba es antigua y poco fiable y también puede dar un falso positivo cuando un paciente tiene COVID-19. Cuando un paciente enfermo da positivo, en lugar de hacerle una prueba de COVID-19 u observar el nivel de oxígeno en sangre, los médicos rurales les administran antibióticos.
«Un paciente que podría tener la COVID-19 no solo recibe un diagnóstico erróneo, sino también la medicación errónea», afirma Mummadi. Como los antibióticos matan las bacterias y no los virus, el estado de los pacientes empeora. «Cuando llegan al hospital regional, hay un largo retraso desde la aparición de los primeros síntomas. Esto dificulta tratarlos y garantizar su recuperación».
El personal sanitario atiende a una mujer que se desmayó mientras veía cómo tomaban la muestra de la nariz de su marido para hacer la prueba de mucormicosis en la UCI del Government Medical College Hospital en Ambikapur, en Surguja, Chhattisgarh, India.
En estados empobrecidos como Uttar Pradesh y Bihar no se establecieron diagnósticos ni intervenciones tecnológicas adecuadas, por lo que los habitantes de las zonas rurales también están recurriendo a medicamentos dañinos que no sirven para tratar el virus, señala Amir Ullah Khan, economista sanitario del Centro de Políticas y Prácticas del Desarrollo, con sede en Hyderabad. Estos tratamientos van desde el uso de una barra de hierro para marcar al paciente en las partes del cuerpo donde siente dolor, hasta dietas que alegan que curan el COVID-19.
Manohar Patil (50) sostiene una cabra para sacrificarla mientras su hija y su yerno rezan en un áshram dirigido por Bhanlal Jawarkar (70, derecha), en Dadida, en la región de Melghat de Amaravati, en Maharashtra. Según dicen, Jawarkar curó el cáncer de boca de Jamuna More hace dos años rezando después de que los médicos se rindieran. Es un ejemplo de cómo las prácticas de fe ciega pueden invalidar la medicina moderna en algunas partes de la India.
Las hojas de ébano coromandel, empleadas como envoltorio para un palo de fumar local, se colocan a secar en el terreno de una escuela en Mendrapara, en Bilaspur, Chhattisgarh. Las hojas, recolectadas de los bosques de la región central de la India, son una importante fuente de ingresos para las familias, que salen al bosque antes del amanecer para recogerlas. Tarachand Yadav, un comprador de 30 años, mencionó que este año se han recogido más hojas, ya que las familias creen que la actividad es una buena vía de escape del miedo a la COVID-19 en las aldeas.
Y como sólo el 35 por ciento de los indios tiene seguro médico, la mayoría se gasta dinero de su bolsillo para pagar a los proveedores de servicios sanitarios directamente en el momento del servicio. Esto significa que muchos ciudadanos se ven abandonados a su suerte durante una crisis sanitaria.
«Durante la última ola y los confinamientos del año pasado, incluso los que estaban razonablemente mejor se quedaron sin dinero», dice Khan. «Cuando llegó la segunda ola, no tenían dinero al que recurrir».
Las comunidades indígenas son las que más sufren
La segunda ola de la India ha llegado incluso a las comunidades más remotas que no se vieron tan afectadas durante la primera ola. La aldea de Bamhani se encuentra en las profundidades de los bosques centrales de la reserva de tigres, fauna y flora de Achanakmar, en el estado indio de Chhattisgarh. Es el hogar de las comunidades indígenas adivasi —gond, baiga y oraon—, unas de las más desfavorecidas de la India.
Según la cuarta Encuesta Nacional de Salud Familiar, realizada en 2015-16 por encargo del gobierno indio, los adivasis de la India ya son los que salen peor parados según varios indicadores de salud, como la mortalidad infantil, la desnutrición infantil y la desnutrición crónica.
«Como demuestra nuestro análisis de los datos de la NFHS-4, los adivasis se encuentran realmente en los últimos puestos, no solo de los indicadores de salud, sino de todos los indicadores de desarrollo», afirma Venkat Ramanujam, académico del Ashoka Trust for Research in Ecology and the Environment, de Bangalore, que estudia el cambio de los medios de subsistencia de los adivasis en la región central de la India.
Esta región del centro de la India se libró de gran parte de la pandemia en 2020, pero durante la segunda ola no tuvo tanta suerte. Cuando la primera ola alcanzó su pico en octubre de 2020, el distrito de Mungeli, donde se encuentra Bamhani, tenía un total de 2755 casos. El mes pasado, cuando la segunda ola apenas había comenzado a extenderse por las regiones rurales de la India, Mungeli tenía un total de 21 332 casos, de los cuales 5217 estaban activos.
Para buscar atención médica, los habitantes de las aldeas deben acudir a uno de los tres centros afiliados creados por Jan Swasthya Sahyog (Grupo de Apoyo Sanitario del Pueblo), o pedir ayuda a los trabajadores sanitarios que realizan visitas diarias y proporcionan medicamentos básicos, así como asesoramiento. Cuando necesitan atención más avanzada, se aconseja a la familia del paciente que lo lleve al hospital Jan Swasthya Sahyog, a unos 65 kilómetros de distancia.
La trabajadora sanitaria Kalabai Maravi va puerta a puerta vigilando y siguiendo las aldeas rurales en busca de síntomas de COVID-19 en Bamhani, en la zona central de la Reserva de Tigres de Achanakmar, en Mungeli, Chhattisgarh, India. Los trabajadores sanitarios de primera línea como Maravi son fundamentales para proporcionar atención sanitaria a las personas afectadas y controlar la propagación del virus.
Ashish Satav (izquierda) comprueba a su paciente de 60 años, que dio positivo en COVID-19 en el hospital MAHAN Trust. Las láminas de plástico se colocan cuando el Dr. Satav atiende a sus pacientes para ayudar a prevenir que el único médico con experiencia que lleva casos de COVID-19 se contagie.
Aparte de los recursos, el estigma social vinculado a las pruebas positivas de COVID-19, la poca confianza en el gobierno y la negación de la existencia de la enfermedad también son problemas importantes aquí, dice Pranav Dhamdhere, médico de 29 años del Jan Swsathya Sahyog. Aunque los aldeanos saben que la COVID-19 puede ser mortal, la mayoría son reacios a acudir al hospital.
«Muchas veces, cuando llega, el paciente se encuentra en una fase bastante avanzada de hipoxia. Lo que tratamos de hacer aquí es utilizar los recursos que tenemos de la forma más óptima, para hacerlo lo mejor posible».
Problemas relacionados, como los confinamientos, también están teniendo repercusiones en las zonas rurales. «A lo largo de este año y del anterior, he perdido pacientes que padecían diversos tipos de cáncer e incluso tuberculosis y que podrían haber sido operados o medicados para recuperarse antes de la pandemia», afirma Dhamdhere.
T. Jacob John, profesor jubilado de virología clínica en el Christian Medical College de Vellore y exdirector del Centro de Investigación Avanzada en Virología del Consejo Indio de Investigación Médica, teme que la situación sea mucho peor de lo que se sabe oficialmente.
«Los medios de comunicación no prestarán atención a la ola rural», afirma John. «El hecho de que los cadáveres estén flotando en los ríos indica que la población rural es incapaz de hacer frente a la situación. Es una pesadilla horrible la que está viviendo la mayoría de los ciudadanos rurales de la India».
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.