Estas fotos de la luna de los años 60 se revelaron en el espacio
Para encontrar lugares seguros donde pudieran aterrizar los astronautas de la Apolo, la NASA diseñó cinco satélites de reconocimiento que transportaban tecnología confidencial de defensa.
Antes de que Neil Armstrong diera su primer paso histórico en la luna, la NASA necesitaba saber dónde podría aterrizar la Apolo 11 sana y salva. A principios de los años 60, los mapas de la superficie lunar con los que contábamos se basaban en fotografías sacadas desde la Tierra y unos cuantos satélites estadounidenses y soviéticos, ninguno de los cuales fue capaz de capturar la amplitud y los detalles necesarios para encontrar puntos de aterrizaje sin rocas ni cráteres peligrosos.
Por eso la agencia espacial puso en marcha su programa Lunar Orbiter, una flota de cinco satélites casi idénticos enviada entre 1966 y 1967 para cartografiar la luna. El Lunar Orbiter 3, que sacó fotos entre el 15 y el 23 de febrero de 1967, confirmó lugares de aterrizaje seguros para el programa Apolo y devolvió unas de las últimas fotos de la luna antes de que los humanos pusieran pie en suelo lunar.
En la era predigital, enviar fotografías del espacio a la Tierra no era tarea fácil. Pero con la ingeniería precisa —y una tecnología de reconocimiento de alto secreto—, los Lunar Orbiters aportaron a los ingenieros y los científicos de la NASA las imágenes necesarias para posibilitar el aterrizaje de la Apolo.
Cámaras en el espacio
Los Lunar Orbiters no fueron las primeras naves que apuntaron sus objetivos fotográficos a la luna, pero su singularidad se debe al equipo que transportaban.
«Básicamente pidieron prestadas cámaras espía al Departamento de Defensa, de su programa de satélites», afirma David Williams, director interino del archivo de datos de ciencia espacial de la NASA. Entonces, el Departamento de Defensa de los Estados Unidos empleaba cámaras similares en el programa CORONA —que el público conocía con el nombre de Discoverer— para sacar fotografías por satélite de la Unión Soviética.
Cada Lunar Orbiter contaba con dos cámaras, una con un objetivo de alta resolución y otra con resolución media. En lugar de una película normal de 35 milímetros, los satélites empleaban 70 milímetros, el mismo tamaño que se usa hoy en día para rodar películas de IMAX.
A solo unos pocos cientos de kilómetros sobre la superficie lunar, los Lunar Orbiters capturaron características de hasta 90 centímetros de ancho. Pero usar película en el espacio implicaba un gran obstáculo.
«Cuando estás en la luna, puedes sacar todas las fotos que quieras, pero no hay forma de enviar la película a la Tierra para revelarla», afirma Williams. «Entonces, tienes que diseñar un sistema para revelar la película a bordo de una nave».
El laboratorio fotográfico flotante
Normalmente, para revelar una película fotográfica hay que remojar los negativos en una serie de productos químicos líquidos, lo que podría causar estragos en un satélite en microgravedad. En lugar de eso, los Lunar Orbiters emplearon el sistema de procesamiento por transferencia Kodak BIMAT, que la CIA declaró confidencial hasta 2001, porque se había creado principalmente para el reconocimiento.
La película tuvo que moverse, primero de la bobina de almacenamiento al objetivo, después a una zona de espera mientras se sacaban las fotografías restantes y, finalmente, a la etapa de revelado, donde se aplicaba a la película una capa de gelatina infusionada con productos químicos. Las tareas se completaron en recipientes de aluminio del tamaño de sandías. La quema de un solo motor que movía la película, como ocurrió en el Lunar Orbiter 3 tras haber sacado unos 200 fotogramas, fue suficiente como para amenazar el éxito de la misión.
Cuando contemplas el interior de un satélite Lunar Orbiter, «echas un vistazo interesante a las relaciones durante la Guerra Fría», afirma Matt Shindell, conservador del Museo Smithsonian del Aire y el Espacio. «Puedes ver todo el hardware Eastman Kodak que hay dentro... y ves la cámara diseñada por nuestras agencias de inteligencia, y a su alrededor está todo el hardware de la NASA».
Para devolver las fotos a la tierra, el programa CORONA lanzaba las películas desde el espacio en cápsulas equipadas con escudos térmicos para protegerlas durante la reentrada, propulsores para la orientación y la estabilización, y paracaídas para ralentizar su caída. Se construyó un avión de recuperación con la capacidad de atrapar una cápsula en pleno vuelo por el paracaídas, pero cuando eso fracasaba, un equipo tenía que recogerlas del agua en helicóptero. Sin embargo, la NASA desarrolló un sistema alternativo para enviar las fotografías por radio.
En los Lunar Orbiters, las películas se movían frente a un escáner que registraba los niveles de brillo de cada sección minúscula que medía. Dichas cifras se enviaban a los centros de comunicación de la NASA en España, Australia y Estados Unidos, donde se recibían las mediciones en cinta magnética. A continuación, los procesadores de imágenes podían emplear las cifras para recrear las exposiciones de la película en la Tierra y pegar los fragmentos para revelar fotografías detalladas.
«Con una lupa, pueden observarse de cerca los detalles más diminutos; es increíble», afirma Williams. «Teniendo en cuenta que era entre mediados y finales de los años 60, fue un logro impresionante».
Por el bien de la ciencia
Algunas de las imágenes resultantes, como la famosa fotografía del Lunar Orbiter 1 de la Tierra tras el horizonte de la luna, muestran las líneas verticales del proceso de reconstrucción. Pese a las teorías que sostienen lo contrario, es improbable que la NASA alterase la calidad de la imagen antes de publicar las fotografías.
«No tenían miedo a publicar las que consideraban buenas imágenes representativas, para que la gente pudiera ver que el programa espacial de los Estados Unidos era capaz de conseguir grandes cosas», afirma Shindell. Durante la misión, las imágenes del Lunar Orbiter aparecieron en periódicos y revistas de todo el mundo.
«Aunque era la época de la carrera espacial y era muy competitiva, aún reinaba una especie de sensación de que esto era no solo por el bien de los países que lo hacían, sino por el bien de la ciencia en todo el mundo», afirma Shindell.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.