Un millón de personas vive en estos búnkeres nucleares subterráneos
A finales de los 60 y los 70, previendo la devastación de posibles secuelas nucleares de la Guerra Fría, el presidente Mao ordenó a las ciudades chinas construir apartamentos con refugios antiaéreos capaces de resistir la ráfaga de una bomba nuclear. Solo en Pekín, se construyeron sin demora unos 10 000 búnkeres.
Pero cuando China se abrió al mundo exterior a finales de los 80, el departamento de defensa de Pekín aprovechó la oportunidad para arrendar los búnkeres a propietarios privados, ansiosos por aprovecharse de convertir estos otrora escondites en caso de lluvia radiactiva en minúsculas unidades residenciales.
Ahora, cuando cae la noche, más de un millón de personas —la mayoría trabajadores migrantes y estudiantes procedentes de áreas rurales— desaparecen de las bulliciosas calles y entran en un universo subterráneo, poco conocido para el mundo de arriba.
Fascinado por este fenómeno, el fotógrafo Antonio Faccilongo viajó a Pekín para documentarlo en diciembre de 2015. Aunque no resulta difícil encontrar los búnkeres —se encuentran literalmente por todas partes de la ciudad—, conseguir acceso fue difícil.
Parecía que, dondequiera que fuese, Faccilongo se encontraba con un guardia de seguridad que lo echaba o una ley municipal que prohibía a los extranjeros entrar en los refugios nucleares. Desalentado, presentó una solicitud oficial ante el Gobierno local, que resultó rechazada. Finalmente, Faccilongo se coló durante el descanso para comer de los guardias.
Incluso después de obtener acceso, Faccilongo descubrió que muchos residentes se mostraban recelosos y en algunos casos estaban avergonzados ante el hecho de que les fotografiaran.
«Conocí a unas 150 personas y solo 50 me dieron permiso [para fotografiarlas]», afirma Faccilongo. «Algunas tenían miedo, porque les habían dicho a sus familias que tenían un buen empleo y que vivían en apartamentos decentes».
Las condiciones de vida en los búnkeres son duras. Aunque los construyeron con sistemas de electricidad, fontanería y alcantarillado para poder acoger a personas durante meses de guerra o catástrofe nuclear, la falta de ventilación adecuada crea un aire estancado y enmohecido. Los residentes comparten cocinas y baños, que suelen estar abarrotados y en condiciones poco higiénicas.
La legislación local exige un espacio vital mínimo de cuatro metros cuadrados por inquilino, que, en muchos casos, se ignora. En una de las fotografías de Faccilongo aparece Jing Jing, de 4 años, que vive con su abuela, su padre y su hermano pequeño en una habitación tan diminuta que solo cabe una cama. Su casa se encuentra junto a un espacio más amplio usado como aparcamiento para motocicletas. «Es uno de los lugares más pobres donde he estado», afirma Faccilongo.
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En 2010, para hacer frente a problemas de negligencias por parte de los caseros y riesgos para la seguridad, Pekín prohibió el uso residencial de refugios nucleares y otros espacios de almacenamiento, pero los intentos de echar a la gente han sido complejos y, hasta ahora, infructuosos. La razón principal: los residentes del búnker no tienen adónde ir.
Durante las últimas décadas, los precios de la vivienda en Pekín se han disparado. De media, el metro cuadrado de una propiedad residencial cuesta 5014 euros, lo que la convierte en la tercera ciudad más cara del mundo para vivir.
Sin embargo, millones de personas han migrado desde áreas rurales a la capital en busca de mejores oportunidades. Pero el Hukou, un sistema de registro familiar anticuado, vincula las prestaciones sociales de un individuo a su lugar de origen.
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Ante un acceso limitado a viviendas públicas asequibles, los búnkeres nucleares son unas de las pocas opciones disponibles para los trabajadores migrantes. Faccilongo dice que una unidad pequeña puede costar unos 34 euros al año, y las habitaciones más grandes al estilo de una residencia con capacidad para hasta 10 personas pueden costar una cantidad tan pequeña como 17 euros.
Muchos de los residentes son jóvenes que creen que las viviendas subterráneas son solo una fase de transición en su vida hasta conseguir los medios financieros para permitirse una habitación con ventanas y luz solar.
Otro fenómeno en los últimos años han sido las organizaciones que convierten los refugios vacíos en centros comunitarios. Faccilongo ha encontrado espacios transformados en comedor, sala de billar, karaoke y hasta una academia de caligrafía.
Estos centros proporcionan a los residentes que viven en la jungla de asfalto de Pekín una oportunidad para relacionarse con otras clases sociales que, de otro modo, son bastante rígidas e impuestas. O, en palabras de Faccilongo: Los búnkeres se han convertido en una fuerza unificadora de la sociedad, donde «tanto pobres como ricos» encuentran un hogar.