La intrahistoria de cómo tres aliados opuestos ganaron la II Guerra Mundial
Roosevelt, Churchill y Stalin tuvieron que colaborar a pesar de la desconfianza y las sospechas.
Winston Churchill, Franklin Roosevelt y Joseph Stalin eran un trío insólito. Churchill, primer ministro de Reino Unido, era un aristócrata en alza famoso por su brandy y sus puros. Por su parte, Roosevelt, presidente de los Estados Unidos, sentía una conocida antipatía hacia el imperio británico. Sus diferencias con Stalin eran bastante marcadas: el dictador soviético fue responsable del asesinato de millones de sus ciudadanos. Sin embargo, cuando Adolf Hitler invadió la Unión Soviética en 1941, estos tres líderes aunaron fuerzas para ganar la Segunda Guerra Mundial, como explica Winston Groom en su nuevo libro, The Allies, publicado por National Geographic.
Desde su casa en Point Clear, Alabama, Groom describe cómo las «fake news» sobre la Unión Soviética cegaron a Roosevelt sobre el carácter y las intenciones de Stalin, cómo Churchill se convirtió en un poderoso símbolo de valor y resistencia para los británicos, y qué lecciones tienen para nosotros estos tres gigantes de la historia.
Empiezas tu libro con la conferencia en Teherán, en noviembre de 1943, que Churchill describió como «la mayor concentración de poder político que el mundo ha presenciado hasta la fecha». Introdúcenos en el momento y describe a los tres protagonistas y las diferencias entre ellos.
Churchill y Roosevelt habían intentado reunirse con Stalin desde que los estadounidenses se unieron al conflicto. Stalin lo aplazaba constantemente con la excusa de que estaba demasiado ocupado y debía estar en el frente ruso. En realidad, nunca se acercó a menos de 160 kilómetros del frente. [Se ríe] Pero a Stalin no le gustaba volar. Así que los aliados acordaron reunirse en Teherán, a donde Stalin podía llegar en su tren personal.
Estos tres hombres eran aliados, pero eran aliados insólitos. Ninguno confiaba por completo en el otro. Roosevelt no confiaba en Churchill porque no le gustaban los imperios y Gran Bretaña era el mayor imperio del mundo. Churchill no confiaba del todo en Roosevelt porque conocía su situación política nacional, ya que muchas personas se oponían a la participación estadounidense en la guerra. Y Stalin no se fiaba de nadie, ni siquiera de sí mismo, o eso decía. Todos eran un poco desconfiados, y aún más cuando Churchill y Roosevelt llegaron a Teherán y les informaron de una especie de conspiración de asesinato. Se vieron obligados a quedarse en la embajada rusa, donde los espiarían.
Una de las diferencias fundamentales entre Churchill y Roosevelt era su actitud respecto a Stalin, a quien Roosevelt llamaba de forma afectiva «Uncle Joe» («tío Joe»). ¿Estaba Roosevelt ciego ante la brutalidad de Stalin o era simple realpolitik?
No lo sé. No creo que nadie lo sepa. Churchill también lo llamaba tío Joe, pero entre ellos. Sin embargo, Roosevelt estaba un poco ciego porque obtenía la mayor parte de la información del New York Times, como muchos estadounidenses por aquel entonces, incluido el Departamento de Estado de los Estados Unidos. El corresponsal del Times en Moscú, Walter Duranty, era escoria. Era un mujeriego alcohólico y los soviéticos le habían proporcionado un apartamento excelente, mujeres y bebida. A cambio, pintaba la Unión Soviética de color de rosa, pese que millones de personas estaban siendo asesinadas o morían de inanición. Una de las primeras cosas que hizo Roosevelt al llegar a la presidencia fue reconocer el gobierno soviético.
Me sorprendió enterarme de que Stalin empezó su carrera de líder como atracador. Háblanos de esto y de cómo sus primeros años conformaron su carrera política.
[Se ríe] En realidad, primero iba a hacerse sacerdote. Su madre le envió a la iglesia griega ortodoxa hasta los 16 años, pero lo expulsaron por leer literatura poco apropiada, probablemente algún tipo de propaganda comunista. Después se convirtió en marxista-leninista. Se labró una carrera recaudando dinero para los marxistas de la única forma que sabía: robando. Robaban bancos, extorsionaban, llevaban a cabo todo tipo de actividades como esas. Lo hizo hasta la Revolución Rusa, 10 años después, momento en el cual pasó a formar parte del partido y tuvo un trabajo más legítimo. Era un hombre muy brutal y seguía la doctrina de que el fin justifica los medios. Le atribuyen una frase que dice algo así como «la muerte de un hombre es una tragedia; la muerte de un millón de hombres es una estadística».
La famosa seña de la V de Churchill se convirtió en símbolo de la resistencia británica ante Hitler. ¿Qué importancia tuvo él en la supervivencia de este país en la Segunda Guerra Mundial?
Fue enorme. No sé qué habría ocurrido de no ser por Churchill. En la reciente película El instante más oscuro, que no he visto, hay un momento en el que Lord Halifax, el ministro de Exteriores, pregunta si es hora de comprobar qué términos ofrecen los nazis. En la película, Churchill titubea y después va al metro para preguntar a ciudadanos británicos corrientes qué piensan al respecto. Es una sandez. [Se ríe] En realidad, lo que Churchill dijo fue «si la larga historia de nuestra isla llega a su fin, que nos encuentre tendidos en el suelo, asfixiándonos en nuestra propia sangre». Eso les dijo.
Churchill estaba en todas partes. Las charlas que daba por la radio eran increíblemente inspiradoras. Sabía cómo unir a las personas con tacto y se le daba muy bien. Nunca vaciló. Churchill era un soldado. Estuvo en Sandhurst, la versión británica de West Point, y luchó durante años en Afganistán, así como en África y la India. Después luchó como coronel en las trincheras de Francia en la I Guerra Mundial, así que sabía de lo que hablaba. Era un buen soldado y líder.
Me sorprendió enterarme, como quizá les pase a algunos de nuestros lectores, de que Estados Unidos aportó a Stalin una gran cantidad de armamento, que el dictador usó a veces contra su propio pueblo. ¿Por qué tomó Roosevelt esa decisión?
En realidad, no le quedó opción. Stalin estuvo entre la espada y la pared desde el momento en que los alemanes lo atacaron hasta finales de 1943. Los soviéticos necesitaban toda arma que pudieran conseguir: tanques, artillería, incluso radios. Si los alemanes hubieran conseguido sofocar la Unión Soviética, la Operación Overlord [nombre en código del Día D] habría sido un problema, ya que los alemanes podrían haber contado con el doble o el triple de soldados de los que tenían cuando los invadieron.
Creo que los rusos probablemente utilizaron una pequeña proporción de las armas que les dieron contra su propio pueblo. Y cuando estás en una batalla como esa, tienes que usar todo lo que puedas. Lo que Roosevelt obtuvo a cambio fue la resistencia soviética contra los alemanes. Y, para él, eso fue suficiente.
Churchill, otra película reciente, fue criticada por el retrato de la ambivalencia del líder británico ante los desembarcos del Día D. Háblanos de la Operación Overlord.
No creo que ambivalencia sea la palabra adecuada. Los estadounidenses querían desembarcar de inmediato en 1942, pero Churchill, que fue soldado y tenía experiencia de primera mano en el combate, particularmente en Gallipoli, sabía que un desembarco es la operación militar más peligrosa del manual. Y sabía que si no lo hacían bien desde el principio, no habría una segunda oportunidad. Inglaterra había perdido una cantidad considerable de armamento y hombres en Dunkerque, y si perdían otro ejército, habrían quedado completamente vulnerables.
Churchill quería llevarse la guerra a otra parte, el norte de África o Italia. Quería atacar lo que él denominaba el punto débil de Europa, por el Mediterráneo y por el antiguo imperio austriaco. También quería posponer la invasión. Sabía que los estadounidenses iban a insistir y que Gran Bretaña desempeñaría un papel fundamental, pero al final lo pospuso hasta 1944.
Describes cómo Churchill, en la conferencia de Yalta de 1945, esbozó en un trozo de papel la división del mundo de posguerra, que acabó con Stalin anexionándose gran parte de Europa del Este. Roosevelt pidió a Stalin que no ocupase Polonia hasta después de las elecciones en Estados Unidos. ¿No fue muy cínico?
Yo utilizaría la palabra práctico. Los soviéticos ya estaban allí de todos modos y los estados bálticos habían formado parte de la Rusia zarista históricamente. Así que Roosevelt estaba más o menos dispuesto a permitir que los reintegrase en el sistema comunista. Polonia estaba justo en el umbral de Rusia. A Roosevelt no le gustaba el gobierno polaco desde el exilio, ni tampoco a Churchill, y sabían que no podrían hacer mucho cuando la guerra terminase. Lo que intentaban hacer era aplacar a Stalin para que no se volviera avaricioso y no se apropiase de toda Europa del Este, algo que acabó haciendo. Esperaban que, como era un aliado, se contendría. Pero no lo hizo.
El famoso discurso de Churchill sobre el Telón de Acero demostró que creía que el comunismo sería una amenaza aún mayor que la Alemania nazi. Tenía razón, ¿no?
Sí. Tenía calado a Stalin desde el principio y no confiaba en los comunistas en su mundo. Roosevelt era [se ríe] más ambivalente. Dijo al periodista del New York Times que el señor Stalin no estaba a cargo del Kremlin. Es una declaración interesante porque demuestra que Roosevelt no estaba seguro de qué pasaba. Churchill sí.
Hoy, el mundo está plagado de conflictos. Sin embargo, nuestros líderes parecen muy pequeños comparados con, por ejemplo, Churchill o Roosevelt. ¿Qué lecciones pueden darnos sobre el liderazgo en el mundo actual?
Eran líderes muy fuertes, pero también eran hombres. Cometieron errores. Ahora los vemos como gigantes bajo el foco de la historia. Creo que Churchill era considerado un gigante en su época. Los estadounidenses eran más ambiguos respecto a Roosevelt, porque llevaba mucho tiempo en el poder. Nadie sabe qué pensaba el pueblo ruso de Stalin porque no hacían encuestas. [Se ríe]
Esta entrevista ha sido editada y traducida del inglés. Se publicó en nationalgeographic.com.