La historia de las mujeres pakistaníes que alzan la voz
Las mujeres pakistaníes redefinen sus papeles registrándose para votar y negociando sus derechos pese a la resistencia del estado, las instituciones religiosas e incluso otras mujeres.
Bushra Khaliq estaba en medio de una casa de aldea, con la cabeza en alto y los hombros hacia atrás. Era el centro de atención de las cincuenta mujeres que la rodeaban. Ellas, jóvenes y ancianas, llevaban túnicas y pañuelos pakistaníes; algunas acunaban o daban de comer a bebés, otras mandaban callar a sus hijos, que les tiraban de las mangas. El sol del techo descubierto calentaba el rostro de Khaliq mientras miraba a su alrededor y establecía contacto visual con las mujeres. «¿Quién decidirá tu voto?», preguntó. Las mujeres aplaudieron y gritaron al unísono: «¡Yo!».
Khaliq, una defensora de los derechos humanos y organizadora comunitaria de 50 años, celebraba una sesión de participación política, la primera de varias aquel día, a las afueras de Lahore. Las mujeres que asistieron eran esposas e hijas de trabajadores agrícolas locales. Muchas eran analfabetas, aunque varias tenían empleos mal remunerados para poder mandar a sus hijas a la escuela. Era la semana previa a las elecciones generales de Pakistán, y Khaliq, que dirige una organización llamada Women in Struggle for Empowerment (WISE), las instó a votar.
Muchas mujeres rurales no se han registrado para obtener sus documentos nacionales de identidad, uno de los requisitos no solo para votar, sino también para abrir cuentas bancarias y tener carné de conducir. En Pakistán, muchas mujeres de áreas rurales y tribales no han podido hacer nada de esto, con o sin el documento. Cumpliendo las costumbres patriarcales y las presiones familiares, viven en la privacidad de sus hogares sin una identidad legal.
Con todo, en las elecciones pakistaníes de julio de 2018 se produjo un aumento de 3,8 millones de mujeres votantes registradas por primera vez. El drástico aumento se ha producido tras una ley de 2017 que exige una participación electoral femenina mínima del 10 por ciento para que los recuentos de cada distrito sean legítimos. En Pakistán, las mujeres tienen derecho a voto desde 1956, pero ocupa uno de los últimos puestos en participación electoral femenina.
Las remotas zonas tribales que limitan con Afganistán, antes denominadas áreas tribales bajo administración federal (FATA, por sus siglas en inglés) del noroeste de Pakistán, han sido tradicionalmente las menos tolerantes con las mujeres en los espacios públicos, según algunas activistas. Con todo, el registro de 2018 aumentó un 66 por ciento respecto al de 2013. El aumento del voto femenino supone una victoria para mujeres como Khaliq, que luchan por la inclusión y la igualdad de las mujeres en Pakistán, sobre todo en comunidades marginadas de zonas rurales y tribales.
Fomentar más el voto femenino es solo el principio. Las mujeres no están de acuerdo respecto a su papel en la sociedad pakistaní. La corriente principal, patriarcal y conservadora, rechaza el feminismo por ser una idea occidental que amenaza las estructuras sociales tradicionales. Quienes defienden la igualdad entre hombres y mujeres —el núcleo del feminismo— luchan en una batalla cuesta arriba. Se enfrentan a la resistencia por parte del estado, las instituciones religiosas y, lo que quizá resulte más chocante, otras mujeres.
Existen tipos de activistas diferentes entre las mujeres de Pakistán. Las primeras son mujeres seculares y progresistas como Rukhshanda Naz, que tenía 15 años cuando empezó su primera huelga de hambre. También era la hija más pequeña de doce hijos y quería asistir a un internado femenino contra los deseos de su padre. Convenció a su padre con un día de activismo, pero sus familiares objetaron de nuevo cuando quiso estudiar Derecho. «Mi hermano me dijo que se suicidaría», contó. Estudiar Derecho implicaba sentarse entre hombres que no pertenecían a su familia, algo que para él sería deshonroso. Su hermano se fue a Arabia Saudí a trabajar. Naz obtuvo su grado en Derecho, se convirtió en abogada de derechos humanos, abrió un albergue femenino en Khyber Pakhtunkhwa y trabajó como directora residente de la Aurat Foundation, una de las principales organizaciones para la defensa de los derechos de las mujeres en Pakistán. También es la directora de ONU Mujeres de las áreas tribales de Khyber Pakhtunkhwa y FATA.
Las mujeres del albergue de Naz son supervivientes de la violencia extrema cuya situación como mujeres solteras las hace más vulnerables fuera del albergue. Cuando nos conocimos, trajo con ella a tres hermanas afganas cuyo hermano había asesinado a su madre tras la muerte de su padre para obtener su parcela de la tierra legada en herencia. Naz también trajo a una mujer de 22 años de Kabul cuyo padre desapareció a manos de los talibanes por haber trabajado con las Naciones Unidas. La mujer había sido maltratada, secuestrada y había sufrido abusos sexuales por negarse a casarse con un talibán. Las mujeres que se ocultan en el albergue de Naz se encuentran relativamente a salvo, pero fuera de esas paredes, en Khyber Pakhtunkhwa se registra una alta incidencia de violencia basada en el «honor». El pasado junio, un jirga (un consejo tribal integrado solo por hombres, normalmente) ordenó el asesinato «por honor» de una chica de 13 años por «haber huido con hombres». En 2017, se denunciaron en Khyber Pakhtunkhwa al menos 180 casos de violencia doméstica, según el Observatorio de los Derechos Humanos. En 94 de ellos, las mujeres habían sido asesinadas por familiares inmediatos.
Otras como Farhat Hashmi representan a mujeres con una perspectiva distinta. Hasmi, una académica doctorada en estudios islámicos, fundó el movimiento Al-Huda. El grupo, inaugurado en los 90, ha cobrado impulso entre las mujeres pakistaníes de clase media-alta como sistema de educación religiosa para mujeres que hace hincapié en las enseñanzas conservadoras del Corán. Las escuelas de Al-Huda empezaron a destacar cuando Tashfeen Malik, una exalumna radicalizada poco después, llevó a cabo un ataque terrorista en San Bernardino, California, en 2015. Aunque no existe un vínculo probado entre el movimiento Al-Huda y organizaciones terroristas, el grupo es uno de los diversos «movimientos piadosos» que se ha vuelto popular entre las mujeres pakistaníes.
El papel de las mujeres en las enseñanzas de Al-Huda es muy diferente a la posición por la que luchan mujeres como Naz y Khaliq: se las enseña a obedecer y someterse a sus maridos cuanto sea posible, proteger el «honor» de sus maridos y nunca negarse a sus demandas físicas. Según Gullalai, directora de una organización de mujeres llamada Khwendo Kor («Hogar de Hermanas» en pastún), «lo que ellos creen que son los derechos de las mujeres no es lo que nosotros creemos que son los derechos de las mujeres».
El debate sobre si lograr los derechos de las mujeres en un contexto secular o religioso ha seguido desde los 80, cuando el feminismo progresista empezó a cobrar impulso en Pakistán. Aunque los movimientos de mujeres existen en Pakistán desde los inicios del país, se movilizaron de formas nuevas cuando la dictadura militar de Zia-ul-Haq instauró la ley islámica fundamentalista. Según su sistema, la fornicación y el adulterio se castigaban con lapidación y latigazos, el asesinato se privatizó conforme a las leyes Qisās y Diya (lo que proporcionaba una laguna a los «asesinos de honor») y el testimonio de una mujer solo valía la mitad que el de un hombre ante un tribunal.
Estas leyes provocaron la formación del Foro de Acción de las Mujeres (WAF, por sus siglas en inglés) en 1981, una red de activistas que presionan a favor de derechos de la mujer seculares y progresistas. El 12 de febrero de 1983, el WAF y la Asociación de Abogadas de Pakistán organizaron una marcha en contra de las leyes discriminatorias, pero la policía las atacó, cargó contra ellas y las roció con gas lacrimógeno en las calles de Lahore. Naz cuenta que la fecha pasó a conocerse como «el día negro para los derechos de la mujer» y, más adelante, se convirtió en el Día Nacional de la Mujer en Pakistán.
Desde entonces, el ejército pakistaní se ha fortalecido y ha consolidado su control sobre el estado y la economía. En las elecciones de 2018 se produjo la inclusión sin precedentes de grupos sectarios extremistas que se presentaban como candidatos. Entre ellos figuraba un candidato al que la ONU había declarado terrorista y por el que Estados Unidos ofrece una recompensa de 10 millones de dólares. Cientos de personas fueron asesinadas o resultaron heridas en una serie de ataques suicidas previos a las elecciones.
Algunos movimientos conservadores se han hecho mucho más populares que el movimiento progresista de las mujeres. Algunos expertos explican el atractivo de estas organizaciones confesionales como canal para que las mujeres ejerzan su capacidad de autonomía adoptando una forma de feminidad no occidental. Es una definición diferente de empoderamiento. Sus partidarias también evitan la vergüenza, presión y amenazas físicas a las que suelen enfrentarse las feministas seculares. «Cuentan con el apoyo de la religión y la aceptación de la sociedad, así que ellas aumentan y nosotras disminuimos», explicó Naz.
Saima Jasam, investigadora de la fundación alemana Heinrich Böll que se centra en los derechos de las mujeres y las minorías en Pakistán, explica que existe un tercer grupo de mujeres en Pakistán que no está vinculado ni al feminismo secular ni a la ideología conservadora: las mujeres que simplemente intentan sobrevivir. Jasam se crio en una familia hindú y decidió quedarse en Lahore tras la partición. Con 15 años, fue testigo del apuñalamiento de sus padres en su casa. «La persona que apuñaló a mi padre dijo que soñaba con tener que matar hindúes», afirma Jasam. Aunque el resto de la familia estaba en la India, Jasam insistió en acabar sus estudios en Lahore, donde se había enamorado de un hombre musulmán y se había convertido al islam para casarse con él. Un año después, él falleció en un accidente. Jasam estaba embarazada, pero perdió el bebé. Tenía 25 años. Con 27 años, empezó a trabajar en los problemas de las mujeres y, finalmente, escribió un libro acerca de los asesinatos de «honor» y a llevar a cabo trabajo de campo.
Su forma de ignorar las críticas y la presión conservadora consiste en dedicarse a proteger a las vulnerables. «Se enfrentan a un nivel de patriarcado diferente: inseguridad alimenticia, inseguridad sanitaria. Simplemente sobreviven», afirma Jasam. Las mujeres seculares —que, para los activistas seculares, no significa en contra de la religión, sino en contra de la unión de religión y estado— son las que han garantizado un cambio legislativo para una mayor protección de las mujeres a lo largo de los últimos 20 años.
Gullalai, que procede de las FATA y pasa mucho tiempo colaborando con mujeres en las partes más tribales y conservadoras de Pakistán, explicó que el vacío entre las creencias feministas y la realidad de Pakistán exige un compromiso pragmático. Trabaja para reunirse con las mujeres allí donde viven. Es fácil convencer a las mujeres de que deberían tener derechos de herencia, por ejemplo, pero hay textos religiosos que sostienen que la mujer solo debería tener la mitad de la herencia. «Y las mujeres dicen: “queremos la mitad”», cuenta Gullalai. Personalmente, cree que las mujeres deberían recibir una parte igual, pero no saca el tema en conversaciones en el contexto tribal. «Por ahora, luchamos por la mitad», afirmó Gullalai.
A veces, las feministas pakistaníes ceden para poder colaborar con el «tercer grupo» de mujeres de Jasam; otras veces, dichas mujeres inspiran a las feministas a hacer un activismo más radical.
En el distrito rural de Okara de la provincia de Panyab, las mujeres han desempeñado durante años un papel de liderazgo en el movimiento agrícola contra la apropiación de tierras por parte del ejército. Han usado thappas —palos de madera empleados para lavar la ropa— para enfrentarse a las brutales fuerzas paramilitares pakistaníes que han maltratado, asesinado, detenido y torturado a los agricultores locales y a sus hijos. Khaliq respaldó abiertamente a este movimiento en 2016 y se expresó en solidaridad. Como respuesta, el Ministerio del Interior hizo circular una carta que acusaba a su ONG de actividades no especificadas «perjudiciales para la seguridad nacional/estratégica».
En 2017, Khaliq fue a juicio para defenderse a sí misma y a su organización. Argumentó que su ONG había entrenado a mujeres para protegerse del acoso. ¿Cómo iba a ser perjudicial para la seguridad nacional? Khaliq ganó.
Las mujeres son la inspiración de Khaliq. «Son mujeres normales y analfabetas que pasan toda la vida en casa, pero se levantan y luchan contra las brutalidades del ejército», afirma. «Están por delante de los hombres. Siento que es mi responsabilidad ir con ellas hombro con hombro. Su fuerza nos da más fuerza».
Frente a la casa de Shahdara donde tiene lugar la reunión sobre participación política, los canalones filtran su contenido a las calles de la aldea, las moscas zumban en torno a las vacas y los carros se mueven por los callejones irregulares de tierra.
Khaliq se reunió por primera vez con este grupo de mujeres hace seis años, siguiendo su método habitual de colaborar con mujeres rurales: llamando a todas las puertas, preguntando por las mujeres, llevándolas a reuniones semanales, construyendo sororidad. En la campaña de la reciente elección, sus grupos de mujeres fueron de puerta a puerta por aldeas pequeñas, preguntando a las mujeres si tenían documentos de identidad y llevando furgonetas móviles para que se registraran. Descubrieron que más de 20.000 mujeres no estaban registradas en un distrito, según Khaliq, y consiguieron que 7.000 solicitaran un DNI.
«Hace 10 años, no éramos conscientes de nuestros derechos básicos. Ahora sabemos cómo trabajar para tomar nuestras propias decisiones», declaró Hafeezah Bibi, de 48 años. Ella fue la única mujer del consejo municipal de Shahdara, que rara vez hacía frente a lo que ella misma denominaba «los problemas de las mujeres pobres»: los vertederos rebosantes, los sistemas de alcantarillado averiados y los salarios explotadores. «No nos escuchan, pero seguimos exigiendo y debatiendo», afirma.
Otra mujer que solo dio su nombre, Perveen, dijo que trabaja cosiendo tiras de zapatos desde casa por 300 rupias (1,90 euros) al día, sin saber cuánto ganaban las demás ni si podía obtener un salario superior. Tras unirse al grupo, supo del derecho y la organización laboral y pidió un aumento. «Solo me subieron cinco rupias, pero todavía queda mucho camino por delante», afirma.
Este artículo ha contado con el apoyo del Pulitzer Center on Crisis Reporting.
Alice Su es una periodista independiente y galardonada que trabaja desde Amán, Jordania. Su trabajo se centra en la migración, la religión, China y Oriente Medio.
Sara Hylton es una fotógrafa freelance canadiense y galardonada que cubre temas como mujeres, conflictos y migraciones a nivel internacional. Puedes ver sus fotografías en su página web o siguiéndola en Instagram.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.