Hoy en día, ¿puede una mujer recorrer el mundo a pie?
Estas aventureras revelan cómo la desigualdad de género puede limitar el movimiento y la imaginación.
NELLIE BLY, la célebre periodista, entró en la oficina de su editor y le dijo que tenía una idea. Corría el año 1888. Propuso viajar por todo el mundo para batir el récord ficticio que escribió Julio Verne en su novela La vuelta al mundo en 80 días.
El editor le respondió que era imposible: necesitaba un acompañante, llevaría demasiado equipaje, solo hablaba inglés y, además, solo un hombre podría conseguir un viaje como ese.
«Que empiece el hombre y yo empezaré el mismo día para otro periódico y le ganaré», respondió Bly.
El periódico fue el New York World de Joseph Pulitzer y, finalmente, mandaron a Bly en un viaje alrededor del mundo. Viajó sola, con un vestido, oro en el bolsillo y billetes en una bolsita que llevaba colgada al cuello, y solo tenía una maleta. (Contenía artículos de aseo, ropa interior, pañuelos, hilo y aguja, papel y bolígrafos, una taza y un tarro de crema hidratante.) Navegó de Hoboken a Londres y, 72 días, seis horas y once minutos después, llegó en tren a la ciudad de Jersey, donde miles de personas la esperaban para recibirla. Su viaje batió un récord mundial.
A Bly no le dieron un encargo tan prestigioso a pesar de lo que era, sino por quién era. Dos años antes, había logrado la fama nacional por haber pasado diez días infiltrada en el famoso New York City Lunatic Asylum. Sus detallados reportajes sobre las condiciones antihigiénicas y el maltrato a las mujeres residentes provocaron indignación y una disculpa convertida en reforma.
Recorrer el mundo fue una empresa igualmente sensacional, pero fue más un ardid publicitario que un reportaje: los relatos publicados del viaje son principalmente retratos de sus compañeros de viaje y observaciones superficiales de las culturas extranjeras. No contribuyeron en absoluto a desafiar los estereotipos raciales de la época. Los horarios de los barcos de vapor y los ferrocarriles no le dejaban tiempo para reportajes, claro; pero no se trataba de eso. El viaje mostró a los lectores del New York World las maravillas de las máquinas de transporte y que el imperio colonial occidental era accesible. Las últimas décadas del siglo XIX fueron una época ventajosa para el periodismo y el reto de Bly logró convertirse en publicidad para el New York World, que organizó un concurso para que sus lectores adivinaran el tiempo que registraría y en el que participó casi un millón de personas. Incluso había un juego de mesa inspirado en su viaje.
Bly acabó publicando mejores trabajos periodísticos que Around the World in 72 Days. Con todo, admiro su petición a su editor: «¡Quiero viajar por el mundo! ¿Podría intentarlo?». Esa petición resultaría atrevida al venir de una mujer joven —Bly solo tenía 24 años— incluso hoy en día. Nos hacen creer que una mujer sola es un problema a punto de ocurrir. Una mujer en lugares extranjeros, entre extranjeros, provoca sospecha y miedo. En gran parte del mundo, una mujer que viaja sin acompañante desafía las normas culturales y sociales; en parte del mundo, es una acción que desafía la ley. El periodismo, una profesión basada en salir al mundo y seguir el rastro de una historia hasta su final desconocido, se ve obstaculizado por la división de género.
Yo gestiono las cuentas de las redes sociales de Out of Eden Walk, un proyecto de periodismo sin ánimo de lucro creado por Paul Salopek y que ya ha cumplido siete años. Paul recorre un camino alrededor del mundo y escribe sobre las personas y los lugares con los que se topa. No suele estar solo: lo acompañan guías, animales de carga, compañeros de caminata y escritores, pero su ruta suele ser aislada.
El proyecto ha inspirado una pregunta que solemos ver en nuestros canales: ¿Podría una mujer recorrer el mundo? ¿Depende este proyecto de ser un hombre? ¿O de ser blanco? ¿O de tener el privilegio de un visado occidental?
La respuesta es afirmativa: estos marcadores de identidad son una divisa valiosa. Pero también negativa: narrar historias no es un simple megáfono para aquellos en posiciones de poder y privilegio. ¿Cómo sería una caminata dirigida por una mujer? Yo no puedo responder a esta pregunta, ni tampoco Paul, así que se lo he preguntado a algunas de sus compañeras de caminata. Paul siempre camina con al menos un compañero local, normalmente un periodista, un intérprete o un guía. En los 16 países que ha recorrido hasta la fecha, lo han acompañado decenas de personas, entre ellas 14 mujeres. Durante el último año, en la India, ha caminado con cinco mujeres. Hablé con ellas por teléfono y correo electrónico en los lugares a los que se han desplazado: Nepal, Turquía, Jamaica y Seattle. Todas tenían un vivo recuerdo de la caminata.
EN SU MAYORÍA, nuestras conversaciones no trataban de la seguridad. Si la viajera solitaria inspira miedo por su seguridad, lo hace en otros —su madre, su esposo, sus protectores autoproclamados, por ejemplo—, no en sí misma. Un reciente reportaje del New York Times documenta un aumento de la cantidad de mujeres que viajan solas y cuenta incidentes en los que estas mujeres han sido asesinadas, resultado heridas o sufrido agresiones sexuales. Este tipo de difusión alarmista es, por desgracia, habitual en la prensa y a nivel familiar. La mujer que salió a la calle después de medianoche y acabó en una cuneta se ha convertido en un mito transmitido de madres a hijas. Se asume que los hombres, que también son víctimas de ataques, aprenden valor e inteligencia callejera a partir de estas experiencias negativas, mientras que una mujer estará traumatizada o dañada para siempre, si es que no le ocurre algo peor.
Con esto no se pretende socavar la realidad de la violencia de género, omnipresente en todo el mundo. (En el mundo, más de un tercio de las mujeres han sufrido agresiones físicas o sexuales durante su vida, la mayoría por parte de sus parejas.) Pero la preocupación se convierte en su carga. Ita Skoblinski, periodista que acompañó a Paul para crear un mapa de historias de Jerusalén, me contó que cuando está en un lugar nuevo, es extremadamente consciente de su entorno. «Enciendo las antenas», dijo. «Un tío puede pensar que es posible que le roben. Una mujer piensa que es posible que la violen. Es un miedo muy distinto».
La tranquilidad con la que un hombre puede entrar en un lugar desconocido es un lujo que las mujeres no siempre se pueden permitir. Arati Kumar-Rao, escritora y fotógrafa india que caminó por la región de Punjab, dijo que «me di cuenta de que Paul podía dormir, sentarse, bañarse y defecar en cualquier lugar sin peligro, mientras que yo no podía hacer ninguna de esas cosas sin preocuparme por mi seguridad».
¿Cuánto de este miedo está interiorizado y cuánto es proyectado por los demás? Camille Framroze, abogada que vive en Estados Unidos, caminó el año pasado por el estado indio de Madya Pradesh. El viaje no la puso nerviosa hasta que su familia y sus amigos empezaron a bombardearla para que tomase precauciones de emergencia. Pero nunca sintió inseguridad. «No me daba mucho miedo quedarme con otras personas, pedir indicaciones y depender de desconocidos para llegar del punto A al punto B», afirmó.
Yo vivo en Nueva York y el acoso callejero que vivo a diario me recuerda que las mujeres son blancos móviles de atención indeseada. A pie, claro está, con un hombre blanco y un asno, las compañeras de caminata eran recibidas con curiosidad descarada. (Algunas partes de la India rural no han visto a alguien de Occidente desde la independencia del país en 1947.) En el caso de las mujeres, las preguntas siempre intentaban esclarecer su relación con los hombres del grupo. Loveleen Mann, abogada india y excapitana de la armada que caminó en el estado mayoritariamente rural y conservador de Rayastán, empezó a describir a Paul como su jefe. Arati explicó que «la gente siempre preguntaba quién era Paul, qué hacíamos, quién era yo, si estaba casada, dónde estaba mi marido, si él me había permitido hacer esto, quién cuidaba de mi hija en mi ausencia, si Paul estaba casado, por qué estaba yo con él, si era cristiano, o a qué casta pertenecía yo».
En mis conversaciones con las mujeres, observé un patrón de interrogatorios. «La gente me preguntaba por qué había elegido este trabajo, si era difícil, si podían ayudarme en algo», contó Furough Shakarmamadova, guía profesional en Tayikistán. «Me dijeron que podían encontrarme un coche. Intenté explicarles más de cien veces la idea de Paul y por qué viaja a pie. Eran incapaces de aceptar lo que les decía».
Furough y Safina Shohaydarova, ambas expertas senderistas, caminaron con Paul en ocasiones diferentes a lo largo de más de 160 kilómetros por la autopista de Pamir, en Tayikistán. Me contaron que lo más duro no fue el esfuerzo físico, sino la morriña. (Safina se prepararía para su boda la semana después.) Safina contó que, mientras caminaba por la carretera, «muchos conductores se pararon y me preguntaron si era por propia voluntad o si alguien me había obligado a hacerlo, o si era cuestión de dinero. No comprendían que me gustaba estar en las montañas y que me gusta ser fuerte».
Allí donde hay mujeres en público, también hay hombres para interrogarlas. A veces para vigilarlas o para ofrecer consejos bienintencionados, o para expresar su opinión. No todas las preguntas son maliciosas o arrogantes, pero el espacio público es terreno de hombres, ya sea en Teherán o en Brooklyn. Las mujeres no pueden desplazarse libremente sin ser objeto de miradas, comentarios, preguntas, silbidos, peticiones, amenazas. Son observadas en todas partes.
Esta vigilancia del espacio es inseparable de la vigilancia de los cuerpos femeninos. A Priyanka Borpujari, que ha sido periodista durante 13 años y ha hecho muchos reportajes por toda la India, no le preocupaba sufrir daños físicos ni entrar en territorio desconocido al acompañar a Paul. «Lo que me costó más es algo que todas las mujeres tienen que soportar, pero Paul no. El cuerpo. He crecido con demasiadas ideas preconcebidas y horribles sobre qué puede y no puede hacer mi cuerpo. Un día, al principio de la caminata, sentí que la cinta de la mochila y la del sujetador estaban compitiendo para matarme», cuenta.
Las mujeres siempre han estado asediadas por la creencia pseudocientífica de que el cuerpo femenino no está preparado para el movimiento. «La creencia de que las mujeres caminan peor está muy extendida en la literatura de la evolución humana», escribe Rebecca Solnit en Wanderlust, su extraordinario y exhaustivo libro sobre la historia de caminar. El cuerpo femenino es un espectáculo diseñado para ser observado; o un objeto de un solo uso diseñado para parir; o una debilidad que carece de la fuerza y la virilidad masculinas. El cuerpo masculino, por su parte, es neutral, un estado de la existencia asumido.
Paul suele escribir sobre su cuerpo diciendo que se siente una parte integrante de los paisajes que atraviesa, la especie humana construida como motor para el movimiento y el pensamiento. Pero su hincapié es intelectual más que físico. Priyanka observó que, aunque Paul soporta una gran cantidad de estrés físico cuando camina, evita hablar de los efectos reales que sufre su cuerpo. No quiere que las dificultades físicas se conviertan en el tema de su historia. Pero para ella «hablar de cómo se siente mi cuerpo es el tema más importante y necesario del que hablar. Me avergüenzo porque sé que Paul nunca hablaría de este tipo de cosas. Pienso constantemente si está bien hablar de esto».
¿Existe alguna mujer viva que no se haya sentido así por su cuerpo? Para las mujeres, el simple hecho de tener un cuerpo es un tipo de miedo especial. Con todo, la verdad no existe sin un cuerpo desde el que transmitirla. La idea de que la experiencia de estar dentro de un cuerpo configura la propia perspectiva, la forma de pensar, es una idea feminista fundamental. Cuando hablé con Priyanka, me recordó a los textos de Jamaica Kincaid, Kathy Acker, Noelle Chatelet; al arte de Carolee Schneemann, obras en las que los cuerpos de las mujeres se exhiben con todo su desorden, fealdad y visceralidad. Pero ¿y qué hay de sentirse parte del paisaje? En palabras de Priyanka: «Piensa en un paisaje pisoteado, eso son los cuerpos de las mujeres».
EN EL OUT OF EDEN WALK han participado menos mujeres —como caminantes, escritoras o entrevistadas— que hombres. Como ha escrito Paul, la desigualdad de género es una historia global. Es la injusticia más habitual y más profundamente arraigada con la que se ha topado en los seis años que lleva caminando. La libertad de movimiento de otros grupos perseguidos también está limitada —solo hay que mirar la violencia policial contra hombres negros en Estados Unidos—, pero como observa Solnit, la opresión de género es posiblemente más vasta que la opresión más localizada basada en la raza, la clase, la religión, la etnia y la orientación sexual, por haber sido parte integrante de la identidad de género durante milenios en la mayor parte del mundo. «A las personas que no han podido caminar tanto como sus pies se lo permitan no solo se les ha negado el ejercicio y el ocio, sino una gran parte de su humanidad», escribe Solnit.
La pregunta en este caso, para este proyecto periodístico, tiene que ver con la autoría: quién cuenta cada historia. Para que los periodistas cuenten las historias de otros, deben tener acceso al mundo exterior. ¿Qué historias nos perdemos cuando aceptamos que la ausencia de las mujeres en el mundo exterior?
«Algo de lo que me di cuenta en la caminata y en mis propios reportajes medioambientales es que los hombres siempre hablan en nombre de las mujeres. Esto debe cambiar y yo quiero cambiarlo», me contó Arati. «Lo que ocurre en la tierra —políticas, leyes, desigualdad, economía, cambio climático, degradación medioambiental— afecta a las mujeres de formas desiguales. Estas historias deben ser contadas y debemos concentrarnos en ellas, ya que definen lo que ocurre en la India rural».
Muchas de las compañeras de Paul son periodistas. Los efectos de los prejuicios sexistas en su trabajo rara vez quedan tan claros como cuando se les deniegan entrevistas o se las rechaza directamente, según me contaron. Pero hablar con sujetos exige respeto y confianza, algo que a veces no se les otorga directamente a las mujeres. Observaron que a Paul lo trataban más seriamente que a ellas, ya fuera por ser hombre, por ser mayor, por ser estadounidense o por ser una curiosidad, aunque nunca estaba claro. «Yo hablaba en hindi, pero todos lo miraban a él», contó Camille Framroze. «Era el centro de todas las miradas. No sabría decir hasta qué punto era algo machista o hasta qué punto era por el hecho de ser extranjero».
Noa Burshtein, periodista israelí que edita una revista que publica exclusivamente artículos femeninos, me contó que «la gente permite a los hombres ser lo que quieran». Pero en su caso, «siempre entran en preguntas personales: ¿Cómo conseguiste el trabajo? ¿Cuál es tu historia? ¿Quién eres? No puedo ser periodista, solo una profesional. Siempre soy una mujer que es periodista». Sin embargo, destacó la claridad que ofrece la perspectiva de una mujer: «Cuando perteneces a un grupo que no es el grupo dominante, el grupo que ostenta el poder, eres capaz de ver la influencia del poder».
Esa es una ventaja. Una mujer periodista también tiene acceso a espacios de mujeres. «Paul no puede entrar en la cocina y pasar el rato con las mujeres que cocinan chapatis. Tendría que quedarse con los hombres rajput, los machotes, los hombres dignos», afirmó Bhavita Bhatia, periodista que participó en la caminata este año.
¿Qué tipo de persona debe ser uno para caminar por el mundo, para perseguir el horizonte un día tras otro? En el caso de Paul, han hecho falta décadas de diligencia y experiencia, apoyo institucional, libertad relativa de la vida doméstica, y suficiente descontento con el statu quo para embarcarse en algo radicalmente diferente, entre otras cosas. (Él añadiría «un suministro interminable de cartílago en la rodilla»). Y yo añadiría: confianza. La confianza, merecida o no, es un poder enorme. Aunque nadie (ninguna persona cuerda, al menos) es inmune a dudar de uno mismo, los hombres han sido más capaces de adquirir esta habilidad. Y es una habilidad —darse permiso para hablar con autoridad, para que lo escuchen a uno, para estar en desacuerdo— aprendida mediante la educación, la madurez y la formación profesional. Es más probable que los hombres reciban la aprobación de su familia y sus colegas, y que estudien y trabajen en instituciones establecidas.
Todas las mujeres con las que hablé eran mujeres de éxito, capacitadas y que se beneficiaban de sus propios privilegios. Se conocen a sí mismas. Y, a pesar de todo, la mayoría me contó que no estuvieron seguras de ser capaces de caminar con Paul hasta después de hacerlo. Bhavita, que atravesó dos estados indios conocidos por el conservadurismo y la violencia, dijo que «el motivo de que decidiera participar en esto fue que, aunque he viajado por el país, no he ido a Uttar Pradesh ni a Bihar. No me podía imaginar otra oportunidad de recorrerlos, pensé que este tío era mi única vía. Pero ahora siento que podría volver y hacerlo».
Con eso se refiere a hacerlo sola y a su manera. Tras acompañar a Paul, casi todas las mujeres con las que hablé podían imaginarse en su lugar. Existen innumerables motivos por los que quizá no habrían hecho tal cosa —otras ambiciones laborales, compromisos familiares, mejores proyectos en mente—, pero el miedo no es uno de ellos.
«Quiero despertarme un día y ver a una mujer hacer lo que hace Paul. En mi vida, espero ver a una joven que diga que ella también lo hará», añadió.
NELLIE BLY no hace hincapié en su situación como mujer viajera en su libro Around the World in 72 Days. (Aunque señala que muchos hombres convirtieron en su deber velar por su seguridad.) Escribe sobre lo que ve con ingenio y confianza. Como Bly, en la historia hay muchas más mujeres que han caminado (o navegado o volado) hacia delante: Sacajawea, que guio a Lewis y Clark por el territorio de Luisiana; Ida Pfeiffer, que dio la vuelta al mundo dos veces (y aun así le denegaron ser miembro de la Royal Geographical Society de Londres); Eliza Scidmore, escritora y fotógrafa que se unió a la National Geographic Society en 1890 porque sus «ensoñaciones eran siempre de otros países»; Freya Stark, que escribió más de dos docenas de libros sobre sus expediciones en Oriente Medio; la pirata Ching Shih de la dinastía Qing, que dirigió a la mayor tripulación de la historia; Gertrude Bell, que mediante sus viajes por el desierto en Oriente Medio y creando relaciones de confianza con jefes tribales ostentó el mayor poder político que ha ostentado una mujer en el imperio británico. Podemos añadir a la lista las mujeres de la antigüedad que salieron de África, que atravesaron el estrecho de Bering, que navegaron hacia las islas desconocidas del remoto Pacífico.
Suelen describir a Paul como pionero. Las mujeres del Out of Eden Walk también han trazado nuevas vías y han abierto el camino para las que vengan detrás. Loveleen me habló de una noche en Rayastán, cuando desapareció en un campo para bañarse en privado. Cuando regresó a la aldea, acompañada por Priyanka, encontró a un grupo de niñas que las estaban esperando y cuyos ojos brillaban a la luz del crepúsculo. «¿Cómo te metiste en el ejército? ¿Cómo eres abogada? ¿Cómo eres periodista?», preguntaron. No querían inmiscuirse, cuestionar ni demostrar nada. Solo querían saber cómo lo habían hecho para poder hacerlo ellas.
Camille Bromley es la editora de redes sociales de Out of Eden Walk. También es editora del Columbia Journalism Review y editora de reportajes del Believer Magazine. Síguela en Twitter e Instagram: @outofedenwalk.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.