Mujeres de todo el mundo toman las riendas de su futuro
De Francia a Kenia, de la India a Malaui, las mujeres se sienten más empoderadas para alzar la voz y demandar la igualdad de género.
Este artículo forma parte del número especial de noviembre de 2019 de la revista National Geographic, «Mujeres: un siglo de cambio».
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Las fotografías de este artículo han contado con el apoyo del Pulitzer Center for Crisis Reporting.Theresa Kachindamoto recuerda el primer matrimonio infantil al que puso fin, apenas unos días después de convertirse en la primera jefa suprema del pueblo ngoni, en Malaui. En el distrito de Dedza, al sudeste de la capital, Lilongüe, pasó frente a un grupo de chicos y chicas que jugaban al fútbol, una imagen habitual. Entonces, una de las chicas dejó del partido para amamantar a un bebé.
«Me quedé conmocionada. Me dolió», recuerda Kachindamoto. La madre «tenía 12 años, pero me mintió y me dijo que tenía 13».
Kachindamoto informó a los ancianos que la habían nombrado jefa sobre la joven madre, una niña llamada Cecilia. «Me dijeron: "Oh, sí, aquí es muy habitual, pero ahora eres la jefa y puedes hacer lo que quieras"».
Y eso hizo Kachindamoto. Anuló su matrimonio y envió a la joven madre al colegio. Eso fue en 2003. La jefa pagó las tasas escolares de la niña hasta que acabó el instituto. Ahora Cecilia dirige un supermercado. Cada vez que la visita, Kachindamoto dice que «siempre viene y me dice: "Gracias, jefa. Gracias."».
Desde la anulación del matrimonio de Cecilia, la jefa suprema Kachindamoto, de 60 años, ha puesto fin a un total de 2549 uniones y ha enviado a las niñas al colegio. También ha prohibido las iniciaciones rituales para las niñas que alcanzan la pubertad, que consistían en perder la virginidad con desconocidos.
La voz de Kachindamoto es una de las muchas del mundo que impulsan los derechos de las mujeres. La voz de una mujer, como cantaron en su día las manifestantes egipcias en la plaza de Tahrir de El Cairo, es una revolución. El eslogan formaba parte de una campaña de 2013 contra las violaciones y las agresiones sexuales, una huelga contra el silencio que suele ser el status quo en Egipto y, como ha demostrado el movimiento #MeToo, en todo el mundo.
En los últimos años, mujeres de Francia a la India y de Namibia a Japón se han sentido más empoderadas para denunciar los delitos de los hombres, lo que ha dado lugar a una conversación global sobre el machismo, la misoginia y la dinámica de poder que sufren las mujeres en sus casas y fuera de ellas.
En muchos sentidos, este aún es un mundo de hombres, pero las mujeres trabajan para cambiar sus comunidades en ámbitos que oscilan de la política al arte. Se trata de una misión que se desenvuelve en varias esferas: en instituciones gubernamentales, en el lugar de trabajo y en casa, mediante el activismo en las calles y a través de la capacidad de contar sus propias historias y cambiar sus sociedades.
En países como Ruanda e Irak, las cuotas legislativas han garantizado una importante presencia femenina en el parlamento. Desde 2003, Ruanda ha contado con la mayor representación proporcional de parlamentarias del mundo. En Malaui y en otros países africanos que carecen de mandatos legislativos para ayudar a las mujeres a ascender, el cambio se fomenta desde las bases, con jefas que empoderan a mujeres y niñas.
Pero el cambio rara vez es fácil. El status quo patriarcal está profundamente arraigado, sobre todo en regímenes autoritarios donde desafiar el sistema, seas hombre o mujer, tiene un alto precio. Hasta la fecha, ningún país del mundo ha alcanzado la paridad de género. Estados nórdicos como Islandia y Noruega van en cabeza y han logrado la máxima categoría en el Índice Global de Brecha de Género del Foro Económico Mundial. El índice ponderado en función de la población mide las desigualdades de género en cuatro áreas fundamentales: salud, educación, economía y política. En la mitad inferior de la lista figuran Malaui y la mayor parte de los países del África subsahariana. Pero existe una variación importante en cada región y hay dos países subsaharianos en los 10 puestos principales de la lista: Ruanda (sexto) y Namibia (décimo). El puesto de Ruanda se debe en gran medida a una generación de leyes favorables a las mujeres tras el devastador genocidio de 1994.
La desigualdad de género no viene determinada por ni está confinada a un solo lugar, raza o religión. Canadá, por ejemplo, ocupa el 16º puesto del índice global, mientras que Estados Unidos se sitúa en el 51º, lo que reduce la clasificación general de Norteamérica por el inmovilismo en el subíndice de «empoderamiento político» y la disminución de la paridad de género en las posiciones a nivel de gabinete, así como por una caída en educación.
La clasificación añade estructura a nuestra comprensión de la influencia de las mujeres y las dificultades que viven en todo el mundo, sobre todo en Oriente Medio y África, dos regiones geográficas vastas que suelen convertirse en monolitos homogeneizados y son privados de las diferencias sutiles que hacen único a cada país.
«No hay un tipo de mujer en Oriente Medio», explica la actriz y directora libanesa Nadine Labaki, que hizo historia en los Óscar el año pasado al convertirse en la primera directora árabe nominada a un Óscar por Cafarnaúm, un drama desgarrador en árabe acerca de los niños de la calle.
«Hay muchas mujeres diferentes, pero la mayoría son fuertes, incluso en las circunstancias más complicadas», afirma. «Las mujeres hallan fuerza para luchar a su manera, ya sea dentro de sus familias o a mayor escala en su trabajo. Tienen mucho poder. Cuando me imagino a una mujer de esta región, no me la imagino sumisa y débil. Nunca».
Bochra Belhaj Hamida, parlamentaria tunecina, abogada de derechos humanos y una de las fundadoras y exdirectoras de la Asociación Tunecina de Mujeres Demócratas, afirma que es «colonialista» pensar que una mujer árabe, por ejemplo, aceptará tener menos derechos que una mujer occidental. Pero su método para conseguir esos derechos puede diferir.
En Irán, las activistas siguen presionando valientemente por el cambio en actos de protesta individuales en redes sociales y en sus hogares, como desafiar la exigencia de los líderes de la República Islámica de que las mujeres lleven hiyabs. En los últimos años, decenas de mujeres —normalmente con ropa blanca— se han quitado el velo en público en vídeos que se han hecho virales con el hashtag #whitewednesdays. Nasrín Sotudé, la abogada de derechos humanos que representó a muchas de las mujeres detenidas, fue sentenciada en marzo de 2019 a 38 años y medio de cárcel y 148 latigazos.
Con todo, en octubre de 2019, tras una campaña de muchos años, los mismos líderes eclesiásticos que castigaron a las mujeres por quitarse los velos decidieron permitir que las mujeres iraníes transmitieran su ciudadanía a los niños nacidos de padres extranjeros. Es un derecho que estados más progresistas de Oriente Medio —como el Líbano, donde las mujeres pueden llevar la ropa que quieran— ni siquiera están cerca de adoptar, pese a la presión constante.
Normalmente, la idea de avanzar los derechos de las mujeres está menos vinculada a marcadores superficiales como la ropa que lleva una mujer y más con su capacidad de elegir qué quiere llevar, con controlar y elegir otros aspectos de su vida.
En Arabia Saudí, hasta hace poco mujeres y niñas debían contar con el permiso de un guardián masculino para viajar, casarse o cursar estudios superiores. En agosto se adoptaron nuevas leyes para flexibilizar el sistema de guardianes que trataba a las mujeres como inferiores. Los mismos líderes saudíes que en 2018 permitieron conducir a las mujeres habían encarcelado a algunas de las activistas más destacadas que exigieron primero ese derecho. Muchas de las mujeres siguen en prisión y sus familias dicen que han sufrido palizas, tortura, acoso sexual y aislamiento. Sus supuestos delitos incluyen contactar con organizaciones internacionales en el transcurso de su activismo. El mensaje de la detención es claro: en Arabia Saudí, los derechos de las mujeres se dispensan a petición de los líderes, no se consiguen desde las bases. Las mujeres carecen de control y capacidad de elección respecto al tema. No pidáis ni presionéis, y agradeced cualquier derecho que os concedamos.
Entonces ¿cómo promueven las mujeres la igualdad de género de manera más eficaz? Las experiencias de varios estados árabes y africanos ponen de manifiesto algunas formas en que las mujeres están revolucionando sus sociedades.
En 2012, Joyce Banda se convirtió en la primera mujer presidenta de Malaui, pese a no pertenecer a una familia política y a que Malaui —uno de los países más pobres de África— carece de cuota parlamentaria femenina. Malaui, que linda con Zambia, Tanzania y Mozambique, alberga casi 18 millones de habitantes. Los intentos reiterados de introducir una cuota de mujeres en el parlamento, el más reciente en diciembre de 2017, han fracasado. Con todo, Banda triunfó pese a la ausencia de una infraestructura institucional que la ayudara, contactos familiares y dinero para allanar el camino.
El padre de Banda formó parte de la banda de música de la policía de Malaui. Recuerda que, con ocho años, un amigo de la familia al que llamaba tío John le dijo a su padre que veía mucho potencial en la joven Joyce. «Me marcó. Plantó una semilla y tuve suerte, porque mi padre siguió recordándome lo que había dicho el tío John, así que siempre supe que iba a lograr algo», afirma.
Banda fue la ministra de género, bienestar infantil y servicios comunitarios de Malaui y ministra de asuntos exteriores antes de que la eligieran vicepresidenta en 2009. Alcanzó al presidencia tras la muerte repentina de su predecesor y desempeñó el puesto de 2012 a 2014.
África ha tenido varias presidentas «y, bueno, Estados Unidos sigue intentándolo», afirma Banda. «Algo estaremos haciendo bien». Atribuye el progreso de África a la memoria de su historia precolonial de líderes femeninas, de sistemas de poder matrilineales relegados por los colonizadores occidentales patriarcales y a un enfoque feminista conciliador.
«Aquí no funciona el denominado feminismo occidental», afirma, caracterizándolo como contencioso. «No vamos a conseguir la igualdad de género utilizando modelos que hayamos tomado prestados de otras partes. En África, las mujeres ya han sido líderes y no han sido líderes intimidando a los hombres, sino involucrándolos y persuadiéndolos para que dejen espacio libre».
«Todo está en el método», continúa. «Debemos tener en cuenta nuestras propias tradiciones y hacerlo a nuestra manera».
La vida de Banda ha configurado su lucha por los derechos de las mujeres, primero en el mundo del desarrollo comunitario y más adelante en la política. Ver cómo su mejor amiga Chrissie Zamaere se veía obligada a abandonar su educación tras la escuela primaria porque sus padres no podían permitirse una tasa de matrícula de seis dólares la inspiró para fundar la Joyce Banda Foundation, que entre otras cosas ha educado a 6500 niñas en colegios que no cobran matrícula. Sobrevivir a un matrimonio abusivo de una década inspiró a Banda a fundar la Asociación Nacional de Empresarias, un grupo que prestaba dinero a comerciantes a pequeña escala porque, como ella misma dice, la independencia financiera da opciones a las mujeres.
En 2006, como ministra de género, Banda defendió una ley contra la violencia doméstica y, durante su presidencia, Malaui aprobó en 2013 su Ley de Igualdad de género. Durante los dos años de gobierno, la tasa de mortalidad materna descendió, un problema en el que Banda había hecho hincapié desde hacía tiempo, ya que ella misma sufrió una hemorragia posparto al dar a luz a su cuarto hijo. Contó con la ayuda de hombres jefes y los persuadió para que promovieran los partos con supervisión médica en clínicas en lugar de partos caseros tradicionales. Según ella, es un ejemplo del feminismo que funciona en una cultura y con el apoyo de los hombres para cambiar las normas sociales.
Banda afirma que la población mayoritariamente rural de Malaui es muy conservadora y, aunque algunas comunidades practican la sucesión matrilineal o incluyen a las mujeres en la selección del jefe, «los jefes de este país, tres cuartos de ellos hombres, son chovinistas», afirma. «¡Son lo más tradicionalmente patriarcal que se ha visto jamás! El 85 por ciento de nuestro pueblo asienta sus bases en la comunidad, así que está gobernado por esos jefes. Hay que incluirlos y convertirlos en compañeros defensores, y eso hice».
Es «ingenuo», dice, que los grupos internacionales «vengan a África esperando resolver nuestros problemas. Lo que descubren es que pueden pasar aquí 20 años y volver» sin haber logrado gran cosa porque «algunos de los temas que vienen a abordar están tan arraigados en la tradición que no pueden abrirse paso». Cree que resulta más eficaz cambiar una cultura desde dentro, reclutando a agentes de poder influyentes, como los jefes. Y cuando esos jefes son mujeres, el impacto puede ser enorme.
Algunas mujeres han ascendido al poder mediante la herencia o el legado, el caso de la jefa Kachindamoto, que siguió los pasos de su difunto padre.
La jurisdicción de Kachindamoto abarca 551 pueblos y 1,1 millones de personas. Aunque su primer deber es como «guardiana de la cultura», desde que se convirtió en jefa en 2003 ha trabajado para cambiar algunas de las prácticas culturales de su tribu, como la iniciación de las niñas en la pubertad, que consistía en que perdieran la virginidad con desconocidos.
Ha habido oposición y hasta amenazas de muerte por parte de los subjefes y los líderes de las aldeas y de otros jefes de la misma categoría que ella. Su familia la previene, temiendo por su seguridad. Otros jefes hombres le han dicho que «esta cultura se nos legó para que siguiéramos haciendo esto, ¿quién eres tú para cambiarla?», cuenta. En sus propias palabras, «Les dije: "Si no queréis hacer esto en vuestra zona, depende de vosotros, pero en mi zona no quiero que esto continúe, os guste o no"».
Cuando era jefe, su padre intentó sin éxito prohibir el ritual de iniciación, pero el temor al VIH/SIDA en un país donde uno de cada 11 adultos de entre 15 y 49 años lo padece ha potenciado su iniciativa.
Kachindamoto también prohibió el matrimonio infantil y envió a las niñas de vuelta al colegio mucho antes de que Malaui aprobara una ley en 2015 que elevaba la edad legal para contraer matrimonio de los 15 a los 18 años. Con una enmienda de 2017, la constitución se ajusta a la nueva ley. Al principio, según Kachindamoto, la gente no quería escucharla, así que formó una banda de música itinerante para que la gente se congregara y así emboscarla con su mensaje contra el matrimonio infantil y los rituales de iniciación. Desde entonces, ha creado estatutos contra las prácticas en su jurisdicción y ha despedido públicamente a jefes que proseguían con los rituales, convirtiéndolos en ejemplos en la comunidad. Simultáneamente, ha otorgado puestos de poder a unas 200 mujeres. Cuando se convirtió en jefa, «no había ninguna mujer líder [en las aldeas], solo hombres, así que cambié la cultura».
El matrimonio precoz se vincula a la pobreza y Kachindamoto trata de combatir ambos. Afirma que las tasas de matrícula representan un obstáculo importante a la hora de permitir que las niñas continúen estudiando en una región basada en la agricultura. «Hablé con los directores [y les pedí] que si estas niñas no pagaban, no las echaran, porque si lo hacen sus padres les asignarán directamente un marido», cuenta.
Su voz no es la única que ha cambiado el panorama cultural de Malaui. Chalendo McDonald, de 67 años y a quien conocen como jefa Mwanza, ha prohibido los rituales de iniciación sexual y el matrimonio infantil en el distrito de Salima. La jefa Mwanza gobierna más de 780 aldeas y a casi 900 000 personas del grupo étnico chewa. Ella también ha convertido la transformación de Malaui en su misión y ha elevado el total de jefas a 320 mujeres en su distrito porque «las mujeres jefas defienden las inquietudes de mujeres».
En los 15 años transcurridos desde que se convirtió en jefa, ha anulado 2060 matrimonios infantiles, pero siempre dice que la práctica continúa a pesar de las leyes estatales y los estatutos de su propio pueblo que los prohíben. «Ayer», respondió cuando le preguntamos cuándo fue la última vez que salvó a una niña de un matrimonio precoz. «Y el día antes hubo otro problema con un matrimonio infantil, así que aún ocurre».
En Túnez, un país del norte de África que también forma parte del mundo árabe y que alberga casi 11,5 millones de habitantes, las mujeres han desempeñado durante años un papel importante en la política y en la sociedad civil, remontándose a los años 50 con el presidente Habib Bourguiba, aunque no todas las mujeres tunecinas lo han hecho. En 1981, Bourguiba, un laicista acérrimo, prohibió que las mujeres y las niñas llevaran hiyab en instituciones públicas, excluyendo así a las mujeres con velo de las escuelas públicas, los puestos de funcionariado y otros espacios públicos.
La revolución tunecina de 2011, el primer levantamiento de la Primavera Árabe, derrocó al dictador Zine el Abidine Ben Ali y abrió la esfera política a caras nuevas, incluidas las de las mujeres con velo. Los cambios en las calles de la capital, Túnez, resultaron evidentes tras su salida, con más mujeres que llevaban el hiyab, quizá como desafío o por sus creencias religiosas. Yo cubrí la revolución de Túnez y me impactó ese cambio repentino. Me recordó un viejo proverbio árabe que dice: «Lo prohibido es lo más deseado».
El Código Tunecino de Estatuto Personal, promulgado en 1956, fue uno de los más progresistas de la región, ya que prohibía la poligamia, garantizaba la igualdad en los divorcios y fijaba la edad mínima para contraer matrimonio y la edad de consentimiento mutuo en el matrimonio. El aborto se legalizó en 1965 para todas las mujeres con cinco hijos o más y con el consentimiento de sus maridos y para todas las mujeres en 1973. En las décadas posteriores, las mujeres tunecinas se han aferrado a sus logros, principalmente porque el país se libró de las guerras destructoras, sanciones y violencia de las milicias que arrasaron Irak y otros países.
Al principio, a Bochra Belhaj Hamida, la parlamentaria y abogada de derechos humanos, le preocupaba lo que pudiera pasar. «Las activistas temíamos que la revolución hiciera retroceder a las mujeres, pero pasó lo contrario». Sus temores fueron avivados en parte porque el partido islamista Ennahda dirigió el primer gobierno tras la revolución de Túnez.
«De no ser por la revolución, se habrían producido reformas, pero mucho más despacio», afirma. «Fueron catalizadas por la revolución y el miedo que tenían las mujeres a perder su lugar y sus derechos».
Los cambios fueron rápidos y radicales. En 2014, una nueva constitución protegió los derechos detallados en el Código de Estatuto Personal y decretó la igualdad entre hombres y mujeres. En 2017, pese a la fuerte oposición, las mujeres tunecinas consiguieron el derecho a casarse fuera de la fe musulmana, demoliendo un tabú de la región. Anteriormente, se había aprobado una nueva ley contra la violencia doméstica y otra que determinaba que las madres ya no necesitarían el permiso del padre para viajar solas al extranjero con sus hijos. Una ley de «paridad de género horizontal y vertical» obligó a todos los partidos políticos a contar con el mismo número de candidatos y candidatas en las elecciones locales. La ley, cuyo objetivo era aumentar la representación femenina, hizo que las mujeres consiguieran el 48 por ciento de los escaños municipales en las elecciones de 2018. Las mujeres ocupan 79 de los 217 escaños del Parlamento tunecino, el mayor porcentaje (36,4) del mundo árabe.
Los puestos administrativos que tradicionalmente se asignaban por nombramiento político, como el responsable del Ayuntamiento de Túnez, se abrieron a un proceso electoral. En la primera votación, el año pasado, Souad Abderrahim fue elegida alcaldesa, convirtiéndose en la primera mujer que ocupaba ese cargo desde su creación hace 160 años. «El día en que se otorgó poder y capacidad de elección al pueblo, eligieron a una mujer», afirma Abderrahim.
Su método de gobierno también consistía en alejarse del pasado. En lugar de tomar decisiones de forma unilateral, Abderrahim adoptó un sistema de consulta en el que participan los 60 miembros del ayuntamiento. En Túnez, los ayuntamientos son responsables de los asuntos de una ciudad y, como dice Abderrahim, el ayuntamiento de la capital es «como una madre para el resto de ayuntamientos», al supervisar los 350 repartidos por el país. «Tengo el poder de firmar algunos acuerdos, pero no firmaré ningún acuerdo sin debatirlo con los miembros del ayuntamiento», afirma. «Democracia es inclusión».
Hamida y otras activistas están ejerciendo presión para cambiar tradiciones culturales sobre la sucesión arraigadas en la religión. El derecho de sucesión de Túnez dicta que las mujeres heredan la mitad que los hombres, una costumbre muy respetada en el mundo árabe. Impugnarla significa oponerse a una institución religiosa que basa la ley en la interpretación de los textos islámicos.
«El quid de la controversia tiene que ver con la familia», afirma Hamida. «Su concepción de la familia es patriarcal, todo lo contrario a la nuestra».
Se refiere a personas como Halima Maalej, una mujer religiosa conservadora y activista que, aunque apoya la mayoría de las reformas favorables a las mujeres, coloca el límite en la igualdad de derechos de sucesión: «¿Por qué quieren cambiar la base de nuestra sociedad y sus tradiciones?», se pregunta.
Maalej, que apoya al partido Ennahdha, recuerda haber sido silenciada durante las dictaduras laicas de Bourguiba y Ben Ali. Le costó encontrar una escuela que la aceptara porque llevaba velo hasta que encontró su lugar en un colegio cristiano. «Nuestras voces eran débiles, casi silenciadas».
Ahora, ella y sus compañeras con velo quieren que se las escuche. Cree que la igualdad de derechos de sucesión contradice la sharía (ley islámica) y es un «tema secundario» impulsado por mujeres «burguesas» que no la representan. El islamismo, como cualquier otra ideología política, no es monolítico y entre los simpatizantes de un partido como Ennahdha hay un amplio espectro de opiniones. Meherzia Labidi es una parlamentaria por Ennahdha y exviceportavoz de la asamblea. Al igual que Maalej, Labidi lleva velo y recuerda la represión religiosa que anuló su voz antes de la revolución, pero esas son las únicas similitudes que existen entre las dos mujeres.
Labidi, que se describe como postfeminista, cree que las mujeres tunecinas deben escucharse las unas a las otras. «Creo que lo que necesitamos en Túnez y en el mundo árabe musulmán es reclamar nuestra voz de estas dos tendencias, las ultrasecularistas y las ultrarreligiosas», afirma.
Le enorgullecen los avances de Túnez en los derechos de las mujeres y el hecho de que el país sirve de ejemplo al resto del mundo árabe a la hora de debatir temas importantes como la igualdad de derechos de sucesión.
«Allí donde progresa la democracia, los derechos de las mujeres progresan, porque se puede hablar, se puede actuar; pero en espacios sin democracia, aunque se produzcan cambios en favor de las mujeres, estos son impuestos por la autoridad: el gobierno, el presidente, el rey, quienquiera que represente la autoridad», afirma Labidi. «No se inculcan, no se adoptan, permanecen en la superficie. Lo que hacemos es muy difícil: intentamos penetrar en el tejido social».
Para Labidi, el «patrimonio universal» del feminismo es el puente que puede unir a mujeres en extremos diferentes del espectro del activismo, como Hamida y Maalej. Parte de esto significa que las mujeres occidentales no hablen por ellas. «Dicen que deberían otorgarnos libertades, pero no se nos permite articular lo que queremos. ¿Es esto libertad? ¿Es esto feminismo?», se pregunta Labidi. Tiene un mensaje para las feministas occidentales: «Os pido que dejéis de hablar en nuestro nombre y por nosotras, porque cuando habláis por mí, ahogáis mi voz».
Labaki, la directora nominada al Óscar, también cree en el poder y la necesidad de que las mujeres cuenten sus propias historias. Sus tres películas —la primera de 2007, Caramel, una perspectiva de las vidas de cinco mujeres libanesas ambientada en un salón de belleza de Beirut— exploran temas universales sobre el patriarcado y males sociales como la pobreza. Labaki afirma que Caramel surgió de su «obsesión personal» con examinar estereotipos de mujeres libanesas «sumisas, incapaces de expresar quiénes son, que no se sienten cómodas con sus cuerpos, que tienen miedo a los hombres, que son dominadas por los hombres, mujeres que estaban asustadas» y la realidad más compleja de las mujeres fuertes que la rodean, empezando por su familia.
«Creí que, encierto modo, intentaba encontrar la paz», afirma. «¿Quién soy yo entre estos estereotipos?». En su última película, Cafarnaúm (2018), por la que obtuvo la nominación al Óscar, Labaki dirigió su mirada a los niños que vivían en las calles. «Los arrastramos a nuestras guerras, nuestros conflictos, nuestras decisiones, hemos creado un caos enorme para ellos, un Cafarnaúm». Empezó a investigar para la película en 2013 y, en parte, se sintió inspirada por la imagen devastadora del bebé sirio-kurdo Alan Kurdi, que murió y apareció boca abajo en una playa turca cuando su familia huía de la guerra en Siria. La imagen fue su «gran punto de inflexión», cuenta.
«Pensé:¿qué diría este niño si pudiera hablar? ¿Cómo de enfadado está después de todo lo que ha pasado y todo lo que le hemos obligado a vivir?». Labaki dice que se toma como un cumplido que la gente le diga que, tras ver sus películas, sienten la presencia de una mujer tras la cámara. «No significa que sea una visión mejor que la de un hombre. No. Es una visión distinta, una experiencia distinta».
Hizo Cafarnaúm para sacar a la gente de su ceguera, abrirles los ojos ante el sufrimiento infantil y porque «necesito mostrar lo que pasa».
Es una responsabilidad que se extiende más allá de las películas. En 2016, Labaki se presentó a las elecciones del ayuntamiento de Beirut, pero no ganó. «En algún momento, te conviertes en activista sin quererlo siquiera», afirma. «Para mí, no es una elección, es un deber. No sé si significa que acabaré metiéndome en política o presionando para que cambien ciertas cosas».
La fotoperiodista Lynn Johnson recibió el Eliza Scidmore Award de 2019. Rania Abouzeid es una becada Nieman y autora de No Turning Back: Life, Loss, and Hope in Wartime Syria.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.