¿Podría el exuberante y remoto nordeste de la India recibir más visitantes?
En un recorrido por esta zona salvaje encontramos una aldea que se ha autodeclarado «zona ecológica» para atraer turistas.
Out of Eden Walk, de Paul Salopek, escritor y National Geographic Fellow, es una odisea narrativa que sigue las huellas de nuestros antepasados humanos por todo el mundo. Este es su último artículo desde la India.
A finales del año pasado, caminé durante casi tres meses por las colinas del nordeste de la India. Resplandecían bajo el sol como el revestimiento de terciopelo verde de un joyero. Albergaban tesoros con un sonido que se desvanecía.
En el laberinto de senderos a las afueras de Khanduli, una aldea cuyo mercado vendía fanegas de gusanos de seda, era imposible hablar. ¿Por qué? Las cigarras. Todas las cigarras del mundo habían convergido en aquel lugar. Era el cónclave internacional de las cigarras. Los bosques albergaban una enorme confederación de cigarras. Su canción palpitaba en el aire húmedo kilómetro tras kilómetro: el pitido del silbato de un árbitro a todo volumen, indicando una falta sobre los primates que se consideraban los soberanos del mundo. Hice un gesto a mi compañero para que se acercara y le grité al oído: «¡Creo que nos hemos perdido!».
En Umrangso, las ranas arborícolas anunciaban su amor en las escalas xilofónicas de las campanillas de viento de bambú. Escuché cómo los gibones se desplazaban por las copas de los árboles de las riberas del río Jiri, desprendiendo duchas de hojas y gritando como los hinchas del fútbol. Por todas partes, escuchaba las colinas que hablaban en los dialectos sibilantes del agua ilimitada. El canturreo jónico de las cascadas. El siseo blanco de los arroyos. El rap enérgico del monzón sobre un tejado de hojalata. Hasta en las cordilleras más elevadas, donde no esperaba que hubiera nada salvo viento húmedo, escuché el suspiro tenue y tembloroso de los ríos salvajes.
Este popurrí tropical albergaba silencios exquisitos, una especie de fermata que no se halla en ninguna otra parte del mundo habitado.
Caminé durante días por las colinas de Jaintia sin escuchar ni una sola máquina. Ni coches. Ni generadores. Ni bombas de riego.
¿Dónde está la fuente (el epicentro) de estos paisajes silentes?
¿Está acumulada, como la lluvia dentro de las huellas que dejó un elefante macho salvaje sobre el sendero de barro a Rumphum?
POCOS FORASTEROS se aventuran por las colinas de la frontera nordeste de la India.
La región es demasiado remota. Su belleza carece de etiquetas. Allí «no hay nada», ni un parque nacional ni otros destinos googleables que llamen la atención.
En mi caminata de 531 kilómetros desde Guwahati, la capital del estado de Assam, por el interior de Meghalaya y hacia el este, hacia Imphal, la capital de Manipur, no vi ni a un solo forastero. Las colinas de Karbi. Las colinas de Cachar. La meseta de Dima Hasao. Las colinas de Manipur. Este margen irregular de la India, cerca de la frontera con Bangladés, sigue siendo un distrito del mundo completamente localizado. Un cosmos de aldeas unidas por caminos. Un laberinto de territorios de clanes demarcados por arrozales de corta y quema. Por carreteras sacudidas por las tempestades. Por puentes colgante oxidados construidos hace 80 años durante el gobierno colonial británico.
A lo largo de la historia, el nordeste de la India ha sido una encrucijada continental (un «gran corredor indio») que conectaba el sur de China, el Sudeste Asiático y el subcontinente indio.
Las diásporas de los indoarios y los tibetano-birmanos en la Edad de Hierro atravesaron esta zona. El pueblo ahom llegó desde el Reino de Pong, en la actual Birmania, hace 800 años. Cuando los británicos aparecieron en el siglo XIX para plantar té, descubrieron un mosaico establecido de más de 200 grupos indígenas independientes y belicosos. En la actualidad, estas minorías étnicas tienen más en común, tanto cultural como genéticamente, con los tibetanos y los asiáticos del sur que con los indios centrales. Han soportado generaciones de abandono. Han librado guerras de guerrilla por la independencia y más autonomía durante años. Hace una década, durante estos levantamientos, yo no habría podido caminar por aquí.
Hoy en día la violencia continúa, pero es diferente.
Los ricos bosques primarios que cubrían el nordeste de la India están desmoronándose velozmente. Fragmentados por el crecimiento demográfico, los árboles antiguos sucumben a la expansión de los arrozales. La tala ilegal, el comercio de carbón vegetal y la minería han abierto nuevas carreteras en las colinas. Caminar por estos paisajes es como enamorarse de un paciente con cáncer terminal.
Le sostuviste la mano como sostendrías una hoja reluciente. Sabías que era provisional.
LOS MEJORES DEFENSORES de las tierras altas del nordeste fueron los batallones de Haemadipsa ornata.
Tenían cinco pares de ojos, una mordedura dolorosa que sangra durante horas y con cada comida ingerían varias veces su propio peso corporal en sangre. Estas sanguijuelas no emitían sonidos perceptibles. Más bien, los provocaban.
Saviour Shadap, un guía de la etnia khasi y mi compañero de caminata, atravesó corriendo un pantano con miles de estas criaturas depredadoras, gritando: «¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!». (Sus vocalizaciones no ayudaban.)
Hormazd Mehta, que me acompañó durante gran parte del recorrido por las colinas del nordeste, se buscó una sanguijuela entre los dedos de los pies ensangrentados: «Eh, amiguita. ¿Dónde estás? ¿Ahí? No, ¿ahí? No, ¿ahí? Oye. ¿Dónde estás?».
Priyanka Borpujari, otra compañera, echó sal sobre las sanguijuelas que tenía aferradas a mi espalda (a las sanguijuelas no les gusta la sal). Borpujari: «¡Tengo una!». Yo: «¿Alguna más?». Borpujari: «¡Sí, tengo otra!». Yo: «¿Alguna más?». Borpujari: «Sí... Espera, no, es un lunar. Eso debe de ser de tu madre».
AVANZAMOS por un arroyo del color del té en una balsa de bambú.
Mantuvimos el equilibrio sobre los troncos llenos de musgo que unían los extremos de barrancos elevadísimos.
Vadeamos el río salvaje Jiri, cruzamos el río Makru y subimos por caminos en cañones tan empinados que necesitábamos concentrarnos solo para permanecer erguidos. Con cualquier intento de multitarea (un estornudo o pestañeo inoportuno), corríamos el peligro de caer.
Tras dos meses, caminamos 38 kilómetros en un solo día para llegar, apestando y con las piernas hechas polvo, a una aldea. Como la mayoría de las comunidades étnicas naga, se encontraba en la cima de una cordillera escarpada para defenderse de los ataques del pasado. Vivía desconectada, oculta para el resto del mundo por 180 centímetros de lluvias anuales, abandonada en los bosques de nubes de Manipur. Permanecí sentado en este paseo embarrado, catatónico de emoción. Sonaba música evangélica.
Apareció un hombre apuesto con la funda de una guitarra a la espalda. Nos condujo hasta el agua.
«Os ofreceríamos algo mejor de habernos avisado de vuestra llegada», dijo, disculpándose con los modales de un príncipe.
Estábamos en Azuram.
LOS RESIDENTES de Azuram eran radicales.
Sus arrozales de quema y corta se habían agotado por necesidad. En siete décadas, la aldea había pasado de albergar 17 a 49 hogares. En lugar de dejar descansar sus campos de la selva durante 10 años, como hacían sus antepasados, los agricultores plantaban cada cinco. Los beneficios disminuían. Una plaga había arruinado las plantaciones de naranjas silvestres (Citrus indica, antigua fuente de la fruta actual). Quedaba poca leña que talar en el bosque. Los estilos de vida rurales estaban en decadencia y los jóvenes partían a las ciudades.
Así que Azuram se autodeclaró zona ecológica.
«No solo beneficiará a nuestra comunidad, será bueno para toda la humanidad», explicó Nehemiah Panmei, guardabosques honorario de la aldea y organizador del Rainforest Club.
Panmei tenía una mentalidad global en el confín más extremo de la Tierra.
En 2016, convenció a los residentes para que cedieran la mitad de sus tierras (casi ocho kilómetros cuadrados) a una reserva forestal comunitaria. Los elefantes habían desaparecido hacía ya tiempo, pero la selva aún albergaba jabalíes, una especie de ciervo, puercoespines y gallos salvajes. Alguien había comprado una tortuga en un mercado de carne de caza y la había liberado en Azuram. Casi una vez al año, uno de los pocos tigres que quedaban pasaba por allí.
Los aldeanos habían construido una torre de observación de fauna de hierro. Era para que los ecoturistas disfrutaran de las vistas.
«No ha venido nadie por ahora», admitió Panmei. «Pero conservamos la esperanza».
Según Panmei, quizá algún día los magnates de la industria inviertan en Azuram como parte de un acuerdo de responsabilidad social corporativa. Hasta me habló de implicar a las Naciones Unidas.
El pueblo naga era una minoría religiosa en la India hindú: formaba parte de la Misión Baptista Americana. Se habían convertido en la década de 1930, cuando dejaron de cazar las cabezas de sus enemigos. Ahora escuchaban rock cristiano en la radio. Las mujeres tejían chales en los telares que tenían en casa. Se entretenían en una pista de voleibol de tierra donde las pelotas que iban fuera caían ladera abajo decenas de metros.
Pregunté a Panmei de dónde había sacado sus ideas verdes. Me citó Salmos 95: «Porque en su mano están las profundidades de la tierra y las alturas de los montes son suyas».
«AZURAM NECESITA una carretera. Carretera, carretera, carretera», se lamentó Hormazd Methta, mi compañero, que trabajaba como guía cultural en la región.
Tenía razón.
Salimos de las colinas del nordeste de la India por el sendero de Azuram. Fueron 29 kilómetros de desprendimientos de tierras unidos indistintamente por un camino para tractores. Durante los monzones, los enfermos de la aldea eran trasladados en camillas. Costaba imaginar a observadores de aves extranjeros en aquella zona. Pero con los sueños y las carreteras nunca se puede estar seguro. Pululando entre barro y mariposas, me imaginé a los baptistas tribales de Manipur beneficiando a sus correligionarios de origen distante. Una especie de misión a la inversa. Generosidad con los desconocidos. Respeto por la naturaleza. Mujeres y hombres trabajando codo con codo. Escuchar a los niños.
Caminamos hasta la localidad de Tamenglong. El sonido del mundo nos aguardaba.
Las motos se perdían en el humo azul en torno a los edificios enmohecidos. Los rickshaws motorizados pitaban. Mehta posó para que le sacara una foto bajo una señal que anunciaba el nombre del distrito: Utopía.
Este artículo se publicó en inglés en la página web del proyecto Out of Eden Walk de la National Geographic Society. Explora la página aquí.
Paul Salopek ha ganado dos premios Pulitzer por su labor periodística cuando era corresponsal del Chicago Tribune. Síguelo en Twitter @paulsalopek.