Un periodista reflexiona sobre la nueva realidad de trabajar desde casa

La pandemia global nos enseña que la intersección entre geografía y cultura a la que más acostumbrados estamos es nuestro lugar de trabajo.

Por Robert Draper
Publicado 7 abr 2020, 14:17 CEST
Alex

Alex, el marido de la fotógrafa de National Geographic Dina Litovsky, está ocupado trabajando para una aseguradora sanitaria sin ánimo de lucro mientras Ziggy, su gato esfinge, se le sube a los hombros en su piso de Nueva York.

Fotografía de Dina Litovsky

En 1962, tras la política arriesgada y angustiosa de la crisis de los misiles en Cuba, Walt Disney pidió a dos compositores cinematográficos llamados Richard y Robert Sherman que crearan una melodía positiva para acompañar una nueva atracción en la Feria Universal de 1964. La atracción presentaría a niños robóticos de todo el mundo cantando una canción pancultural. Lo que crearon los hermanos Sherman fue una cancioncilla breve, sencilla e inolvidable: «It’s a Small World (After All)».

Como diría más adelante Richard Sherman en un documental de Disney, evocar la pequeñez era una forma de transmitir la fragilidad de nuestra unidad humana. Según el razonamiento de Sherman, como el planeta era pequeño, «dejemos de matarnos los unos a los otros». La atracción con barcos «It’s a Small World» de Disneyland se inauguró en 1966 y atrajo a cientos de millones de pasajeros hasta el 14 de marzo de 2020, cuando el parque californiano —y casi todos los espacios públicos de Estados Unidos— cerró sus puertas para detener la propagación del coronavirus.

Carlos López

Carlos López, bailarín del American Ballet Theatre de Nueva York, da una clase de balet por Zoom desde su piso.

Fotografía de Celeste Sloman

Marzo también trajo consigo una nueva crisis, una en la que nuestro mundo se empequeñecería más allá de lo imaginable. ¿Cómo de pequeño? Lo bastante para medir su perímetro. El horizonte se había convertido en una pared; el cielo, en un techo; los océanos, en el fregadero de la cocina y en el plato de ducha. Al cerrar nuestras puertas y desaparecer durante un periodo de aislamiento indefinido, la letra de los hermanos Sherman («There’s so much that we share/that it’s time we’re aware/it’s a small world after all») ha adoptado un matiz lúgubre.

Ni esta publicación en particular —cuyo accionista mayoritario es The Walt Disney Company— ni las filas de escritores autónomos de National Geographic como yo a quienes pagan por explorar los rincones más desconocidos del planeta hemos pasado por alto el patetismo de la situación. Pero ahora hemos tenido otra revelación, oculta a plena vista. Durante más de 130 años, National Geographic ha considerado que su misión es documentar la intersección entre la geografía y la cultura humana. Ahora es más evidente que nunca dónde se encuentra dicha intersección para muchas personas: en el lugar de trabajo.

Según los datos del censo de Estados Unidos de 2017, solo un 5,2 por ciento de los estadounidenses (o unas ocho millones de personas) trabajaban desde casa. Los casi 153 millones restantes eran trabajadores remunerados que trabajaban desde otros lugares. Nos vestíamos para trabajar, nos despedíamos de nuestro universo privado, recorríamos una distancia determinada y después pasábamos horas en un entorno tribal con otras personas dedicadas al mismo propósito económico. ¿Es una situación óptima? No según una gran cantidad de estudios que examinan el estrés corrosivo del tráfico de la hora punta y la política de oficina. Aun así, es un ritual de movimiento, comunión y autodefinición humana tan arraigado en el orden social que, como cualquier otro pan de cada día, su desaparición repentina ha desencadenado una indignación primitiva.

Mientras escribo esto, la sede de Washington D.C. de National Geographic está cerrada a todos. Durante un tiempo, podías entrar —por ejemplo, si necesitabas recoger textos de investigación o recibos de gastos—, siempre ciñéndote a un nuevo protocolo. Tras tomarte la temperatura, un guarda de seguridad te escoltaba hasta el ascensor y a lo largo de los pasillos fantasmagóricos, pasando frente a las oficinas vacías que antes codiciabas, los despachos de jefes, subjefes y sub-subjefes ahora ausentes con carpetas de trabajos inescrutables, las mesas de los veteranos, de tu mujer del trabajo y de tu amienemigo, la sala de conferencias que antes considerabas el lugar de las incalculables horas perdidas, la cocina con la fastidiosa cesta de fruta que ahora darías lo que fuera por ver llena, hasta finalmente llegar a tu puesto de trabajo aislado. Lo observabas todo, como si fuera la escena de un crimen. Aquí viviste una vida más feliz de lo que pensabas. ¿Qué ha pasado? Diez minutos después, te acompañan a la salida. A continuación, tienen que desinfectar tu mesa.

Los nuevos rituales de una cultura pandémica nos exigen trabajar desde casa. Como el resto de los aspectos asociados a la crisis del coronavirus, pudimos verlo venir, pero no lo entendimos del todo hasta que llegó aquí. En un principio, abandonar la rutina de la oficina podía interpretarse como una especie de liberación, un «¡se acabaron las clases!» para adultos. ¿Qué sería mejor que poder pasar más tiempo en nuestras casas? ¿Por qué no trabajar desde el lugar donde vivimos? ¿Dónde nos hemos sentido más relajados, donde hemos sido más nosotros mismos y, por consiguiente, más productivos? ¿Qué podría salir mal?

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    Anush Babajanyan

    Anush Babajanyan, una fotógrafa de Ereván, Armenia, cocina y vigila a su hijo de 10 años, William Vagharshak, mientras navega por Internet.

    Fotografía de Anush Babajanya, Vii
    Bryan Hoben y Lotus

    Bryan Hoben ayuda a Lotus, su hija de seis años, a participar en su primera clase de chino por Zoom desde su casa en el valle de Hudson, al norte de Nueva York.

    Fotografía de Stéphanie Sinclair

    Las primeras señales de una normalidad que se deshacía fueron pequeñas pero reveladoras. Las reuniones por Zoom, según me han contado mis colegas, revelaron a los compañeros mejor peinados de Nat Geo de formas nunca vistas. Había pelos revueltos, salvo el de un ejecutivo que respondió al cierre de las peluquerías rapándose la cabeza. Algunos hombres habían dejado de afeitarse. Los trajes de oficina elegantes solo duraron unos días y dieron pie a una interpretación muy amplia de lo que es un atuendo informal. Nos acordamos de que la editora jefe de National Geographic había estudiado en la Universidad del Estado de Míchigan porque eso indicaba su sudadera verde con la mascota de la institución, Sparty. Un editor lo sobrecompensó poniéndose una pajarita para una reunión virtual. Por otra parte, a veces el telón de fondo que había tras nuestros colegas nos ofrecía una información sorprendente. Algunos de estos fondos denotaban un riguroso compromiso con el orden, mientras que otros de estanterías revueltas, camas sin hacer, gatos y perros descontrolados, niños tirando de sus padres sugerían un desorden más amplio que ya no nos molestábamos en ocultar.

    Mi residencia personal ha sido menos comentada que la mayoría. Llevo dos décadas escribiendo descalzo desde casa. Mi prometida, analista política de la CNN, pasa casi todo el día con ropa deportiva hasta más o menos una hora antes de salir al estudio por la tarde, cuando se transforma por completo en cuestión de siete minutos —bajar por la Batbarra, como yo lo llamo— y se va en coche para hablar ante las cámaras. No me ha molestado la falta de cotilleos de oficina en nuestras vidas ni la omnipresencia de nuestros perros. No tenemos hijos a los que educar desde casa durante el día ni a los que tratar de dormir por la noche. No vivimos con un anciano hablador que se nos asome por encima del hombro durante las llamadas de trabajo. Ahora mi prometida tendrá que aparecer en la televisión desde su despacho de casa mientras yo escribo desde el mío en el piso de arriba. No es una interrupción tan discordante en el orden de las cosas, en cómo era todo antes. En mi cargo de periodista, he sido detenido en Yemen por las autoridades federales, me he escondido de secuestradores en Somalia y me han apuntado con un arma en el río Congo. Estar aislado en casa con la mujer a la que amo es una odisea a la que sobreviviré, de eso estoy seguro.

    Nada de esto mitiga la inquietante consciencia de que ahí fuera el mundo que conocíamos está derrumbándose. Por ahora, aún nos separa una puerta. Mi hermano es psicólogo en Nueva York y dirige un teléfono de la esperanza nacional. Para John Draper, el hogar era el lugar al que regresábamos por la noche para huir de dicha melancolía. Ahora, la angustia del día reside con él. El resto de nosotros, que maldecimos nuestra claustrofobia y que estamos solos en casa o que desearíamos estarlo, vivimos sabiendo que lo peor aún no ha llegado. Tenemos trabajo, tenemos salud, tenemos refugio siempre y cuando la puerta aguante.

    Marlon

    La fotógrafa de National Geographic Miora Rajaonary dice que le encanta tener a su hijo Marlon en casa, pero también tiene dificultades, ya que necesita supervisión constante cuando hace los trabajos del colegio.

    Fotografía de Miora Rajaonary
    Lynsey Addario

    Debajo de una manta para mejorar la calidad del sonido, la fotógrafa de National Geographic Lynsey Addario graba una entrevista con el podcast del New York Times «The Daily» desde Somerset, Inglaterra.

    Fotografía de Paul De Bendern

    Y en nuestra geografía virtual, podríamos alcanzar el próximo paso evolutivo en el lugar de trabajo, una trayectoria que empezó bajo la sombra de los árboles y adoptó la forma de un officium latino, se convirtió en casas de contaduría y, finalmente, en nuestros cubículos sagrados. Ahora, la oficina es etérea. Estamos hiperconectados, pero literalmente hemos perdido el contacto. La aleatoriedad de la comunidad (las risas que escuchas a lo lejos, los rumores que empiezan a circular, un cumplido espontáneo que puede ser sincero o no) ha quedado relegada a la memoria o, cuando podemos, a las entregas a domicilio.

    Sin un grupo de compañeros vigilante que nos impida quedarnos dormidos sobre la mesa, la viabilidad de la nueva oficina descansa sobre una base inestable: la autosuficiencia. Depende de cada uno de nosotros mantener la determinación y la integridad, ofrecer una jornada que supere la suma total de nuestros maratones de Netflix, resistirnos a enterrarnos en el pijama y en residuos de Cheetos. Los científicos sociales han mantenido durante mucho tiempo que somos más productivos si trabajamos desde casa. ¿Seguirá siendo cierto cuando no tengamos elección?

    Los hermanos Sherman (a los que Walt Disney conocía como Dick y Bob) no contaban con la ventaja del wifi cuando escribieron clásicos inmortales como «Winnie the Pooh» y «Con un poco de azúcar». Tuvieron que trabajar en la misma oficina, junto al mismo piano. De hecho, el dúo de compositores aparentemente encantador no se llevaba bien: «dos años y medio y unos cinco eones de diferencia», en palabras de Richard Sherman, el más joven de los dos. Según La historia secreta de los hermanos Sherman, una producción de Disney dirigida por dos de sus hijos, se tiraban las máquinas de escribir. Vivieron a siete manzanas de distancia, pero mantuvieron sus familias separadas. En los estrenos de las películas, los dos clanes Sherman se sentaban en lugares opuestos. Como diría Richard Sherman ante las cámaras: «Mantuvimos una fachada durante 50 años».

    Pero eso no importó. Lo que los unió bajo el mismo techo fue el mismo motivo por el que todos vamos a trabajar, donde sea y como sea: la oportunidad de producir algo mayor y más duradero que lo que nos hace sentir solos y pequeños. Una nota, después una palabra y finalmente un estribillo. Así, el mundo se convierte en un huevo: pequeño y frágil, pero perfecto, como el comienzo de todo.

    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.
    Jimmy Chin

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