Así sobrevivieron los exploradores polares a meses de aislamiento
Su «medicina mental» incluía rutinas estrictas, sesiones musicales y la visión de un final feliz.
El explorador Ernest Shackleton y su tripulación vivieron meses de aislamiento, peligros e incertidumbre cuando su barco, el Endurance, se quedó atrapado en el hielo a la deriva en 1915. Los partidos de fútbol eran uno de los muchos pasatiempos que ideó Shackleton para que sus hombres estuvieran ocupados y no se desanimaran.
Cuando el Endurance se quedó atrapado en el hielo a la deriva y empezó a hundirse, el explorador antártico Sir Ernest Shackleton ordenó a sus hombres que abandonaran el barco y solo se llevaran los efectos personales estrictamente necesarios, con un límite de no más de un kilogramo por persona.
Solo hizo una excepción: un banyo Windsor de cinco cuerdas que pertenecía al meteorólogo de la expedición, un joven garboso llamado Leonard Hussey. Aunque tenía un repertorio limitado, Hussey había entretenido a la tripulación durante la noche polar larga y oscura, y Shackleton, que era muy consciente de cómo afectaban el estrés y el aislamiento a la moral, quería que la música siguiera.
Lo que comenzó como un viaje de exploración se convirtió en una batalla de 20 meses para permanecer con vida cuando el Endurance se quedó atrapado en hielo a la deriva. Shackleton y sus 27 hombres superaron este calvario con buen humor y sin una sola víctima.
«Es medicina mental vital y la necesitaremos», decía Shackleton sobre la música. Así que Hussey se llevó su banyo de cinco kilos y durante los angustiosos meses que siguieron ayudó a mantener el buen ánimo de la tripulación con conciertos y canciones semanales.
Pocas personas han sufrido un aislamiento similar al de los primeros exploradores antárticos. Aunque todo hubiera salido bien, iban a estar separados por completo de amigos, familiares y toda la sociedad humana durante al menos un año, abandonados a su suerte en un desierto estéril de hielo, oscuridad y frío. Cuando la cosa salía mal, las consecuencias podían ser nefastas.
Varios tripulantes del Bélgica, el primer barco que pasó el invierno en la Antártida en 1897, enloquecieron por la monotonía y el aislamiento. La triste historia del Bélgica inspiró a Shackleton a llevarse el banyo cuando sus hombres y él abandonaron el barco y bajaron al hielo flotante.
La vida a bordo del Endurance durante el largo invierno de 1915 incluía partidas de dominó y damas, fumar en pipa y las alegres notas del banyo. «Fue una noche alegre, aunque cuesta encontrar canciones que no hayamos oído ya mil veces», escribió en su diario un miembro de la expedición.
Avancemos un siglo hasta un mundo confinado que afronta una pandemia global. ¿Qué lecciones para lidiar con el estrés y el aislamiento podemos sacar de las experiencias de exploradores antárticos como Shackleton?
«Es una pregunta interesante. Aunque su mundo era muy distinto al nuestro, hoy sus experiencias son muy relevantes para nosotros. Los humanos aún tienen las mismas necesidades básicas de contacto, comunicación y movimiento físico», señala el psicólogo británico Ron Roberts, profesor en la Universidad Kingston de Londres que ha escrito sobre el tema del aislamiento en la Antártida.
El propio Shackleton vivió las dificultades de este tipo de privación durante su primer viaje a la Antártida como subordinado en la expedición Discovery del capitán Robert Scott en 1901. Irritado por la restrictiva disciplina naval victoriana impuesta al grupo por Scott durante el invierno, Shackleton se prestó voluntario para ayudar al meteorólogo a anotar observaciones diarias desde la cima de una colina cercana. La treta de Shackleton para alejarse de los límites del barco le valdría guiños de reconocimiento de las millones de personas confinadas en la actualidad, inquietas ante las medidas de aislamiento por la COVID-19.
Cien palabras, una vez al mes
John Dudeney, exdirector adjunto del Relevamiento Antártico Británico, visitó la Antártida por primera vez como científico a los 21 años, en 1966. «No tenía ni idea de en qué me metía», dice. «Recuerdo salir de Southampton, mirar Inglaterra mientras la dejábamos atrás y pensar: “¿Qué he hecho?”».
Durante los dos años y medio siguientes, vivió en la remota Base Faraday británica con otros 12 hombres. Su existencia enclaustrada solo se vio interrumpida por la llegada del barco de suministros en verano. Durante el segundo año, fue el comandante de la base.
Ahora tiene 75 años y permanece confinado en su casa, cerca de Cambridge, Inglaterra. Se mantiene en contacto con su familia por FaceTime, un marcado contraste con el aislamiento de la Base Faraday en los años sesenta.
«Por aquel entonces, el único contacto con familiares o amigos era un mensaje por radio de 100 palabras que podíamos enviar una vez al mes», cuenta Dudeney. «Nos dejaban recibir uno de 200 palabras. Ninguno de los mensajes podía ser privado, ya que tenías que dárselos al operador de radio para que los transmitiera en código morse».
Casi no tenían noticias del mundo exterior: «Hasta hoy, los años 1967y 1968 son como una laguna en lo referente a eventos mundiales, películas y música».
Con todo, salió adelante, lo suficiente para labrarse una carrera de toda una vida con el Relevamiento Antártico Británico y ganar la Medalla Polar. «El truco para estar bien en la Antártida es aprender a conformarse con uno mismo», afirma.
Una «soledad enloquecedora»
El almirante Richard Byrd, que en 1934 pasó un invierno solo en una base meteorológica remota en la barrera de hielo de Ross donde llevó el aislamiento al extremo, escribió más o menos lo mismo en sus memorias, Solo. Sobre el aislamiento extremo, escribió: «Los que sobreviven con cierto grado de felicidad son quienes pueden vivir por completo con sus recursos intelectuales, al igual que los animales que hibernan viven de su grasa».
El almirante Richard Byrd, que llevó el aislamiento al extremo, prepara la comida en la Base Advance, su remota cabaña en la barrera de hielo de Ross donde sobrevivió al terrible invierno de 1934. «Mis modales en la mesa son atroces», escribió en su diario. «Recuerdo leer en Epicuro que un hombre que vive solo vive como un lobo».
Para combatir la soledad, el frío extremo y un hornillo cuyas emanaciones de monóxido de carbono estuvieron a punto de matarlo, Byrd diseñó rutinas que lo mantenían ocupado en física y mentalmente durante los largos meses de oscuridad invernal, espacios reducidos y temperaturas de menos de 60 grados.
«Reconocí que una rutina armoniosa y metódica era la única defensa duradera contra mis circunstancias especiales», escribió Byrd. «La soledad enloquecedora que genera el aislamiento es la soledad de una rutina fútil. Intenté mantener mis días llenos».
Mientras comía, leía de entre una serie de novelas que había traído para llenar las horas muertas. «Una comida a solas y en silencio no es placentera», escribió. «Así que me he habituado a leer mientras como. De ese modo puedo perderme por completo durante un tiempo. Los días que no leo, me siento como un bárbaro rumiando sobre un trozo de carne».
Quizá la mejor conclusión de las experiencias de los primeros exploradores antárticos, según el psicólogo Roberts, no sean las rutinas que diseñaron para mantener a raya la soledad, el aburrimiento y la desesperación, sino el ejemplo de liderazgo que mostró Shackleton al mirar hacia delante y crear una hoja de ruta creíble para el futuro. Mientras su barco se hundía bajo el hielo, se dirigió a sus hombres y comentó de forma casual: «El barco ya no está, los almacenes ya no están... así que supongo que nos vamos a casa».
«Ese era el genio de Shackleton», afirma Roberts. «Era capaz de infundir esperanzas, fe, crear la visión de un final feliz y presentar un plan creíble para lograrlo. Mientras reflexionamos sobre lo que nos depara el futuro post-COVID, esa será la vara por la que mediremos a nuestros líderes actuales».