El horror de Hiroshima tras 75 años de la tragedia
Cuesta imaginar el holocausto nuclear que asoló esta ciudad dinámica hace 75 años.
El avión estadounidense que lanzó la primera bomba atómica apuntó al puente Aioi de Hiroshima, cuya distintiva forma de T era visible desde lo alto. El puente, al igual que la ciudad circundante, se ha reconstruido y quedan pocas secuelas físicas de la explosión devastadora.
Las autoridades tenían grandes planes oficiales para la lúgubre ceremonia en el Parque Conmemorativo de la Paz de Hiroshima que conmemoraba el 75º aniversario del bombardeo atómico de la ciudad por parte de Estados Unidos el 6 de agosto de 1945. Pero la pandemia tenía otros planes.
Igual que en la mayoría de las ciudades del mundo, la COVID-19 ha alterado o cancelado la vida cotidiana de Hiroshima: conciertos, maratones, museos. La ceremonia del aniversario aún se celebrará hoy, 6 de agosto, pero con 10.000 asistentes menos. Solo podrán acudir los supervivientes de la bomba —o hibakusha— y sus familias. El público se sentará a dos metros de distancia. Se ha pedido que los líderes mundiales, que no pueden asistir en persona, envíen mensajes en vídeo.
Un pequeño monumento en el centro de Hiroshima revela el aspecto inmediato de la zona después de que la bomba redujera la ciudad a restos de hormigón y escombros. Pero la recuperación fue rápida. De hecho, los servicios de tranvías limitados se restauraron en menos de un año.
Hiroshima está familiarizada con la tragedia abrupta e inconmensurable. Pero cuando visité la ciudad a finales de 2018, me impactó lo normal que parecía. Una mañana, recuerdo estar sentada en el estrecho y elegante puente Motoyasu contemplando una escena bulliciosa. Los trabajadores con maletines y traje caminaban e iban en bici por el puente. Los estudiantes con uniformes pasaban en grupos pequeños. No muy lejos, una cafetería ribereña con un precioso puesto de fruta y helado se preparaba para abrir.
Podría haber sido una escena de cualquier ciudad. Pero Hiroshima, por supuesto, no es una ciudad cualquiera. A unos 500 metros al norte del puente Motoyasu hay otro puente, el Aioi. Este fue el blanco original que estableció la tripulación del Enola Gay, que lanzó una bomba de uranio de casi 4,5 toneladas que detonó cerca del lugar donde me encontraba.
El calor de la bomba fue tan intenso —millones de grados en el punto de detonación— que fundió objetos metálicos como esta estatua de Buda en un templo cerca de la zona cero.
La lluvia radiactiva ennegrecida por la ceniza cayó sobre la ciudad y cubrió esta parte de una pared, que ahora se expone en un museo.
Me encontraba en Hiroshima para investigar y realizar entrevistas para mi libro sobre el reportero de la II Guerra Mundial John Hersey, el primer periodista que reveló las verdaderas consecuencias de la bomba en la ciudad, sobre todo las repercusiones de la radiación en los seres humanos. Tenía muchas ganas de conocer a Koko Tanimoto Kondo, una destacada activista por la paz y una de las últimas supervivientes que protagonizaron el artículo de Hersey, "Hiroshima", publicado en el número del 31 de agosto de 1946 del New Yorker y que más adelante se convirtió en un libro.
Cuando Hersey llegó a Hiroshima en 1946, ocho meses después del bombardeo, se topó con un páramo posapocalíptico. En la actualidad, la Prefectura de Hiroshima alberga casi tres millones de habitantes y es un destino turístico popular. Hay un museo de fama mundial que documenta el acontecimiento, así como muchos monumentos. Uno de ellos es la Cúpula Genbaku, una de las pocas estructuras que quedaron en pie en el centro de la ciudad tras la caída de la bomba y que ahora es un lugar Patrimonio de la Humanidad de la Unesco.
Los líderes de Hiroshima dicen que quieren que el mundo vea a la ciudad de dos formas: como historia con moraleja —una advertencia sobre los horrores de la guerra nuclear— y como fénix que resurgió de las cenizas y se recuperó, un triunfo del espíritu humano.
Toshiko Omoto, de 17 años, llevaba esta blusa cuando explotó la bomba. Cuando su padre la encontró en un hospital militar ocho días después, tenía quemaduras tan graves que solo la identificó por su voz. Tras semanas de tratamiento doloroso, no pudieron salvarla y falleció el 2 de octubre.
Kiyoko Fujita, de 13 años, sufrió quemaduras graves en gran parte del cuerpo. Su madre cortó la ropa que se había fusionado con su carne y la abrazó. Su hija parecía aliviada, pero murió enseguida.
Jiro Mitsuda, de 12 años, iba de camino al colegio aquella trágica mañana. La piel quemada le colgaba del cuerpo y solo llevaba estos pantalones cuando llegó a su casa. Encontró a su madre desplomada en la entrada, cubierta de sangre. Suplicó a un vecino: “No me importa lo que me pase, pero por favor, ayude a mi madre”. De algún modo, apagó un incendio en el segundo piso de su casa él solo. Su madre se salvó, pero Jiro falleció el 11 de agosto.
Tomie Yamane, de 4 años, vivía con sus abuelos y llevaba esta falda cuando cayó la bomba y los mató a todos. Sus padres no supieron que había fallecido hasta que volvieron de China en 1946.
Cuando la conocí, la señora Kondo era solemne y pícara a partes iguales, con un marcado humor negro. Aunque tenía 74 años, apenas era capaz de seguirle el ritmo mientras paseábamos por el centro de la ciudad. Me contó que ella y su madre, Chisa Tanimoto —otra superviviente de la bomba que vivió hasta una edad avanzada— solía bromear diciendo que la radiación de la bomba las había preservado.
Mientras caminábamos por un bulevar amplio y bordeado de árboles, me costaba hacerme a la idea de que este había sido el lugar del primer ataque nuclear de la historia y que la señora Kondo era una de las pocas humanas del planeta que lo habían presenciado y sobrevivido.
Incendios y torbellinos infernales
Cuando Estados Unidos lanzó la bomba —apodada “Little Boy” y llena de mensajes profanos contra el emperador japonés— en Hiroshima, decenas de miles de personas murieron por las quemaduras o quedaron enterradas vivas bajo edificios derrumbados y escombros. Quienes estaban en el hipocentro, el punto de detonación de la bomba, fueron incineradas y su existencia quedó borrada en un instante. Nunca conoceremos el número de víctimas real, aunque las estimaciones oscilan entre 100.000 y 280.000.
"Si cavas menos de un metro [todavía] hay huesos", me contó Hidehiko Yuzaki, gobernador de la Prefectura de Hiroshima. "Vivimos encima de eso. No solo cerca del epicentro, por toda la ciudad".
En el momento del bombardeo, la señora Kondo —que entonces tenía poco más de ocho meses— estaba en los brazos de su madre en su casa, cerca del centro de la ciudad. La vivienda se derrumbó sobre ellas, pero su madre logró salir de entre los escombros y escapar antes de que un muro de llamas consumiera la zona.
Aquel día y aquella noche, incendios y torbellinos infernales arrasaron las ruinas y los supervivientes de la explosión intentaron refugiarse en los pocos parques que quedaban en la ciudad. En Tokio, el gobierno japonés tuvo dificultades para procesar lo ocurrido. ¿Había sido atacada la ciudad por una fuerza enorme de aviones B-29? ¿Habían utilizado un nuevo tipo de arma? ¿Cuál era la explicación de toda aquella devastación?
La antigua Exposición Comercial de la Prefectura de Hiroshima, uno de los pocos edificios que quedaron en pie cerca de la zona cero, es un crudo recordatorio de la devastación que sufrió la ciudad. Ahora forma parte del Monumento de la Paz, es el lugar más icónico y sagrado de la ciudad y lo visitan peregrinos de todo el mundo.
Un profesor llamado Yoshio Nishina, físico nuclear jefe de Japón y líder de la iniciativa de la bomba atómica del país, fue enviado a Hiroshima. El 8 de agosto, informó al gobierno japonés diciendo que la ciudad "había quedado completamente devastada". Lo que había visto allí era "atroz".
"Siento decirles esto. La que llaman nuevo tipo de bomba es en realidad una bomba atómica", escribió.
La bomba había explotado al noroeste del centro de la ciudad. Un informe japonés estimó que unos 66.500 edificios habían quedado destruidos o habían sufrido daños. Un informe estadounidense posterior comentaba que Hiroshima había quedado "devastada de forma uniforme" y señalaba que una "tormenta de fuego" inducida por la bomba había contribuido a la devastación.
Los incendios que envolvieron Hiroshima tras la explosión ennegrecieron el rostro de esta estatuilla de piedra. Miles de personas sufrieron quemaduras similares.
Una estatua chamuscada de Buda es un testigo silencioso del calor abrasador de la bomba.
Shinichi Tetsutani, de tres años, conducía en este triciclo cuando cayó la bomba. Aquella noche murió por las dolorosas quemaduras y lo enterraron con su triciclo. Décadas después, su cuerpo se trasladó a la tumba familiar y su padre, Nobuo Tetsutani, donó el juguete al Museo de la Paz de Hiroshima.
Unas semanas después, los corresponsales extranjeros empezaron a llegar a Hiroshima. El primero, Leslie Nakashima —que antes de la guerra poseía las ciudadanías estadounidense y japonesa y que se había quedado atrapado en Japón durante el conflicto— confirmó en un parte a United Press que la ciudad de 300.000 habitantes había quedado borrada. "La destrucción que había ante mis ojos me dejó atónito", escribió. En el centro de la ciudad, cerca de donde explotó la bomba, solo quedaban en pie los esqueletos de los edificios de hormigón. Según informó, se decía que Hiroshima podría ser inhabitable durante 75 años.
Sin embargo, a las 24 horas los supervivientes ya estaban volviendo a la ciudad en busca de sus parientes, amigos y sus antiguos hogares entre los escombros. La familia de la señora Kondo fue una de las que regresó y reconstruyó sus vidas de las cenizas.
Las consecuencias
Pronto llegaron tropas de ocupación a Hiroshima y Nagasaki, destruida por una segunda bomba atómica tres días después de Hiroshima. Aunque las ciudades arrasadas eran básicamente cementerios, algunos de los "ocupantes", como se autodenominaban, las trataron con muy poco respeto.
En Nagasaki, los Marines estadounidenses despejaron los restos para jugar al fútbol americano, llamándolo Atom Bowl. Durante el año siguiente, muchos soldados visitaron la zona cero de Hiroshima para sacarse una foto y recoger "souvenirs de la bomba". Era una "zona del tesoro" de curiosidades y reliquias enterradas, recordó un médico estadounidense que la visitó y que se hizo con unas cuantas tazas de porcelana para utilizarlas como ceniceros. Pero el temor a la posible radiación residual disuadió a los ocupantes del hipocentro.
Las víctimas de la bomba descansan en paz en un cementerio en los terrenos arbolados del Templo Mitaki, del siglo IX. Su nombre deriva de tres cascadas cercanas cuya agua se ofrece en la Ceremonia Anual de la Paz de Hiroshima.
Un joven visitante en el Museo de la Paz de la Escuela Primaria Fukuromachi sostiene una grulla de papel, símbolo de la paz en Japón. Unos 160 estudiantes y profesores perecieron en la escuela, una de las más cercanas a la zona cero.
Hersey llegó a Hiroshima en mayo de 1946; los supervivientes que habían vuelto eran pobres y estaban hambrientos. La maleza crecía entre los escombros, entre ellos especies de nombres muy apropiados como las plantas del género Panicum.
Cuando el artículo de Hersey apareció en el New Yorker, causó un escándalo internacional. Uno de sus editores le preguntó si volvería a la ciudad para escribir una continuación, pero Hersey no regresó hasta 40 años después. Cuando visitó Hiroshima, en 1985, se encontró con "un ostentoso fénix que había resurgido del desierto ruinoso de 1945". La población de la ciudad ya era de más de un millón de habitantes y las nuevas avenidas estaban jalonadas por árboles. Según observó, había cientos de librerías y miles de bares.
Otra de las protagonistas de Hersey, Toshiko Sasaki —una joven oficinista de East Asia Tin Works en el momento del bombardeo y que ya ha fallecido— también estaba sorprendida por la rápida reconstrucción. "No diría que la ciudad esté reconstruyéndose, sino que es una ciudad completamente nueva", comentó una vez.
Zona cero
Cuando entrevisté a la señora Kondo en el vestíbulo de un hotel moderno en Peace Boulevard, me habló del 6 de agosto de 1945. Aunque era demasiado joven como para recordar lo que pasó, su madre le contó cómo fue aquel día, pero solo cuando la señora Kondo era ya mayor.
"No podía preguntarles a mis padres cómo sobrevivieron", me dijo. "Sabía que, si les preguntaba, tendrían que recordar el peor día de sus vidas. Cuando cumplí 40 años, me contó lo que ocurrió. La casa entera se vino abajo, todo encima de su cuerpo, que me protegió. Estaba inconsciente y, al despertar, todo estaba oscuro. No entraba luz. Escuchó el llanto de un bebé, era yo. Era su bebé. Pensó que era el de otra persona. Mi madre pidió ayuda, pero no vino nadie. Entonces, vio una lucecita que entraba entre los [escombros] y, moviéndose poco a poco, hizo un agujero y salió conmigo". Lo único que vieron al salir fue que el fuego había engullido su barrio.
Los alumnos pasan frente a un eucalipto que sobrevivió a la bomba atómica. En Hiroshima quedan unos 170 hibakujumoku (árboles supervivientes). Las semillas y los plantones de estos árboles se comparten con el resto del mundo para difundir el mensaje de paz de la ciudad.
La señora Kondo me enseñó un álbum de fotos familiares de los años posteriores. Después, abrió una bolsa de plástico y sacó el vestidito de algodón rosa que llevaba aquel día. La prenda, que estaba intacta, dio vida a la catástrofe. El Museo de la Paz de Hiroshima está plagado de artefactos humanizantes como ese: un reloj roto que se detuvo exactamente a las 8:15 de la mañana, un triciclo quemado desenterrado de entre las ruinas...
Tras la entrevista, paseamos hasta un pequeño restaurante italiano cerca del museo para comer. Advertí que había muchos negocios estadounidenses en la ciudad: algunas franquicias de McDonalds y Starbucks rodean el Parque de la Paz. Después de comer, visitamos los monumentos conmemorativos del parque. Los visitantes se congregaban frente al Cenotafio en honor de las víctimas de la bomba atómica y varios se inclinaban solemnemente ante él. Volvimos hasta el puente Aioi, el objetivo del Enola Gay. Cuando el bombardero lanzó Little Boy, esta se desvió ligeramente y no detonó exactamente sobre el objetivo. ¿Dónde está el hipocentro?, le pregunté a la señora Kondo.
Me condujo hasta una calle vacía de tres manzanas y nos detuvimos frente a un edificio médico no muy alto con azulejos grisáceos en el exterior. Al lado había un 7-Eleven. Aquí, me dijo, señalando una plaquita frente al edificio médico.
"La primera bomba atómica utilizada en la historia de la humanidad explotó a aproximadamente 600 metros por encima de este punto", rezaba. "La ciudad bajo ella se vio afectada por la radiación térmica a aproximadamente 3000 o 4000 grados Celsius, junto al viento y la radiación. La mayoría de las personas de la zona perdieron sus vidas al instante".
Irracionalmente, miré hacia arriba, al aire, como si esperara ver algo ahí, algún tipo de resto o un marcador imposible. Pero lo único que vi fue un cielo azul, igual de resplandeciente que aquel 6 de agosto de 1945.
Lesley M. M. Blume es periodista, historiadora y escritora superventas del New York Times. Su nuevo libro, Fallout: The Hiroshima Cover-Up and the Reporter Who Revealed It to the World, se publicó el 4 de agosto.
Hiroki Kobayashi es un fotógrafo de Tokio que se concentra en temas culturales y es un colaborador habitual de National Geographic.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.