La vida del migrante LGTBIQ+ en Estados Unidos: muy lejos de la tierra prometida

Tras emprender un durísimo viaje hasta la frontera con México, los migrantes latinoamericanos tienen que soportar acoso, odio y soledad en un país que les es ajeno mientras esperan que sus casos de asilo sean escuchados.

Por Aurora Almendral
fotografías de Danielle Villasana
Publicado 29 nov 2021, 13:36 CET, Actualizado 29 nov 2021, 16:18 CET
El 27 de julio de 2021, Kataleya Nativi Baca se dirige a una lavandería de Leesburg, ...

El 27 de julio de 2021, Kataleya Nativi Baca se dirige a una lavandería de Leesburg, Virginia, donde alquila una pequeña habitación con otra migrante transgénero de Honduras. Días después, su casero, que les ha proferido amenazas transfóbicas, les obliga a marcharse.

Fotografía de Danielle Villasana, National Geographic

Cuando Kataleya Nativi Baca atravesó las puertas del cruce fronterizo de Tijuana en San Ysidro, California, con una máscara negra y tirando de una pequeña maleta de lunares, estaba ansiosa. La fecha era el 8 de abril de 2021, y durante los últimos 19 meses había estado contando los días en la ciudad fronteriza mexicana soñando con este momento.

Kataleya, de 30 años, es una mujer transgénero que huyó de la violencia y la persecución en su país natal, Honduras. Se había imaginado a grandes rasgos cómo sería Estados Unidos: un país pacífico en el que no hubiera discriminación, en el que pudiera conseguir un trabajo y tener una pequeña casa propia. "Todo va a cambiar para mí", recuerda haber pensado. Por fin se acabarían las miradas crueles, los comentarios sarcásticos y las amenazas de violencia. La discriminación ya no le impediría conseguir lo que quisiera en la vida.

Kataleya (izquierda) se maquilla en el dormitorio que comparte con José Luis Ramírez García en Houston, Texas. Kataleya se trasladó de Virginia a Texas para vivir con José, un hondureño con el que llevaba tres años hablando por Internet.

Fotografía de Danielle Villasana, National Geographic

Danielle Villasana, fotógrafa de The Everyday Projects, y yo hemos seguido el viaje de Kataleya hacia la frontera con Estados Unidos en la revista National Geographic. Volvimos a encontrarnos con ella durante su largo limbo en Tijuana. Y ahora, meses después de que la hayan aceptado en los Estados Unidos, donde está esperando una decisión sobre su solicitud de asilo, queríamos ver cómo le va.

Desde 2018, también seguimos a otra mujer transgénero de Honduras, Alexa Smith Ríos, de 21 años, que es de la misma ciudad, San Pedro Sula, que Kataleya. Se mueven en círculos diferentes, pero sus historias tienen mucho en común. Honduras es uno de los lugares más mortíferos del mundo para las personas LGTBIQ+: las mujeres transexuales han sido agredidas o asesinadas por la policía, por miembros de bandas, por desconocidos en la calle y por miembros de sus propias familias. Alexa dice que no tuvo más remedio que irse de casa. Llama a su madre varias veces al día; se dicen que el dolor de la distancia es mejor que el riesgo de quedarse en Honduras. "Podría haberme pasado algo allí", dice.

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    A mediados de agosto de 2021, Alexa Smith Ríos hace una llamada fuera de la casa de Memphis, Tennessee, donde vive con su novio, Norlan Alexander González Cruz, junto a otros migrantes centroamericanos. Alexa pasa la mayor parte de sus días dentro de casa: no conoce a nadie y, sin coche, no puede moverse por la ciudad.

    Fotografía de Danielle Villasana, National Geographic

    “Tienes que vivir la realidad"

    Kataleya abandonó San Pedro Sula después de que su hermano la golpeara y amenazara con matarla, enviándola al hospital tras romperle la clavícula. Viajó por tierra desde Honduras a Guatemala y a través de México hasta Tijuana.

    En San Ysidro, las autoridades fronterizas estadounidenses la acercaron a una guardia para un cacheo rutinario. Dice que la guardia se negó a registrarla, insistiendo en que Kataleya era un hombre y debía ser revisada por un guardia masculino. Kataleya se mantuvo firme; finalmente, otra guardia femenina accedió a registrarla. Pero el mensaje que sacó de ese incidente le pareció revelador: Estados Unidos no ofrece la salvación de la discriminación.

    "Me imaginaba muchas cosas, pero tienes que vivir la realidad", me dijo Kataleya este verano mientras hablábamos en su apartamento de Houston, Texas.

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      En Tapachula, México, el 4 de septiembre de 2019, Kataleya llora mientras se aleja en el taxi que la llevará al autobús para su viaje a través del país hasta la frontera con Estados Unidos en Tijuana.

      Fotografía de Danielle Villasana, National Geographic

      La primera parada de Kataleya tras dejar la frontera fue Casa Ruby, un refugio para personas LGTBIQ+ en Washington, D.C., dirigido por mujeres transgénero negras. Fue asignada allí por un programa llamado Border Butterflies, que ayuda a los migrantes LGTBIQ+ a adaptarse a la vida en Estados Unidos. "Y entonces las cosas empezaron a cambiar".

      Un grupo de tres mujeres transgénero salvadoreñas la ridiculizó por no tener familiares que pudieran enviarle dinero. Cuando pidió a un miembro del personal que le ayudara a rellenar una solicitud para cambiar su género en los documentos oficiales, asegura que le dijeron que tenía que hacer las cosas por sí misma. Una compañera de piso inició una petición para que la expulsaran del albergue.

      "Nadie la firmó", dice Kataleya, pero eso aumentó la tensión en la casa. Hubo peleas a gritos por los artículos donados, desde botellas de champú hasta latas de pollo procesado. "Rezaba al lado de mi cama por la mañana y por la noche con lágrimas en los ojos", dijo Kataleya.

      Fuera, el barrio respiraba inseguridad. Si ella y Nancy, otra mujer transgénero de Honduras que Kataleya había conocido en México, se cruzaban con un grupo de hombres, "nos acosaban". Una noche, cuando estaba de pie fuera del refugio, un hombre se expuso ante ella.

      Después de que Kataleya (derecha) y su amiga Nancy Santamaria han recogido sus pertenencias, Kataleya barre el suelo de la pequeña habitación que habían alquilado en Leesburg. Vivieron allí menos de un mes antes de que el casero las echara. "Era transfóbico", dice Kataleya.

      Fotografía de Danielle Villasana

      "Fue horrible", dijo Kataleya. "Nunca imaginé que lo que viví en México, lo viviría aquí también".

      En junio, Kataleya dijo que "no podía soportar más". Decidió mudarse con Nancy, quien se preguntaba si alguno de los hombres con los que chateaban en las aplicaciones de citas podría alojarlas. "Es demasiado peligroso", dijo Kataleya. "Somos mujeres trans".

      Se mudaron a una casa en Leesburg, Virginia, a una hora de la capital del país, Washington D.C., donde vivían dos de sus amigos, junto con otros 15 migrantes, la mayoría de El Salvador. La casa estaba llena de moho y las cucarachas correteaban por las esquinas cuando Kataleya entraba en las habitaciones. Los pasillos estaban apilados con restos de los anteriores inquilinos: colchones de aire arrugados, una bolsa de basura negra desbordada. Las paredes de tableros de contrachapado subdividían la casa en ocho habitaciones. Kataleya y Nancy se instalaron en una no mucho más grande que su colchón de aire tamaño queen, que inflaban cada noche. Cuando se despertaban, el colchón ya estaba sin aire.

      Nancy (izquierda) alisa el pelo de Kataleya en su habitación durante su estancia temporal en el Red Roof Inn, en Leesburg, Virginia. La decisión de Kataleya de mudarse a Houston dejó a Nancy, que sufre de depresión, preocupada por estar sola.

      Fotografía de Danielle Villasana, National Geographic

      Al principio, Kataleya dijo que no tenía ninguna queja. La mujer que les alquiló la habitación era amable, y su marido daba la impresión de que "no rompería un plato", dijo Kataleya. Pero pronto empezó a hacer preguntas. ¿Por qué tenían los pechos tan pequeños? quería saber. "Nos trataba como si fuéramos hombres", dijo. "Era transfóbico".

      Un día, menos de un mes después de que se hubieran mudado, su ira estalló. "¡Yo soy el que manda aquí! Quiero que te vayas. No quiero volver a verte aquí". Kataleya lo recordó bramando mientras se golpeaba el pecho con los puños. "Era un ogro".

      Amenazó con llamar a la policía si no se iban al día siguiente, así que Kataleya y Nancy recogieron sus cosas y se mudaron.

      Nancy decidió quedarse en Leesburg. Con lo que le quedaba de dinero, Kataleya compró un billete de avión para Houston. Un hondureño llamado José Luis Ramírez García, con el que se había mensajeado en Facebook durante unos años, le dijo que podía ir a quedarse con él.

      Kataleya frente a un cajero automático en el aeropuerto internacional de Dulles, a las afueras de Washington, D.C., el 30 de julio antes de partir hacia Houston.

      Fotografía de Danielle Villasana, National Geographic

      Volver a empezar de cero

      Kataleya aterrizó en Houston un domingo por la noche con los 123 dólares que le quedaban. Cinco días más tarde, se instaló en el apartamento de dos habitaciones que José compartía con su sobrino, Abel, en un extenso complejo de edificios bajos en las afueras de la ciudad.

      "Nos entendemos", dice Kataleya. "Él sabe que soy una mujer trans, y sé que no tiene intención de echarme a la calle". Fue difícil, dijo, depender de un hombre que acababa de conocer en persona para obtener comida, refugio, afecto y comunidad, pero estaba decidida a hacer que funcionara.

      "Estoy empezando de nuevo", dijo Kataleya. "No quiero seguir moviéndome".

      Kataleya (derecha) dobla la ropa en una lavandería de Houston mientras José consulta su teléfono.

      Fotografía de Danielle Villasana, National Geographic

      Limpiaba el apartamento. Cocinaba para Abel (que pidió que no se le identificara con su apellido porque es indocumentado), José y otro hombre que había cruzado el Río Grande en balsa el mes anterior y que dormía en una pila de colchones en el salón.

      Kataleya se enorgullecía de sus habilidades como ama de casa, y los hombres estaban encantados. "Vaya", dijo Abel cuando la visité en agosto, recostado en una silla reclinable. "Es muy, muy trabajadora. Las mujeres hondureñas son así, muy pulcras".

      Abel, que llevaba más tiempo en EE.UU. y tenía el contrato de alquiler del apartamento, había acogido a tantos inmigrantes a lo largo de los años que sus amigos se referían en broma a su casa como el asilo de inmigrantes. Para sobrevivir en Estados Unidos, los inmigrantes se apoyan en las redes familiares, y en casa de Abel se referían a los demás por su filiación familiar: cuñado, tío, sobrino.

      Al preguntarle qué pensaba de la situación de Kataleya, Abel sacudió la cabeza lentamente, dudando. "No tiene amigos ni familia", dijo.

      Kataleya baila y canta al ritmo de la música en su apartamento mientras se prepara para una fiesta en Houston esa noche para un pariente de José.

      Fotografía de Danielle Villasana, National Geographic

      Una tarde, mientras los hombres estaban trabajando, Kataleya puso en marcha el karaoke mientras se preparaba para una fiesta en casa del hermano de Abel. Cantó a todo volumen, bailó, giró en círculos y se hizo selfies, acicalándose bajo la suave luz de la lámpara del comedor. Le pregunté si era feliz. Hizo una pausa para pensarlo. "Sí", dijo. "Ahorita, en este momento”.

      Sin embargo, esa noche, José y Kataleya discutieron. Días después, tras otro altercado con José, ella llamó a Danielle Villesana, la fotógrafa, sollozando y amenazando con suicidarse. José me dejó mensajes en mi teléfono llenos de maldiciones dirigidas a Kataleya. Decía que lo que le ocurriera a ella ya no era su responsabilidad. Nancy envió dinero a Kataleya para que pudiera volver a Virginia. Apenas dos semanas después de llegar a Houston, Kataleya volaba hacia el este, rumbo a otro nuevo comienzo.

      Pero ella y Nancy empezaron a discutir y, al cabo de otras dos semanas, Kataleya reunió sus pocas posesiones y se mudó de nuevo, esta vez de Leesburg a Baltimore.

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        Izquierda: Arriba:

        Para Kataleya, la fiesta resulta ser un fiasco. Se trasladó a Texas para vivir con José (a la derecha), pero su relación no tardó en volverse tensa.

        Derecha: Abajo:

        Las manos cerradas de Kataleya abrazan a José en este retrato en su complejo de apartamentos en Houston.

        fotografías de Danielle Villasana, National Geographic
        Izquierda: Arriba:

        Alexa recibe un abrazo y un beso de Norlan fuera de su habitación alquilada en Memphis.

        Derecha: Abajo:

        Alexa y Norlan usando sus teléfonos en su habitación.

        fotografías de Danielle Villasana, National Geographic

        “Las pequeñas cosas son grandes cuando tu vida es tan precaria".

        Eli Maurus es un abogado con sede en Tijuana del Transgender Law Center, una organización legal que defiende los derechos de las personas transgénero y que representó la solicitud de Kataleya para entrar en Estados Unidos. Maurus, cuyos pronombres son ellos/ellas (they/them), dice que Kataleya probablemente esté más segura en Estados Unidos que en México u Honduras. Pero para los solicitantes de asilo, especialmente las personas LGTBIQ+, los primeros años después de cruzar la frontera están llenos de incertidumbre e inestabilidad. "Las pequeñas cosas son grandes cuando eres tan precario", dice Maurus.

        Kataleya entró en Estados Unidos durante un periodo de esta primavera en el que las personas vulnerables en la frontera sur fueron aceptadas en el país a la espera de una decisión judicial sobre su solicitud de asilo. Pueden pasar años hasta que los casos sean atendidos y un juez decida si pueden quedarse o deben marcharse. Y una vez que están en Estados Unidos, tardan más de un año en recibir autorización para trabajar. Tienen que mantener una dirección y un número de teléfono y navegar por un complejo sistema de inmigración en un idioma que pueden no entender. En muchos estados, no se les permite acceder a los servicios sociales o sanitarios.

        "Las decisiones racionales llevan a conclusiones irracionales en la migración", dice Maurus. Si, por ejemplo, un migrante necesita aceptar un trabajo para pagar el alquiler y poner comida en la mesa, como debe hacer la mayoría de la gente, hacerlo sin autorización de trabajo pone en riesgo su solicitud de asilo. Los solicitantes de asilo se mudan a menudo a medida que cambian sus circunstancias. Cada vez que se mudan, tienen que presentar un cambio de dirección en un plazo de 10 días, lo que puede retrasar la autorización de trabajo. Rellenar un formulario de forma incorrecta puede suponer la pérdida de su concesión de asilo.

        Los migrantes, la mayoría procedentes de Centroamérica, cruzan el Río Grande en una balsa por la noche para llegar a Roma, Texas. Alexa se arriesga a montar en el infame tren de mercancías mexicano conocido como La Bestia para llegar a la frontera con Estados Unidos.

        Fotografía de Danielle Villasana

        Una vez que el migrante deja de centrarse en las exigencias inmediatas de la huida y la supervivencia, surgen nuevas dificultades, dice Maurus. "Es un lugar nuevo, un idioma nuevo en muchos casos, una cultura nueva, y están viviendo con extraños. Puede ser muy solitario".

        Muchos solicitantes de asilo padecen un grave trastorno de estrés postraumático (TEPT) por la violencia que sufrieron (y que les llevó a Estados Unidos) y se enfrentan a peligros continuos, dice Maurus. "Puede salir a la luz de muchas maneras que hacen que la gente se quede sin hogar. La gente empieza a consumir drogas o alcohol. La gente se enfada violentamente por nada". El TEPT "no es necesariamente algo con lo que tengamos que lidiar".

        Estuardo Cifuentes es un hombre gay de Guatemala al que se le concedió la entrada en Estados Unidos en marzo de 2021 como solicitante de asilo y ahora trabaja desde McAllen, Texas, para el Proyecto Corazón, una iniciativa legal que ayuda a los migrantes vulnerables en la frontera entre México y Estados Unidos. Los migrantes LGTBIQ+ suelen "tener la idea de que en Estados Unidos no hay discriminación", dice, pero "llegan aquí y se dan cuenta de que no hay un lugar seguro para ellos".

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          El 7 de mayo de 2019, Escarle (a la derecha), una amiga de Alexa, se despide de ella mientras sale en un taxi hacia un hospital en San Pedro Sula, Honduras. Alexa se había roto una pierna huyendo de un hombre que intentó agredirla.

          Fotografía de Danielle Villasana

          “He sufrido mucho"

          Alexa Smith Ríos dijo que intentó salir de Honduras en tres ocasiones, siendo México su destino inicial. La primera vez que estuvo en el país, la policía la detuvo y la deportó a Honduras. La segunda vez, decidió volver a casa para estar con su familia. A finales de 2020, volvió a ponerse en marcha, esta vez con la intención de llegar a Estados Unidos.

          A principios de este año, había cruzado de Guatemala a México, viajando con su novio, Norlan Alexander González Cruz, y otro hondureño. Caminaron e hicieron autostop a través de selvas y llanuras. Hubo días en los que no comió, noches en las que durmieron en el suelo o en la calle. Viajaron en el techo de un tren de carga -La Bestia- en el que muchos migrantes han muerto o han resultado heridos.

          Cuando se acercaban a la frontera con Estados Unidos, unos encapuchados que creían que eran miembros de un cártel mexicano tendieron una emboscada al tren, haciendo que todos saltaran al suelo y se dispersaran entre la maleza (Alexa se enteró de que uno de los hombres fue capturado; los cárteles son conocidos por secuestrar a los inmigrantes para pedir un rescate). Alexa y los demás caminaron tres días hasta llegar a la ciudad fronteriza de Piedras Negras. "Sufrí mucho", dice.

          En mayo, cruzó a Estados Unidos en busca de asilo. El sol de agosto se ponía y las cigarras trinaban cuando nos sentamos a hablar bajo un roble en el patio delantero de la casa de Memphis donde vivía con Norlan y otros cinco hondureños. Es un barrio de viejas casas de madera con amplios porches, algunas de ellas abandonadas y pintadas con grafitis. La mayoría de los escaparates de la calle principal estaban cerrados con tablas y había un par de personas desplomadas en los escalones, aparentemente borrachas o drogadas. Los últimos "dos meses han sido muy duros para mí", dijo.

          Alexa dijo que a menudo oía disparos por la noche, pero que eso no la asustaba, pues no es nada comparado con la violencia de Honduras. Lo que le pesa es no tener a nadie con quien hablar. "Me siento muy sola aquí".

          Caminando con Norlan (a la derecha), Alexa mira a su alrededor y observa el alboroto en su barrio de Memphis.

          Fotografía de Danielle Villasana, National Geographic

          Alexa dijo que su madre había pedido prestadas 12 000 lempiras, unos 350 euros, a miembros de la MS-13, una violenta y poderosa banda de Honduras, para poder llegar a Estados Unidos. Ella no tiene nada que enviar. "Es peligroso", dijo Alexa, "tengo miedo de que le pase algo a mi madre".

          Las heridas están grabadas en el cuerpo de Alexa. Una cicatriz furiosa y rasgada recorre la longitud de su muslo izquierdo. Dice que se la hizo cuando saltó un muro y se rompió la pierna huyendo de un hombre que intentaba agredirla. El tatuaje de un esqueleto envuelto en la túnica de una santa católica -Nuestra Señora de la Santa Muerte- marca el pliegue de su mano derecha. Este icono popular es venerado por personas que viven en los márgenes de la sociedad, cerca de la muerte. Alexa dice que le desagrada todo lo que ha engordado desde que llegó a Memphis: come para consolarse.

          Se dice a sí misma que está agradecida por estar en Estados Unidos y viva. Se siente más segura que en su país, pero no puede imaginar el futuro.

          En Honduras, dice Alexa, a menudo rezaba para obtener protección y suerte en su altar a la Santa Muerte, donde tenía una figura de la santa sobre una pila de billetes de dólar rodeada de velas parpadeantes, un frasco de perfume y ofrendas de barras de chocolate, malvaviscos y gominolas. No tiene un altar en Memphis. "Mi vida es demasiado inestable para eso", dice.

          En San Pedro Sula, podía hablar con sus amigos y reírse de sus problemas, pero en Memphis, dice, todo el mundo se encierra en sus casas por la noche. Anhela abrazar a su madre. Dijo que ella y Norlan se peleaban constantemente y que los demás en la casa querían que se fueran. Quería ir a Dallas, Texas, a vivir con su hermana, pero dijo que no tenía suficiente dinero para comprar un billete de autobús.

          Cuando le pregunté a Alexa si alguna vez pensó que no debería haber venido a Estados Unidos, me miró con suave incredulidad. "Sí, por supuesto".

          El 10 de agosto de 2021, Jean-Valeau Léger, un migrante LGTBIQ+ haitiano, se acerca a la frontera de Estados Unidos por el puente peatonal de Matamoros, México.

          Fotografía de Danielle Villasana, National Geographic

          Puente del Arco Iris

          En México, los migrantes LGTBIQ+ que huyen de los mismos peligros que Alexa y Kataleya afrontaron en Honduras siguen llegando a la ciudad fronteriza de Matamoros. Fernando, de 37 años, que pidió que no se utilizara su nombre completo, era conductor de una fábrica de azúcar en Guatemala, donde había soportado toda una vida de insultos antigays, discriminación en el trabajo y palizas arbitrarias. Dijo que un transeúnte podía decidir por impulso darle un puñetazo en la cara por ser gay, lo que le ha pasado unas 10 o 15 veces, calcula. Una vez, después de que un desconocido le golpeara tanto que se rompió el brazo y necesitó dos operaciones, se fue de casa.

          Tardó varios meses en llegar al Puente Arco Iris, un refugio para personas LGTBIQ+ en Matamoros, atravesando el abrasador México rural y evitando los controles de inmigración, haciendo autostop cuando podía, caminando cuando no podía, y pidiendo agua a desconocidos en la carretera. Había oído que el nuevo presidente de Estados Unidos, Joe Biden, era menos estricto en la frontera que el anterior y que el refugio podía ayudarle con el papeleo que necesitaba para cruzar a Estados Unidos.

          Jessica Bolter, analista del Instituto de Política Migratoria, un centro de estudios con sede en Washington, dice que aunque el gobierno de Biden ha dado marcha atrás a muchas de las políticas de inmigración del ex presidente Donald Trump, "mantuvo en su lugar la más significativa." Denominada Título 42, se trata de una ley sanitaria estadounidense invocada durante la pandemia para impedir la entrada de inmigrantes en el país. El Título 42 permite a los agentes de la ley devolver a México a los posibles solicitantes de asilo que hayan cruzado a Estados Unidos por la frontera sur sin evaluar sus casos a través del sistema de inmigración estadounidense. Esta práctica va en contra del derecho internacional que garantiza a las personas el derecho a solicitar asilo.

          Kataleya, Alexa y otros 16 000 solicitantes de asilo vulnerables, como las personas LGTBIQ+, los niños y las personas con emergencias médicas, han entrado en Estados Unidos este año como exentos del Título 42, según una presentación del gobierno estadounidense.

          "En estos momentos hay un mosaico de políticas en la frontera", afirma Bolter, y las nuevas normas o cambios suelen transmitirse de boca a boca en lugar de anunciarse oficialmente. El "sistema que está operando en la frontera en este momento es muy similar al que había al final de la administración Trump", dice, y agrega que incluso las concesiones para los migrantes LGTBIQ + pueden ser temporales.

          La Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos, el Servicio de Inmigración y Aduanas y el Departamento de Seguridad Nacional no han respondido a las solicitudes de comentarios.

          El 3 de agosto, dos semanas después de que Fernando llegara al Puente del Arco Iris, las autoridades de inmigración estadounidenses notificaron al Proyecto Corazón que dejarían de tramitar nuevas solicitudes de asilo.

          Estuardo Cifuentes, del Proyecto Corazón, que fundó el Puente Arco Iris cuando aún vivía en Matamoros, dice que ha pasado los últimos meses -un tiempo de clemencia "demasiado bueno para ser verdad"- trabajando 18 horas al día tratando de presentar tantas solicitudes de asilo para los migrantes elegibles como pudiera. Cuando recibió el mensaje del 3 de agosto, dice que el ritmo frenético se convirtió en una especie de desesperación, y se sentó en su sofá sin apenas moverse.

          En abril, Texas y Missouri presentaron una demanda para restablecer una política implementada por Trump en enero de 2019, y cancelada por la administración Biden, llamada Protocolos de Protección al Migrante (MPP), o "Permanecer en México." En agosto, un tribunal federal de Texas ordenó al gobierno que volviera a mantener a los solicitantes de asilo en México en lugar de permitirles entrar en Estados Unidos, una orden que fue confirmada por el Tribunal Supremo. El gobierno de Biden planea provisionalmente restablecer el MPP a mediados de noviembre si no prosperan más recursos. El programa ha llevado a decenas de miles de inmigrantes a establecer vastos campamentos de tiendas de campaña a lo largo de la frontera de Estados Unidos, y los defensores dicen que deja a las personas que ya huyen del peligro vulnerables a más violencia. En los dos años que estuvo en marcha el programa, las organizaciones de derechos humanos registraron cientos de agresiones, violaciones, amenazas de muerte y secuestros en los campamentos.

          Cuando visité el Puente Arco Iris en agosto, 19 migrantes vivían en las cuatro habitaciones del refugio en el segundo piso de una casa adosada en un barrio residencial, entre ellos Fernando, varios hondureños y algunos haitianos y mexicanos. Unos ventiladores que zumbaban disipaban el calor abrasador. Algunos de los residentes estaban tumbados en sus colchones, consultando sus teléfonos; otros estaban sentados en sillas, con la mirada perdida. Una mujer estaba en la cocina descongelando pollo para la cena.

          Fernando dijo que así es como pasan sus días, con la frustración acumulándose en silencio, sin saber si se abrirá un camino para que puedan entrar en EE.UU. "Sólo estamos esperando", dijo.

          No ha tenido noticias sobre su solicitud de asilo, y ha oído que las restricciones de la pandemia en la frontera son cada vez más estrictas. Fernando dijo que no veía otra forma de salir de México, así que, como miles de personas antes que él, se subió a una balsa en mitad de la noche, remó a través del Río Grande y se coló en Estados Unidos, sin papeles. Para cuando llegó noviembre, ya había conseguido llegar a Houston.

          Aurora Almendral es una periodista californiana afincada en el sudeste asiático. Escribió un reportaje global sobre mujeres y migración para el número de febrero de 2021 de la revista. Síguela en Twitter @auroraalmendral.

          Danielle Villasana es una fotoperiodista y exploradora de National Geographic cuyo trabajo se centra en los derechos humanos, el género y la salud en América Latina. La National Geographic Society, la International Women's Media Foundation y Women Photograph apoyan sus proyectos a largo plazo. Síguela en Instagram @davillasana

          Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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