Cada vez más gente come animales marinos muertos, con consecuencias letales

El consumo de criaturas marinas varadas en playas se está convirtiendo en un peligro para la salud pública y los gobiernos se ven obligados a hacer malabares para controlarlo.

Por Craig Welch
Publicado 27 may 2019, 15:06 CEST
Praia do Tofo, Mozambique
La gente recoge la carne de ballenas varadas en Praia do Tofo, Mozambique.
Fotografía de Jess Williams

El aumento de las poblaciones humanas y el descenso de los alimentos marinos en lugares como África occidental ha provocado un incremento de la demanda de animales marinos como ballenas, delfines, focas y tortugas, algo que los científicos han denominado «carne de animales salvajes acuáticos». A veces, dicha carne se consume después de que los animales aparezcan varados en playas y, en ocasiones, la carne puede provocar enfermedades o incluso matar.

Se está perfilando un debate entre los expertos de todo el mundo: ¿cómo pueden las autoridades mantener el equilibrio entre un posible peligro para la salud pública y la necesidad de proteínas, sobre todo en comunidades empobrecidas?

Ballenas varadas
La multitud se congrega alrededor de dos ballenas que aparecieron varadas en esta playa de Mozambique en abril. El consumo de mamíferos marinos —muertos recientemente o descompuestos— puede ser peligroso por los contaminantes y las toxinas marinas mortales que se acumulan en su interior.
Fotografía de Jess Williams

Un incidente en Mozambique el pasado abril evidencia la complejidad de los problemas subyacentes.

Una noche del mes pasado, dos zifios muertos aparecieron varados a las afueras de la diminuta aldea de Praia do Tofo. Al mediodía, cientos de personas se habían congregado allí —muchas con machetes— para cortar fragmentos de grasa y carne como suplemento a sus dietas de coco, pescado y almidones.

Pero era imposible saber si era seguro consumir los cetáceos. Habían perecido hacía relativamente poco, de forma que el frescor no debía ser un problema, pero podrían haber muerto por una enfermedad o por la ingesta de peces repletos de algas tóxicas, ambos casos peligrosos para las personas. El año pasado, al menos siete niños —entre ellos dos lactantes— fallecieron no muy lejos de Madagascar cuando ellos o sus madres consumieron carne de una tortuga marina muerta.

Por eso cuando Jessica Williams —bióloga de tortugas marinas que estaba en aquella playa cerca de Tofo— llegó a la arena, encontró a agentes de policía vigilando los cadáveres hasta que alguien pudiera deshacerse de ellos.

«Conforme avanzaba el día, la multitud aumentó y la policía empezó a perder el control», cuenta Williams. «Ya hacía calor, tenían cada vez más hambre y el calor estaba empeorando».

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    A medida que aumentaba el enfado de la multitud, la policía arrastró un cadáver por la arena para dividirla. Pero los agentes pronto se vieron obligados a retirarse al verse sobrepasados y dijeron a la gente que podían llevarse lo que quisieran. Quince minutos después, el cadáver estaba completamente limpio.

    «No es una historia particularmente nueva», afirma Margi Prideaux, vicepresidenta del nuevo grupo de trabajo de Naciones Unidas que estudia el consumo de reptiles y mamíferos marinos. «La gente ha cosechado esta carne de forma oportunista durante generaciones. Pero, debido a todo lo que le hemos hecho al mundo, esa carne conlleva un nivel de riesgo que antes no tenía».

    Consecuencias modernas

    Pueblos costeros de Sudáfrica a Sudamérica, de Indonesia a la tribu makah en la punta noroeste de los Estados Unidos han consumido criaturas marinas varadas durante milenios. En Islandia, por ejemplo, una ballena muerta que aparece en la orilla se denomina hvalreki, que significa tanto «ballena varada» como «buena suerte inesperada».

    En las últimas décadas, los científicos marinos han observado un repunte general del consumo humano de reptiles y mamíferos marinos, incluidos aquellos aprovechados en las playas. A algunos científicos les preocupa cada vez más que este fenómeno pueda plantear peligros graves para la salud.

    Alaska tiene de lejos la mayor tasa de botulismo de los Estados Unidos —se producen 800 veces más casos per cápita— y algunos se han vinculado al consumo de ballenas y focas varadas, en proceso de descomposición o fermentadas. Este año, en Nome, un hombre falleció tras contraer botulismo por consumir aleta de beluga.

    Las proliferaciones de algas tóxicas —en parte como consecuencia del cambio climático— son cada vez más frecuentes y duran más, y los grandes mamíferos pueden acumular dichas toxinas en el cuerpo. Los mamíferos marinos también son portadores de enfermedades, como la brucelosis o la toxoplasmosis, que es la principal causa de muerte por intoxicaciones alimentarias en Estados Unidos.

    Y algunos científicos sospechan que dichas infecciones provocadas por la manipulación y el consumo de animales contaminados se diagnostican mal o no se notifican en las partes más remotas de los países en vías de desarrollo, sobre todo allí donde se manipulan los cadáveres de ballenas sin guantes ni ropa de protección.

    En Perú, un científico que manipuló cientos de ballenas pequeñas y delfines durante necropsias sufrió «convulsiones con pérdida de consciencia, mialgias graves y dolores de espalda, fiebre ondulante, sudores nocturnos persistentes... fatiga crónica persistente, anorexia y una gran pérdida de peso», todo ellos síntomas de la brucelosis.

    La carne de tortuga marina en particular puede ser bastante peligrosa, sobre todo la de tortuga carey, que se alimenta de esponjas tóxicas para los humanos. En Micronesia, tres personas fallecieron y 20 enfermaron tras consumir carne de tortuga carey en 2010. Otros cuatro consumidores de tortuga marina murieron en las Filipinas en 2013. En algunas partes de Sudáfrica, las tortugas carey se denominan «tortugas ataúd».

    En comunidades donde la pobreza y el hambre son elevadas, el consumo de animales marinos varados —o los que quedan atrapados por accidente en aparejos de pesca— ha dado lugar a nuevas operaciones de pesca para tratar de capturar dichas criaturas.

    En la actualidad, se cazan delfines con regularidad en Ghana, Madagascar y Perú. «La disponibilidad de carne de delfín derivada de la captura incidental ha dado lugar a un gusto adquirido por esta fuente de proteína no tradicional», escribieron los científicos sobre Sri Lanka en 2012.

    Parte de esa carne, ya esté varada o se capture de forma intencionada, tiene otros riesgos debido al estilo de vida moderno. Los contaminantes —plaguicidas, metales pesados y bifenilos policlorados— se acumulan en su interior. Se descubrió que los cetáceos de las Indias Occidentales son portadores de mucho más mercurio tóxico que otros alimentos marinos. Una investigación en las islas Feroe ha vinculado los problemas cardíacos, los retrasos en el desarrollo cerebral y otros problemas de salud en niños a la carne de ballena que consumen las madres.

    La nueva carne de animales salvajes

    Tradicionalmente, la carne de animales salvajes se consideraba aquella procedente de una serie de animales salvajes de bosques tropicales en latitudes meridionales, como monos, murciélagos y ratas, entre otros. Pero recientemente, los investigadores han empezado a referirse a toda una clase de alimentos marinos que no son pescado —que incluye a cetáceos, otros animales marinos y reptiles marinos— como carne de animales salvajes acuáticos.

    Hasta hace dos o tres años, los encargados de gestionar animales salvajes no pensaban demasiado en los riesgos de consumir carne de animales salvajes acuáticos. Pero ahora, las preocupaciones son tan graves que el comité de Prideaux de la Convención sobre la Conservación de las Especies Migratorias de Animales Silvestres de la ONU está intentando redactar recomendaciones globales sobre la respuesta de los países.

    Los problemas son enormes. No existen estadísticas de la frecuencia con la que se consume la carne de animales salvajes acuáticos, y mucho menos de la frecuencia con la que enferma a las personas. Los gobiernos que más necesitan esas pautas suelen verse superados y cuentan con pocos recursos.

    «Hablamos de un grupo de trabajo que intenta aportar pautas para todo el mundo, y eso no está tan localizado como debería», afirma Prideaux. «En lugares como Estados Unidos o Australia, si existe la más mínima amenaza para la carne del supermercado, se retira ese lote de carne. En algunas de estas comunidades, la dependencia es tan fuerte que el riesgo de enfermedad puede llegar a uno de cada 100».

    «Necesitamos mucha conciencia gubernamental para que las agencias estén mejor preparadas y puedan tomar esas pautas genéricas y darles especificidad nacional o regional», añade.

    No todos están seguros de que la carne de animales salvajes acuáticos conlleve un gran riesgo. Phil Clapham, líder del equipo de evaluación de cetáceos del Laboratorio de Mamíferos Marinos de la NOAA en Seattle, declaró que, en la mayoría de los casos, no es peligroso consumir ballenas frescas que se alimenten por filtración.

    «Es la base de la reciente industria ballenera y también se usa ampliamente en pueblos nativos, como los de Alaska», afirmó.

    Y aunque los odontocetos son portadores de más contaminantes porque consumen presas más grandes y absorben más toxinas que escalan por la cadena trófica, no está claro cuánto afectan a la salud humana, aunque se haya extraído la carne de una ballena muerta.

    Martin Robards, científico del programa ártico de la Wildlife Conservation Society, declaró que, aunque los casos de botulismo son más altos en el Ártico, no son precisamente habituales.

    Pero en algunos casos, tanta gente comparte un animal que una sola fuente contaminada puede perjudicar a decenas de familias.

    «Los problemas pueden ser graves y mortales», afirma Prideaux. «Pero en realidad solo acabamos de empezar a comprenderlos».

    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

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