¿Qué pueden enseñarnos los «megaincendios» de Portugal sobre el futuro de nuestros bosques?
Los bosques del mundo están secándose y las personas viven cada vez más cerca de ellos, lo que marca el comienzo de una época peligrosa si no podemos encontrar una forma de coexistir con los incendios.
Este reportaje ha contado con la subvención de la Heinrich Boll Foundation y el Centro Pulitzer.
Cuando el BMW surgió a toda velocidad entre el humo de eucaliptos que ardían y vio que iba directo hacia su camión de bomberos, Filipa Rodrigues apenas tuvo tiempo de reaccionar. «Solo pude pensar: “Vamos a chocar”», cuenta mientras se masajea las marcas de quemaduras de los brazos. El coche se estrelló contra ellos y los cinco bomberos voluntarios salieron a trompicones del camión averiado, entrando en un infierno.
Estaban en pleno verano de 2017 y acababan de atravesar los límites exteriores de la peor conflagración que ha afectado a Portugal hasta la fecha y que presagiaba una nueva era de megaincendios que pronto arrasarán paisajes de España a Australia. Cuando Rodrigues, que entonces tenía 24 años, salió del camión, las gafas protectoras se le derritieron en la cara. Al quitárselas le arrancaron parte de la piel. Entre el humo vio eucaliptos ardiendo, lamidos por las llamas más enormes que había visto jamás.
Rodrigues no era profesional; al igual que tres generaciones de hombres de su familia, formaba parte de los bombeiros, el cuerpo de bomberos voluntarios que han servido como primera línea de defensa contra el fuego en las localidades de las colinas accidentadas de caliza del interior de Portugal desde los años 50. Cada verano, gente muy diferente —médicos, profesores, carteros, universitarios— pasa sus vacaciones en la estación de bomberos local, donde permanecen las 24 horas en caso de incendios.
Este no era el primer incendio forestal de Rodrigues. Pero nunca había presenciado uno igual: conforme las llamas se acercaban a ellos a más velocidad de la que podían correr, con el camión quemado y las radios fundidas, comprendió que iba a morir. Los bombeiros intentaron sacar a los pasajeros del BMW del coche —«Gritamos y gritamos, pero no respondían»—, pero el calor los obligó a retirarse mientras veían cómo las llamas rodeaban el BMW y a sus ocupantes. La tortuosa columna de fuego que se abalanzaba sobre ella parecía imparable.
«Parecía como si el fuego hubiera dominado el mundo entero», recuerda.
En cierto modo, tenía razón. El nuevo tipo de megaincendio que se desató en las tierras altas de la región central de Portugal el 17 de junio de 2017 fue la tormenta de fuego perfecta, elaborada cuando una atmósfera cada vez más inestable se suma a un paisaje en condiciones propicias a los incendios. También es un aviso de lo que espera a los ecosistemas de tipo Mediterráneo de Turquía, España, Grecia o California conforme el cambio climático provoque periodos secos cada vez más prolongados.
«Portugal es el canario en la mina», afirma Tiago Oliveira. Oliveira es el actual director de la AGIF, la agencia portuguesa de control de incendios forestales, pero en 2017 era un científico corporativo experto en incendios forestales y asesoraba sobre gestión de incendios a Navigator, una empresa portuguesa que cultiva eucaliptos en grandes plantaciones para producir celulosa y papel.
Tras haber estado a punto de morir en un incendio en una de esas plantaciones en 1998 —dos compañeros echaron a correr antes del incendio, que los atrapó—, Oliveira empezó a preguntarse por qué parecía que los incendios estaban empeorando en Portugal. Dicha pregunta lo llevaría hasta un doctorado y una serie de estudios sobre la ciencia de los incendios forestales con investigadores de universidades como el MIT estadounidense.
Su conclusión fue que Portugal, como el resto del Mediterráneo, sufría la convergencia de dos tendencias a largo plazo: el abandono generalizado de un paisaje rural que había pasado a ser económicamente irrelevante y la renuencia gubernamental generalizada a convivir con los incendios.
«Si su objetivo es excluir el fuego de este ecosistema, están destinados a fracasar», afirma.
Cuando la civilización crece, los bosques decaen
Un hecho que salta a la vista en la relación entre la civilización y los bosques es que cuando la primera crece, los segundos pierden terreno. Oliveira indica que desde la Edad del Bronce hasta la década de 1950, la civilización y la industria han dependido de los recursos que proporcionan los bosques.
«Los campesinos usaban pinocha mezclada con estiércol para crear compost; leña para el hogar; pastos en el bosque para el ganado; resinas y cera para la industria doméstica», afirma.
Para los comerciantes y artesanos fenicios que navegaron por el Ebro a finales de la Edad del Bronce, los bosques primarios de frondosas eran perfectos para fabricar el carbón vegetal necesario para forjar espadas de alta calidad y las hachas que utilizaban para talar los árboles y obtener la leña necesaria para alimentar las forjas. Sus descendientes cartagineses cortaron las lanzas romanas con falcatas afiladas, espadas hechas con el carbón vegetal de encinares de zonas elevadas. Los romanos que los derrotaron trabajosamente talaron los bosques ibéricos restantes para las nuevas industrias: viñedos, cabras y ovejas —vino, lácteos, lana— y para el andamiaje y los hornos de las gigantescas minas de plata donde trabajaban sus esclavos.
«En la antigüedad (romana), el paisaje portugués estaba prácticamente desarbolado», ya que el avance de varias civilizaciones había talado los árboles, explica Pedro Bingre do Amaral, profesor de usos del suelo en la Universidad de Coímbra.
Para el siglo XIV, las tierras altas estaban tan deforestadas que los reyes empezaron a plantar pinos para controlar la erosión. Cuando los portugueses se expandieron a principios de la era moderna, para cada buque de madera que transportaba riquezas, esclavos y soldados del Imperio portugués entre Lisboa y la India portuguesa o la capitanía de la Bahía de Todos los Santos se necesitaban 2000 encinas y una cantidad equivalente de pinos.
A principios del siglo XX, con un pico que comenzó en los años 50, el patrón cambió. A principios de siglo, Portugal tenía un dos por ciento de superficie forestada; para finales del siglo XX, se había disparado a casi un tercio. Según Oliveira, el motivo que, en los años 50, los materiales sintéticos elaborados con petróleo remplazaron las fibras animales y vegetales, y los fertilizantes y disolventes químicos fabricados con petróleo y sustancias químicas inorgánicas remplazaron productos forestales como la brea, la turba o las agujas de pino. La ganadería industrial remplazó la carne de caza o de animales domésticos —vacas, ovejas, cerdos, cabras— que pastaban en el bosque. A medida que los habitantes rurales abandonaban la tierra que antes había cubierto sus necesidades básicas, los árboles regresaron, y con ellos llegó el fuego.
Para la bombeira Filipa Rodrigues, dicho patrón, que los geógrafos denominan «transición forestal» —el regreso de los bosques a tierras de cultivo abandonadas— podría exponerse con una estadística: cuando su padre se presentó voluntario en la estación en los 80, «contábamos con 20 profesionales». Ahora hay siete. Las tierras altas llevan vaciándose más de un siglo. Hijos e hijas, hermanos y hermanas, primos y primas han descendido de la montaña hacia Lisboa y de ahí a Canadá, Sudáfrica o Brasil.
«Tenemos un problema en las tierras altas y ese problema son las personas», afirma el bombero voluntario Hugo Carvalho, que trabajaba como cartero en la localidad cercana de Proença-a-Nova y que ha presenciado cómo los ancianos morían o se mudaban.
Aparecieron árboles en jardines y campos abandonados, hacinados contra la hierba alta y los matorrales idóneos para el fuego que, cuando se secan, se convierten en combustible bajo el calor estival. Poblaban los espacios verdes de las casas vacías, apuntando como dagas hacia el corazón de las ciudades y con semillas esparcidas por los feroces vientos que soplaban desde el Atlántico.
Con todo, a diferencia de los bosques primarios con los que se toparon los navegantes fenicios hace 3000 años, estos nuevos bosques eran salvajes, la descendencia huida de los trechos de pino marítimo y de acacias y eucaliptos importados de Australia.
Es decir, tres especies de árboles de crecimiento rápido llenos de aceites esenciales, cada uno de los cuales ha evolucionado para diseminarse con los incendios forestales.
Ante la destrucción del interior con incendios cada vez más graves, el gobierno portugués «cayó en una trampa para la extinción de incendios», dice Oliveira. Para responder a la indignación de un público que demandaba acciones, la legislatura portuguesa aprobó nuevas leyes, compró equipo nuevo y actuó con rapidez para «sofocar» las pequeñas llamas que pudieran convertirse en incendios vastos.
Por otra parte, los problemas fundamentales —el abandono del campo, el carácter voluntario y estacional de los bomberos y el incremento de árboles que prosperan con el fuego— siguieron empeorando y para el verano de 2017, tras más de una década de extinción agresiva de incendios pequeños por parte de los bombeiros, el interior estaba repleto de combustible que aguardaba una chispa.
La tormenta de fuego perfecta
Esa chispa saltó el 17 de junio de 2017. Se declararon una serie de incendios por los valles de la localidad de Pedrógão Grande, alimentados por los vientos desatados por una tormenta eléctrica rara para la época que avivó como un fuelle las llamas en tres frentes independientes y gigantescos.
Aquella tarde de junio, Rodrigues y el resto del grupo de bombeiros acababan de extinguir un incendio pequeño con las mangueras de alta presión. Mientras ascendían por la montaña hacia Pedrógão Grande, Rodrigues se dio cuenta de que estaba anocheciendo antes de tiempo. Había tanto hollín en el aire que el cielo se había oscurecido.
Aún no lo sabían, pero estaban adentrándose en las fauces de algo que pocos en Europa habían visto antes. Uno de los pocos que sí lo había presenciado era Marc Castellnou un científico catalán experto en incendios. Como director científico del cuerpo de 5000 bomberos profesionales de Cataluña, a Castellnou le había perturbado la aparición de incendios con una ferocidad y un poder destructivo sin precedentes.
Mientras conducimos entre los pinos iluminados por el sol cerca de su ciudad natal, Tivissa, hacia un lugar afectado por un incendio un mes antes, nos explica que la fuerza de un incendio se reduce al combustible y a su capacidad para obtener oxígeno, ambos factores crecientes en unos bosques cada vez más incontrolables. Para formar a sus bomberos, Castellnou había usado la metáfora de las «cinco generaciones» de incendios en áreas silvestres desde la primera, cuando los árboles empezaron a cubrir paisajes ibéricos enteros a principios del siglo XX, provocando incendios de tamaños sin precedentes; pasando por la cuarta, cuando la irrupción de árboles y la extensión de las áreas suburbanas conspiraron para acercar a más personas al «límite urbano forestal», lo que complicó los planes de extinción de incendios que dependían de permitir el reconocimiento inicial de la tierra; y llegando a la quinta, en la que grandes incendios simultáneos han puesto a prueba los recursos de los cuerpos de bomberos.
Para la quinta generación, Castellnou dice que «empezamos a perder» contra los incendios que los desbordaban y los superaban. Entonces, en enero de 2017, la Comisión Europea lo envió a Chile, donde Castellnou vio algo categóricamente peor: el inicio de una nueva era de megaincendios. Un incendio forestal es el producto de una reacción química potente y no lineal, la liberación de energía atrapada en los enlaces de carbono de los árboles. Su capacidad para propagarse es directa e incluso exponencialmente proporcional al combustible del que disponga y a lo cargada y reactiva que sea la atmósfera.
Los incendios con fuerza suficiente siempre han podido crear su propio tiempo atmosférico. Los bomberos ibéricos con los que hablé describen tornados de fuego o el temido pirocúmulo, en el que una columna de aire caliente se eleva a la atmósfera y colapsa, alimentando el fuego que la generó.
Lo que vio en Chile fue mucho peor: un pirocumulonimbo, un sistema de incendios que había llegado a la frontera del espacio.
«Nunca había visto nada de ese tamaño, jamás en la historia de Chile», declaró la presidenta Michele Bachelet cuando visitó las cenizas de un territorio de más de 6000 kilómetros cuadrados que había quedado reducido a un paisaje lunar en cuestión de días, se había cobrado 11 víctimas y había dejado miles de refugiados. Solo en la localidad de Santa Olga ardieron mil casas.
Según Castellnou, fue la combinación de la nueva inestabilidad de la atmósfera y las existencias de combustible sin precedentes en los bosques no gestionados. Más adelante, expertos en incendios como Craig Clements de la Universidad Estatal de San José, postularían que la columna había crecido tanto que había alcanzado la troposfera; en tierra, la teoría dio paso al pragmatismo.
«No podíamos combatirlos», declaró Castellnou. «Había que mantenerse alejado e intentar cambiar las condiciones sobre el terreno para privar al fuego de combustible».
Al regresar a Europa, contó a la Comisión que era probable que se produjeran más incendios con pirocumulonimbos —que denominó «megaincendios de sexta generación»— en Europa dentro de cinco años. «Las condiciones del Mediterráneo hoy son las de mañana en Centroeuropa», dijo.
Pero había subestimado lo rápido que estaba cambiando la situación. Apenas cinco meses después, vio con sus propios ojos cómo las llamas se elevaban sobre el bosque por el que conducía el grupo de Filipa Rodrigues en una retransmisión en directo desde la estación de bomberos de Pedrógão Grande.
Más adelante, contaría que fue como una repetición de Chile, una reproducción del «panorama aterrador» que se desencadena cuando los vientos fríos del Atlántico se combinan con un verano mediterráneo cálido. En las tierras altas portuguesas, los incendios forestales arrasaron los bosques densos y abandonados bajo una atmósfera que vibraba con el calor sostenido mientras una columna de aire recalentado e inestable ascendía como si hubiera una chimenea sobre el terreno. Cientos de visitantes y turistas aterrados que no estaban acostumbrados a los incendios regulares del campo huyeron por carreteras angostas y llenas de maleza hacia la seguridad de la costa.
Muchos condujeron directamente hacia una trampa mortal. Normalmente, la noche ofrece un respiro del fuego. El jefe de bomberos de Proença-a-Nova, Tiago Marques, me contó que en el Mediterráneo, los bomberos asedian un incendio de día y lo sofocan de noche, cuando las temperaturas caen y el incremento de la humedad socavan su potencia.
Pero ahora no. Este incendio, como concluiría más adelante el experto en incendios Craig Clements, era demasiado cálido. En lugar de ralentizar el avance del fuego, el rocío se evaporó en el frente de llamas como el agua en las rocas de una sauna y envió un pulso de vapor sobrecalentado casi hasta los límites del espacio. Mientras se acumulaba en el límite de la atmósfera terrestre, el vapor se condensó y cayó en forma de granizo, y presionó una masa de aire helado sobre la parte superior del incendio forestal.
En cualquier reacción de combustión, más compresión se traduce en más calor y potencia: el frente supuso la diferencia entre un incendio forestal y un alto horno. En el vídeo de Pedrógão Grande, Castellnou contempló cómo aquella ráfaga descendente deprimía la columna de fuego en horizontal hacia los árboles, donde ahora se acumulaban los coches. Hacia la noche, los árboles prendieron y en cuestión de minutos empezaron a arder ocho kilómetros cuadrados de bosque llenos de turistas que intentaban huir.
Perdidos en el humo denso, los coches daban volantazos y se estrellaban contra árboles, guardarraíles y otros coches, creando choques en cadena y bloqueos mientras el fuego avanzaba más rápido de lo que cualquiera creía posible.
Aquel fue el infierno del que la pareja del BMW había huido y en el que ahora estaban atrapados Rodrigues y sus compañeros. Se tambalearon hacia el BMW, que estaba a solo unos metros, pero se vieron obligados a retroceder, ya que el calor les abrasaba la piel a través de los trajes ignífugos. Tuvieron que ver cómo las llamas se tragaban el coche.
Los bomberos estaban en una encrucijada: la piel y los pulmones les hervían, su camión y sus radios estaban destruidos y el incendio se acercaba a gran velocidad. Uno acabaría muriendo con quemaduras en los pulmones por la inhalación de aire caliente; los otros habrían seguido el mismo camino de no ser porque el destino intervino en forma de una camioneta que se había visto obligada a retroceder ante las llamas.
Tuvieron muchísima suerte. El traumático destino de quienes quedaron atrapados en el incendio persistiría en la conciencia de las tierras altas y del resto de los portugueses, sobre todo las historias y las pruebas forenses del bloqueo letal de la Nacional 236, que pronto fue conocida como la «Carretera de la Muerte».
«Murieron los que corrieron y murieron los que se quedaron en sus coches», afirma Nadia Araceli Piazza, una abogada que perdió a su hijo y a su exmarido en los incendios.
La causa de su muerte, al igual que la de las otras 65 personas atrapadas aquel fatídico día de junio —la mayoría en la N-236— fue la «carbonización». Cuenta que muchos fueron hallados abrazados a sus seres queridos, con los músculos tensos en sus últimos momentos por el calor de las llamas.
Esta dinámica, según explican Castellnou y Oliveira, se ha observado en todo el mundo en los últimos tres años. Han aparecido de incendios de sexta generación en climas mediterráneos de todo el mundo —es decir, en ecosistemas de las Américas hasta Australia— allí donde los vientos marinos fríos soplan sobre montañas secas y soleadas plagadas de plantas que adoran el fuego.
En 2018, fallecieron 83 personas en incendios en Grecia provocados por precipitaciones similares durante un verano en el que se desataron incendios forestales en todos los países de Europa por primera vez en la historia. Al año siguiente, un pirocumulonimbo —como el de los incendios de octubre de 2017 en Portugal— arrojó un chaparrón sobre las llamas que se propagaron tras un cortocircuito en el sur de California, donde el desarrollo suburbano ha invadido las pistas para protección contra el fuego del chaparral. Aquel incendio se cobró 90 víctimas y estuvo a punto de borrar del mapa la localidad de Paradise.
Cómo convivir con el fuego
Castellnou y Tiago Oliveira, el jefe de los bomberos portugueses, forman parte de una nueva ola de bomberos en áreas silvestres que creen que la solución consiste en hallar una forma nueva de vivir con el fuego.
Ambos científicos creen que la mejor estrategia consiste en un planteamiento a tiempo completo de la lucha contra incendios —a diferencia del carácter estacional de los bombeiros— con bomberos que construyan y mantengan líneas de defensa durante todo el año para estar preparados para combatir los incendios cuando se desaten, así como alejar el desarrollo urbano de las pistas establecidas.
Pero según Oliveira, el problema de los incendios no se resolverá sin que evolucione un nuevo tipo de paisaje rural, donde la gente vuelva a valorar el bosque y defienda las tierras del fuego porque las usan de nuevo, ya sea para el pasto de ovejas y cabras, la apicultura, el turismo o la generación de energía de biomasa a pequeña escala.
Admite con pesar que esto no resulta tan atractivo como comprar helicópteros nuevos y que carece del romanticismo rural de los bombeiros. «A nadie lo han llamado héroe por evitar una crisis antes de que ocurriera», lamenta Oliveira.
Con todo, cree que el modelo del denominado gobierno policéntrico —un concepto de ciencias políticas que propone otorgar a los habitantes la autoridad y los recursos para resolver los problemas de incendios a nivel local— combinado con la revitalización de la economía rural son las únicas medidas a largo plazo para que el interior portugués y los otros ecosistemas mediterráneos —como California, Chile, Grecia y España— gestionen el riesgo de incendios, un riesgo que avanza hacia las tierras poco preparadas del norte de Europa.
Esto ya ocurre en unos pocos asentamientos. La empresa tecnológica Novatech se ha mudado de Lisboa a Proença-a-Nova y decenas de trabajadores jóvenes se han casado y mudado a casas de campo donde cortan el césped y cuidan de los huertos. No muy lejos, en la aldea de Ferraria de São João, el hotelero Pedro Pedrosa ha liderado una iniciativa vecinal para arrancar los eucaliptos que han invadido su aldea y construir terrazas donde han plantado alcornoques autóctonos, cuyo denso cámbium hace las veces de retardante del fuego. Según Pedrosa, al norte de la localidad hay un rodal de alcornoques de 200 años que impidió que se propagara el fuego antes de que consumiera la aldea.
«Debemos alejarnos de un enfoque descendente», explica Oliveira. La gente que vive en el campo lleva demasiado tiempo dependiendo de la autoridad estatal centralizada y de los apreciados bomberos voluntarios para detener el problema de los incendios forestales. Si el país puede usar el peligro del fuego para inspirar la recolonización de las zonas de interior rurales, «Portugal puede servir de estudio de caso al resto de Europa», afirma Oliveira.
Pero sabe que hay una bomba de relojería en segundo plano. Los cambios en Lisboa aún no han llegado a la mayor parte de las zonas rurales. Y los eucaliptos llenos de aceite están empezando a crecer bajo pinos quemados que aún sobresalen en las colinas desnudas que parecen cepillos de dientes desgastados. Una repercusión surrealista de generaciones de abandono de las tierras altas por parte del gobierno central es que Lisboa no sabe quién posee la mayor parte de los terrenos del interior, por lo que establecer una política de tierras es casi imposible, aunque se ha puesto en marcha un estudio federal.
Y la población rural, según la exbombera Filipa Rodrigues, está más debilitada y desmoralizada que nunca. Dos años después de los incendios de 2017, la experiencia de los megaincendios ha dejado cicatrices en su mente y sus extremidades.
«Nunca habíamos fracasado», cuenta desde su casa en Castanheira do Pera. «Ahora veo fuego y empiezo a temblar», dice, señalando su hoguera. «Vivimos a diario con las consecuencias de lo que pasó, de la gente que perdimos».
Cuenta que es cada vez más fácil abandonar tierras que otros ya han abandonado. No quiere marcharse, pero con una economía local limitada, una hija pequeña y el gran riesgo de incendios, no está segura de si podrá quedarse. La mayoría de sus amigos viven en Lisboa y las tierras de sus familias siguen creciendo tras su partida. Cada día, ve cómo crecen los eucaliptos de forma desenfrenada e ilegal, a escasos metros de la casa donde duerme.
No sabe quién es el dueño de la parcela ni cuándo se producirá la próxima chispa.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.