Siete cementerios con vistas espectaculares
En muchas partes del mundo, los difuntos ocupan propiedades de primera.
Cuando llego a un nuevo destino, me gusta sumergirme en la vida de mi entorno. Así que visito un lugar con la grandeza de una galería de arte, las historias asombrosas de un museo y la vegetación de un parque público. Visito cementerios.
Como otras fascinaciones extrañas en apariencia, mi obsesión con los cementerios comenzó en la adolescencia. El cementerio cerca de la casa de mi familia en Minneapolis se convirtió en mi estudio de fotografía amateur, el lugar al que acudía a dar paseos contemplativos y el destino más obvio para vivir aventuras cerca de casa. Pero mi interés no fue una fase macabra. Tras la universidad, pasé tres años llevando a cabo investigaciones históricas y planificando eventos públicos en ese mismo cementerio. Ahora, como becada Fulbright-National Geographic en narración, recorro el mundo entrevistando a personas en cementerios: de los enterradores que abandonaron sus cómodos trabajos de oficina hasta los masones que siguen grabando a mano las lápidas pese a la «extinción» de su oficio.
Paseo por los camposantos como detective y uso los epitafios para descifrar la historia. En el cementerio Woodlawn de Chicago observé una lápida marcada como «Varón desconocido nº1». Caminé por aquel pasillo del cementerio viendo cómo ascendían los números de las lápidas casi idénticas, reiniciándose en «Mujer desconocida nº1» y volviendo a ascender. Otras tumbas cercanas llevaban los nombres «Jinete del caballo 4» y «Calvito». Más de 50 tumbas tenían la misma fecha de muerte, en junio de 1918. Cuando llegué a un monumento conmemorativo de la propiedad conocido como Showmen’s Rest, la historia cobró sentido: el descarrilamiento del tren de un circo se había cobrado todas estas víctimas un trágico día de verano.
“Tratad a los cementerios como lo que son: espacios para los vivos.”
En el famoso cementerio londinense de Highgate, me topé con la inscripción «también sus hijos pequeños» en una tumba familiar cubierta de hiedra. Al igual que la famosa historia de seis palabras —«Se venden zapatos infantiles sin estrenar»—, este breve epitafio esclarecía la realidad de la mortalidad infantil de la era victoriana de forma más sucinta que cualquier libro de historia. En los epitafios descubro narraciones de la vida cotidiana, epidemias y emigración, auges y descalabros industriales, amor y pérdida.
Pero no son solo los epitafios los que nos permiten entrever el pasado. Cuando visité uno de los pocos cementerios históricos que quedan en Singapur, cambié las superestructuras del perfil urbano moderno de la ciudad-estado por los restos de una selva majestuosa que quedan en una pequeña isla. El 90 por ciento de los bosques del país —y la mayoría de sus cementerios históricos— se han retirado para dejar sitio a la construcción en una nación urbana más pequeña que Nueva York. Pero en el cementerio Bukit Brown, que aún vive con el zumbido de los mosquitos, el olor a lluvia y el peligro de las serpientes, observé cómo era Singapur antes de la urbanización. Historiadores voluntarios utilizaban bastones para retirar la vegetación dominante y revelar tumbas con un alicatado complejo. Las familias me llevaron a sus tumbas ancestrales, donde servían café a los muertos y dejaban comida que sus antepasados habrían disfrutado en vida. Allí presencié cómo los monos robaban descaradamente las ofrendas que dejaban. Allí, la muerte alimenta la vida.
A los viajeros les gusta ir a la caza de tumbas en Père Lachaise, en París (Jim Morrison, Oscar Wilde, Gertrude Stein), Hollywood Forever, en Los Ángeles (Fay Wray, Cecil B. DeMille), y La Recoleta, en Buenos Aires (Eva Perón). Pero yo aprendo más si me salgo de los caminos trillados. Mientras caminaba por un acantilado de Scarborough, Inglaterra, en un día frío de mediados de diciembre, me topé con una pequeña tumba donde descansaba la escritora Anne Brontë. Falleció en Scarborough en 1849, a los 29 años, tras haber acudido al mar una última vez cuando padecía tuberculosis. La suya es una tumba con vistas espectaculares, que da al mar y que el atardecer costero ilumina cada tarde.
El lugar de descanso final de Brontë comparte una vieja muralla de piedra con un pequeño aparcamiento cubierto de hierba. Las lápidas salpican el perímetro del aparcamiento. La iglesia adjunta había reacondicionado el cementerio para proporcionar plazas a los coches de los parroquianos, algo no tan raro en una Inglaterra con terreno limitado. Esta adaptación del espacio del cementerio me recordó que las tumbas no son reliquias. Son lugares modificados para atender nuestras necesidades personales y culturales.
He visto cómo se reproducía esta realidad por todo el mundo. He entrevistado al administrador de un cementerio en Londres que reutiliza tumbas y lápidas tras largos periodos de abandono. He visitado un cementerio en Yakarta, Indonesia —una megaciudad de 10 millones de habitantes con menos de un 10 por ciento de espacios verdes—, donde los niños volaban cometas y los comerciantes vendían comida y café entre las lápidas. La necesidad de espacios públicos había mitigado el carácter normalmente solemne de los cementerios musulmanes. En el cementerio de Arnos Vale en Bristol, Inglaterra, escaneé una aplicación de realidad aumentada en las tumbas y aparecieron en mi pantalla narradores fantasmas.
En la época de Halloween nos rodean las caricaturas de cementerios. Sin embargo, os invito a que veáis los cementerios no como lugares de muerte, sino como lugares de vida. Descubrid los rituales mortuorios de un destino y, si la comunidad permite visitas, visitadlos. Recordad que muchas personas han sido excluidas de los cementerios según su religión, raza o incapacidad para pagar, y pensad quién está representado y quién no. Sentid el poder de la colectividad cuando estéis en la parcela funeraria de un sindicato o una sociedad, como la tumba de la Butcher’s Benevolent Society en el cementerio de Laffayette nº2 de Nueva Orleans. Quizá tengáis la suerte de encontrar una broma ingeniosa en una lápida, como la del cementerio de Oak Hill en Washington, D.C., que reza: «¡Por fin he encontrado aparcamiento en Georgetown!». Tratad a los cementerios como lo que son: espacios para los vivos.
Katie Thornton escribe sobre la muerte (y la vida) en itskatiethornton.com.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.