Nueva Zelanda da por «eliminado» el coronavirus. ¿Qué ha hecho para conseguirlo?
El país insular optó por medidas estrictas de confinamiento y ha eliminado la transmisión comunitaria. ¿Qué hará ahora?
Unos ciclistas circulan por los senderos del Totara Park en Auckland South, Nueva Zelanda, después de que el gobierno redujera las medidas de confinamiento por el coronavirus el 28 de abril.
Una tarde fresca, cuatro ciclistas pedalean en sus bicis de montaña por el camino serpenteante de dos carriles que discurre a lo largo de las orillas meridionales del lago Wanaka. Esta parte montañosa de la Isla Sur de Nueva Zelanda suele tener días despejados en abril y los fines de semana traen un hervidero de turistas y campistas que se dirigen a la estación terminal del parque nacional del monte Aspiring. Pero esta tarde de domingo no se veía ni un solo coche, así que podía circularse en bici por el medio de la carretera.
La autopista desierta era solo una manifestación de la respuesta firme de Nueva Zelanda ante el brote de COVID-19. Con órdenes de confinamiento estrictas, las luces se apagaron y las terrazas se vaciaron en todos los pubs, cafeterías y negocios del centro de Wanaka. El parque estatal y los parques infantiles estaban sellados con cinta policial amarilla, y los columpios se habían atado con bridas por si alguien se sentía tentado. No es que hubiera mucho riesgo de transgresión: aparte de algún que otro corredor o una pareja que había salido para tomar el aire, las calles de la ciudad estaban tan abandonadas como un escenario de The Walking Dead.
En la carretera que conduce al monte Aspiring, los ciclistas, yo entre ellos, pararon en Glendhu Bay, donde un cartel señalizaba el parque de bicicletas de montaña más nuevo de Nueva Zelanda, Bike Glendhu. Una barrera con señales de «cerrado» pintadas a mano bloqueaba la entrada al camino rural; un tramo tentador del sendero se inclinaba hacia el sur de una ladera montañosa dorada antes de desaparecer entre los picos irregulares.
Natasha Parkinson sirve pedidos para llevar en la panadería Amano el 29 de abril. El día anterior, Nueva Zelanda anunció la eliminación del coronavirus en el país y relajó su alerta de COVID-19 de Nivel 4 a Nivel 3. Permitió que algunos negocios volvieran a abrir de forma limitada.
Aunque casi cuatro millones de personas (aproximadamente un 80 por ciento de la población residente) visitaron Nueva Zelanda en 2019 para ver este tipo de paisaje salvaje, la COVID-19 había obligado al país a cerrar estos lugares y sus fronteras. Lo máximo que podían acercarse los ciclistas a probar los grandes Alpes del Sur neozelandeses es el carril bici pavimentado y vacío que entra y sale de la ciudad.
Un kiwi (así llaman a los neozelandeses) alto y delgado con una mata de pelo color caoba trotaba por la carretera de grava. Era John McRea, dueño de Glendhu Station, la granja donde se construyó el carril bici. Había estado corriendo por los senderos del parque y volvía a casa. «No hemos visto mucho tráfico por aquí, salvo por algunos ciclistas de montaña al día. Puse la barrera para intentar que no entraran. Odio ver el parque cerrado. Pero ahora mismo lo mejor es que nos quedemos en casa», me contó, separándose de nosotros cuatro.
Un día despejado para pasear por el parque Waitangi, con vistas a la bahía Oriental en Wellington, la capital de Nueva Zelanda. El Nivel 3 aún exige distanciamiento social al aire libre.
Un plan de éxito
Si la respuesta global a la pandemia tiene un punto positivo, ese punto es sin duda Nueva Zelanda. Mientras los gobiernos de todo el mundo vacilaban a la hora de responder y los casos del virus se disparaban, Nueva Zelanda ha dado un ejemplo inflexible y guiado por la ciencia. Aunque el país no prohibió los viajes desde China hasta el 3 de febrero (un día después que Estados Unidos) y la trayectoria de los casos nuevos parecía descontrolada a mediados de marzo, las medidas de austeridad parecen haber metido en cintura la COVID-19.
El país instauró cuarentenas obligatorias para todos los visitantes el 15 de marzo (una de las políticas más estrictas del mundo en aquella fecha) pese a que solo había seis casos. Solo 10 días después instituyó un confinamiento nacional y total que incluía una moratoria de los viajes domésticos. Con las restricciones de Nivel 4 solo podían abrir los supermercados, farmacias, hospitales y gasolineras, se restringieron los viajes en coche y las interacciones sociales se limitaron al interior de los hogares.
La campeona de surf neozelandesa Ava Henderson está en el agua en Christchurch el 28 de abril. Es la primera vez que surfea desde el confinamiento instaurado el 26 de marzo.
«Debemos luchar dándole duro y dándole pronto», declaró la primera ministra Jacinda Ardern en un comunicado a la nación el 14 de marzo.
Mi mujer y yo nos topamos con estas restricciones involuntariamente. Ella, que es fotógrafa editorial, y yo, escritor de viajes, habíamos volado a Nueva Zelanda para trabajar con garantías de los gobiernos estadounidense, neozelandés y australiano de que no se habían aplicado controles. Pero entre la hora que salimos de casa y la hora a la que aterrizamos, Nueva Zelanda había adoptado cuarentenas para los visitantes. Antes de poder conseguir billetes de vuelta, el país había paralizado todos los viajes. Estábamos atrapados, al igual que más de 100 000 visitantes internacionales, aproximadamente.
La austeridad repentina podría haber sido un motivo de pánico. Pero cada día, Ardern (o «Jaz», como la conocen popularmente) hizo declaraciones claras y concisas sobre la situación, respaldadas por un equipo de científicos y profesionales sanitarios. Pocos días después del confinamiento, anunció que, en lugar de solo ralentizar la transmisión del virus, Nueva Zelanda había puesto rumbo hacia erradicar la COVID-19 al impedir la llegada de casos nuevos y controlar los existentes con las restricciones. «Tenemos la oportunidad de hacer algo que ningún otro país ha logrado: la eliminación del virus», declaró Arden en uno de sus discursos informativos diarios.
Desde la perspectiva de un extranjero, lo interesante de Nueva Zelanda es que el país se subió a bordo sin más. El primer día del confinamiento, las calles y las carreteras se vaciaron, las tiendas cerraron y todo el mundo se quedó en casa. «Creo que a los kiwis nos resulta más fácil ceñirnos a las normas porque confiamos en nuestros líderes», me contó Sue Webster, dueña del Airbnb donde nos alojamos mi mujer y yo durante casi cuatro semanas.
El músico Orson Paine, de la Banda de la Armada Real Neozelandesa, toca «The Last Post» con la corneta desde el acceso de su garaje el Día ANZAC, el 25 de abril. Normalmente, esta fiesta nacional que conmemora a los soldados muertos en batalla se celebra con eventos públicos y multitudes, que están prohibidos durante el estricto confinamiento del país.
El plan parece haber funcionado. La tasa de infección diaria en el país insular de 4,9 millones de habitantes descendió constantemente de un máximo de 146 a finales de marzo a solo unos pocos casos al día a mediados de abril. En total, Nueva Zelanda notificó un máximo de 1476 casos y 19 fallecidos. El 26 de abril, el país tuvo un punto de inflexión cuando no se notificaron nuevos casos de COVID-19 ni transmisión comunitaria por primera vez en más de seis semanas, aunque para el 30 de abril habían aparecido siete casos nuevos.
Con todo, el número de casos reducido dio al gobierno confianza para reducir las restricciones del distanciamiento social al Nivel 3. El 28 de abril, Ardern declaró que se había eliminado el virus y más adelante aclaró que «eliminación no quiere decir cero casos... tendremos que seguir erradicando la COVID hasta que haya una vacuna».
¿La vida tras el coronavirus?
Aunque Nueva Zelanda parece confiar en que se ha deshecho de la COVID-19, el éxito no está garantizado. Países como Singapur, que parecían tener el virus bajo control, han tenido dificultades ante una segunda ola de infecciones. Y China, que parecía haber detenido por completo la propagación, está haciendo frente a los rebrotes.
Aunque Nueva Zelanda consiga eliminar la COVID-19, el camino que tiene por delante no será fácil. Cuando el país se libre del virus, tendrá que mantener la prohibición total de las visitas hasta que se desarrolle y se distribuya una vacuna o correrá el riesgo de reinfección. Es una perspectiva difícil para un país donde el turismo (la mayor industria de exportación de Nueva Zelanda en términos de ingresos de divisas) corresponde a un 10 por ciento del PIB y a casi un 15 por ciento de la población activa. Hay cientos de miles de puestos de trabajo en juego y las previsiones sugieren que la economía kiwi no se recuperará hasta 2024.
Con todo, una encuesta reciente demostró que un 87 por ciento de los kiwis apoyan la gestión de la crisis por parte del gobierno. Tras haber pasado un mes de confinamiento aquí, entiendo por qué: las calles estaban vacías y limpias, los servicios públicos funcionaban, las tiendas estaban bien abastecidas y, lo más importante, el riesgo de contraer COVID-19 parecía remoto y decreciente.
Cuando finalmente conseguí vuelos para volver a casa, tuve que preguntarme si realmente quería marcharme de Nueva Zelanda. Aunque no pudimos recorrer los senderos de Bike Glendhu, la serenidad de aquel paseo en bici por la carretera del monte Aspiring me influyó mucho.
Ya en casa, contacté con Charlie Cochrane, director general de Bike Glendhu, para ver qué tal le iba al parque. «Como la mayoría de los negocios, nuestro flujo de caja se ha reducido a cero, así que estamos bajo presión. Va a dificultar el crecimiento», me contó Cochrane. En cambio, me dijo que, a pesar de todo, se sentía optimista. «Creemos que el gobierno ha gestionado la crisis muy bien y nos sentimos afortunados de vivir en Nueva Zelanda».
Aaron Gulley es un periodista de Santa Fe, Nuevo México, que lleva dos décadas escribiendo sobre viajes, ciclismo y deportes. Síguelo en Instagram.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.