Para salvar a los animales, los gobiernos africanos recurren a la gestión privada
Este grupo de conservación consigue defender los parques degradados de África de las amenazas humanas.
African Parks es socio de conservación de la iniciativa de la National Geographic Society Last Wild Places.
El cuartel general del parque nacional de Zakouma, en el sudeste de Chad, es una estructura de color arena con un parapeto almenado que hace que parezca un fuerte desértico antiguo. Frente a la puerta de la sala de control central de la segunda planta pende la imagen de un rifle Kaláshnikov rodeado de un círculo rojo y atravesado por una barra del mismo color. Dentro no se permiten armas. Los Kaláshnikov son ubicuos en Zakouma. Todos los guardas forestales los llevan. También los llevan los intrusos que entran a matar animales salvajes.
Las acacias dan sombra al complejo, los todoterrenos entran y salen y a pocos pasos de allí varios elefantes beben en un estanque. Aunque aquí los animales parecen relajados, tan cerca del bullicio de la sede, no son mansos; son desconfiados, pero están sedientos. Zakouma, parque nacional desde 1963, ha sido en algunas ocasiones una zona de guerra para los elefantes. Hace 50 años, había unos 300 000 en todo Chad, pero desde mediados de los años 80 esa cifra ha descendido de forma catastrófica debido a las matanzas generalizadas por parte de cazadores furtivos armados, hasta que Zakouma se convirtió en un refugio precario para el mayor remanente, unos 4000 elefantes.
Sin embargo, durante la primera década de este siglo, más del 90 por ciento de la población de elefantes de Zakouma fue masacrada, principalmente por parte de jinetes sudaneses que llegaban desde el este en incursiones paramilitares en busca de marfil. Estos jinetes se denominan yanyauid, una palabra árabe que podría traducirse libremente por «demonios a caballo», aunque algunos viajan en camello. Sus orígenes se remontan a grupos árabes nómadas, jinetes muy hábiles que, cuando estuvieron armados y contaron con el apoyo del gobierno sudanés, se convirtieron en fuerzas de ataque despiadadas durante el conflicto de Darfur y, más adelante, en bandidos independientes que codiciaban el marfil. Durante un tiempo, parecía que iban a matar a todos los elefantes de Chad.
Entonces, en 2010, por invitación del gobierno chadiano, una organización privada llamada African Parks (AP) asumió la gestión de Zakouma y esta tendencia se interrumpió súbitamente. La organización sin ánimo de lucro AP, fundada en el año 2000 por un pequeño grupo de conservacionistas preocupados por las pérdidas sangrantes de la fauna del continente, firma contratos con los gobiernos para restaurar y dirigir los parques nacionales con la estipulación de que ejerce control total sobre el terreno. En la actualidad, AP gestiona 15 parques en nueve países con financiación externa, prácticas empresariales eficientes y unas fuerzas de seguridad rigurosas en algunos de los entornos silvestres más atribulados de África.
En Zakouma, las fuerzas de seguridad incluyen a más de cien guardabosques entrenados y armados —la mayoría hombres pero también mujeres— desplegados en una operación coordinada y con una estrategia sofisticada. Leon Lamprecht, sudafricano que creció en el parque nacional de Kruger, donde su padre era guardabosques, es el director del parque de Zakouma para AP.
«No somos una organización militar», contó Lamprecht, enseñándome el conjunto de armas y munición del armero, un cobertizo cerrado en la planta baja del cuartel general. «Somos una organización de conservación que entrena a sus guardabosques en lo paramilitar».
Peter Fearnhead, consejero delegado de African Parks y uno de sus cofundadores, se ofendió ante la idea de que la organización esté muy militarizada. Sin embargo, cuando hablamos por teléfono insistió en la necesidad de seguridad armada en los parques, no solo para la protección de la fauna, sino también de los habitantes de comunidades cercanas que podrían ser objeto de violaciones, saqueos y expolio con la próxima ola de demonios a caballo. «Reconocen que es el parque lo que les aporta estabilidad y seguridad», declaró Fearnhead.
Lamprecht me dibujó un diagrama piramidal de los niveles de tareas tal y como los concibe AP. Se construye la base de la pirámide con las fuerzas de seguridad, la infraestructura, un personal sólido: «la integridad de la zona». Después se avanza hacia arriba: desarrollo comunitario para los lugareños, turismo e investigación ecológica.
El centro neurálgico de esta iniciativa es la sala de control, donde se usa información de última hora sobre la ubicación de los elefantes y cualquier actividad humana problemática —un campamento de pesca ilegal, un disparo, cien jinetes armados galopando hacia el parque— para determinar dónde desplegar a los guardabosques. Las fuentes de información incluyen sobrevuelos de reconocimiento, patrullas por tierra, rastreadores por GPS en elefantes y radios dadas a informantes de confianza en las aldeas circundantes del parque.
La sesión informativa diaria comienza a las seis de la mañana. Hay una mesa larga con un par de pantallas de ordenador y un mapa lleno de chinchetas en la pared. La mañana de mi visita, Tadio Hadj-Baguila, un chadiano imponente que lleva un turbante y ropa de camuflaje y que es el director de las fuerzas del orden del parque, presidió la sesión en francés.
Lamprecht me explicó que las chinchetas negras del mapa representan elefantes. Las verdes son patrullas de guardabosques regulares —denominadas equipos Mamba— con seis efectivos por equipo y que circulan por el parque rotando cada cinco días. Los elefantes, seguidos discretamente por el equipo Mamba como si fueran ángeles de la guarda, determinan sus movimientos.
Y esto, según Lamprecht —que señala una chincheta roja y blanca a un lado del mapa—, representa al equipo Phantom, dos guardabosques que llevan a cabo un reconocimiento a larga distancia. Son tan reservados que ni siquiera los operadores de radio conocen sus ubicaciones, solo Lamprecht y Hadj-Baguila.
Los datos se recopilan por la mañana y por la tarde. «Jugamos al ajedrez dos veces al día», explicó Lamprecht. Al otro lado del tablero están los yanyauid y cualquier otro tipo de furtivo que ponga a prueba los límites de Zakouma.
En lo alto de la pared, sobre los mapas, cuelgan una serie de placas que conmemoran a las pérdidas, pocas pero profundamente lamentadas, desde que AP se hizo cargo del parque. «Incidente. 24 de octubre de 2010. PN de Zakouma. 7 elefantes», reza una. Otra: «19 de diciembre de 2010. PN de Zakouma. 4 elefantes». Las placas resuenan como campanas. En la hilera hay otra, diferente pero igualmente concisa. «Incidente. 3 de septiembre de 2012. Heban. 6 guardabosques». En la cultura de Zakouma, la emboscada homicida que tendieron los furtivos a media docena de guardabosques en una colina llamada Heban es un recuerdo oscuro y un incentivo constante para permanecer alerta.
A pesar de las pérdidas, AP ha contenido el flujo de sangre de elefante. Desde 2010 solo han matado a 24 elefantes y no han perdido marfil. Han rechazado los ataques de los yanyauid, al menos por un tiempo, contra blancos menos firmes de otras partes. Y los elefantes de Zakouma, tras décadas de caos y terror, han seguido produciendo crías. Su población ya cuenta con 150, una señal de salud y esperanza.
En Zakouma, las amenazas de incursión violenta son graves, pero son aún peores en el parque nacional de Garamba, en el extremo nordeste de la República Democrática del Congo (RDC). Garamba está amenazado y maltratado por todos los frentes.
AP ha gestionado Garamba desde 2005 con un contrato de colaboración con el Instituto Congoleño para la Conservación de la Naturaleza (ICCN) de la RDC. El paisaje de Garamba es un mosaico de sabana, matorrales secos y bosque que alberga la mayor población de elefantes de la RDC, así como jirafas de Kordofán (una subespecie en peligro crítico de extinción), alcélafos, leones, hipopótamos, cobos de Uganda y otros animales silvestres.
Es el núcleo de un ecosistema que incluye tres reservas de caza adyacentes, en las que se permiten ciertos usos a los lugareños. Su historia está plagada de guerra y caza furtiva militarizada. Los rinocerontes blancos del norte (otra subespecie en peligro crítico de extinción) fueron cazados hasta ponerlos al borde de la extinción; solo sobreviven dos hembras en cautividad. Garamba comparte 260 kilómetros de frontera con Sudán del Sur, un país convulso que luchó por su independencia de Sudán en los primeros años de este siglo y que a continuación sufrió luchas de poder y una guerra civil. Tampoco están lejos otras zonas de disturbios de Uganda y la República Centroafricana. La ubicación de Garamba, sus densas áreas forestales y su marfil lo han convertido en una encrucijada, una tentación y a veces un campo de batalla para ejércitos rebeldes y otros intrusos peligrosos durante más de dos décadas.
A principios de 2009, por ejemplo, el Ejército de Resistencia del Señor (un grupo extremista religioso del norte de Uganda dirigido por el fanático Joseph Kony, llamado LRA por sus siglas en inglés y conocido por secuestrar niños para convertirlos en soldados y esclavos sexuales) salió de su refugio en el ecosistema del oeste de Garamba y atacó una aldea cerca del cuartel general del parque. Quemó varios edificios y robó una gran cantidad de marfil almacenado.
Los guardabosques del parque resistieron, mataron a varios soldados del LRA y perdieron a 15 compañeros. Unos años antes, casi mil rebeldes que se retiraban de la guerra de Sudán del Sur aparecieron en la frontera. Tras el primer gran ataque del LRA, el director general del ICCN, Cosma Wilungula Balongelwa, estaba muy preocupado.
«Apenas me quedaban esperanzas de que la situación se sostuviera», me contó durante una de sus visitas al parque. Por aquel entonces, en el punto más bajo, Balongelwa había preguntado a Peter Fearnhead si AP debía huir. «Peter me lo confirmó: “No, no abandonaremos Garamba”».
Naftali Honig, exinvestigador de delitos contra las especies silvestres (y socio de National Geographic) con siete años de experiencia arrestando a furtivos en otras partes del África Central, dirige la división de investigación y desarrollo de Garamba, responsable de la recopilación de información, la gestión de especies y hábitats y las operaciones tecnológicas. Garamba ha recibido ayuda de National Geographic y otras organizaciones para desarrollar nuevas herramientas de vigilancia, como sistemas de detección acústica para distinguir los disparos de las ramas que se rompen en el parque. «African Parks ha permitido que Garamba tenga una ligera ventaja experimental», dijo Honig, ya que es un parque muy grande que se enfrenta muchas amenazas externas.
Pero patrullar a pie es la herramienta de orden más fundamental. Un asesor británico llamado Lee Elliott me informó sobre el proceso de entrenamiento. Elliott, a quien le queda poco pelo sobre las patillas grises, se unió a AP tras una carrera militar de 24 años. Se alistó como soldado raso, subió de rango y sirvió en Afganistán y otros lugares. Cuando llegó a Garamba en 2016, la disciplina y la organización de los guardabosques eran malas.
«Aquí hay buena gente. Solo hay que cultivar a esa buena gente». Destacó a Pascal Adrio Anguezi, un alcalde congoleño altísimo que ejerce como director de las fuerzas de seguridad. Anguezi es una persona honesta e incorruptible. «Sería más difícil si no tuviéramos a Pascal», me dijo Elliott.
En el campo de entrenamiento conocimos a seis guardabosques exhaustos que acababan de terminar una prueba de 48 horas. De día, simulacros; de noche, entrenamiento en el gimnasio, poco sueño, una carrera por la mañana. Ahora atravesaban la maleza en equipos de cuatro armados con rifles. Son simulacros que consisten en moverse y disparar; dos hombres disparan, proporcionando cobertura, y los otros dos avanzan. Al final de cada ataque, el equipo disparaba a un blanco con forma de torso pegado a un árbol. Elliott me explicó que el objetivo real consistía en comprobar quién conservaba las agallas y la disciplina pese al cansancio.
Una mañana temprano, acompañé a Achille Diodio, el joven encargado de rastrear a las 55 jirafas de Kordofán de Garamba, en una misión de vigilancia. Poco después de introducirnos en el hábitat de las jirafas —una sabana abierta salpicada por acacias y otros árboles—, Didio avistó una cabeza con un cuello largo que sobresalía de la maleza a nuestra derecha. Con su carpeta de fotografías de identificación, confirmó que se trataba de GIR37F, una hembra adulta avistada por primera vez cuatro años antes. Llevaba un transmisor, pero hacía tiempo que había dejado de funcionar y Diodio se sintió aliviado al verla viva y aparentemente con buena salud.
Diodio es el tipo de joven talento que AP necesita. Es congoleño, nacido y criado en una pequeña ciudad cerca de Garamba y afortunado porque procede de una familia que pudo enviarlo al instituto en una ciudad más grande y a la Universidad de Kisangani más adelante. Obtuvo una beca para llevar a cabo estudios de posgrado en China y llegó hasta Harbin, donde ya ha pasado un año aprendiendo el idioma. Tras haber aprendido lingala, suajili, francés, inglés y un poco de kikongo, logró dominar el mandarín. Cuatro años después, con un máster de una buena universidad china y una tesis sobre elefantes congoleños, se unió a AP como voluntario. No tardaron mucho en ofrecerle trabajo.
Varios de los altos cargos de AP mencionaron algo que reconocen como un problema urgente: formar y ascender a africanos negros jóvenes a puestos de liderazgo. Expresándolo con crudeza, AP necesita más caras negras en los niveles superiores. Fearnhead reconoció esta necesidad e indicó que se trata de un problema generalizado en el sector de la conservación de África, que durante mucho tiempo ha sido de dominio estatal.
ONG similares, entre ellas AP, no han hecho suficiente para formar a los africanos en la gestión y la biología de la conservación. «Debemos invertir más en esa iniciativa», declaró Fearnhead. Los jóvenes congoleños inteligentes con intereses en la conservación, como Diodo, no deberían tener que recorrer medio mundo y educarse en mandarín.
El énfasis en fuerzas de guardabosques paramilitares presenta a AP una segunda cuestión delicada: hacer que esas fuerzas armadas rindan cuentas. WWF, otra gran organización de conservación, fue criticada a principios de este año por acusaciones de que las fuerzas anti caza furtiva que financió en Asia y África habían cometido violaciones de los derechos humanos contra supuestos furtivos. WWF ha encargado una evaluación independiente de dichas alegaciones y el comité de evaluación (dirigido por la jueza Navi Pillay, ex Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU) aún no ha publicado su informe.
¿En qué se diferencia AP? «Nuestro modelo nos responsabiliza a nosotros de los guardabosques. Son nuestra gente», me contó Markéta Antonínová, nacida en Chequia, educada en Praga y que ha trabajado con AP durante más de una década. Hace poco, Antonínová fue la directora de proyectos especiales de AP en el parque nacional de Pendjari, en el norte de Benín, donde se responsabilizó de las fuerzas de seguridad y de la investigación. Me contó que, a diferencia de WWF, AP contrata a sus guardabosques de forma directa y acepta la responsabilidad de todas sus acciones.
Pendjari es el último gran refugio del África Occidental para elefantes y leones. Forma parte de un complejo transfronterizo que incluye parques adyacentes de Burkina Faso y Níger. El área protegida de Pendjari (al igual que el ecosistema de Garamba) abarca zonas tapón en sus fronteras meridional y oriental donde se permite cazar a los lugareños. Desde 2017, también es una de las últimas incorporaciones al portafolio de parques gestionados por AP conforme a un contrato de 10 años y una colaboración de 23 millones de dólares con el gobierno de Benín, la Wyss Foundation y la National Geographic Society. Si Zakouma es una historia de éxito provisional y Garamba un trabajo en curso formidable, Pendjari es una empresa emergente prometedora.
Antonínová y su compañero, un canadiense llamado James Terjanian, vinieron a Pendjari cuando comenzó el contrato de AP, él como director del parque y ella como una especie de codirectora hasta que tener una familia los obligó a trasladarse. Como siempre, crear capacidad para las fuerzas de seguridad era un reto urgente. Partiendo de solo 15 guardas poco entrenados, las fuerzas de Pendjari se han convertido en un cuerpo sólido de casi cien guardabosques.
Antonínová estuvo en Zakouma en 2012 cuando asesinaron a los guardabosques en Heban y estuvo en Garamba cuando el LRA quemó la aldea cerca del cuartel general en 2009. El parque nacional de Pendjari presenta retos diferentes. Aquí no hay jinetes armados que galopan para saquear el marfil ni ejércitos que abandonan sus guerras y saquean aldeas.
«No», me dijo. «Aún no».
Antes de 2017, Antonínová me confesó que «en Pendjari todo se basa en la desconfianza y el conflicto». AP había sido contratado para asumir plena autoridad de gestión mientras intentaba colaborar con todas las partes en beneficio de la fauna, el paisaje y los habitantes locales. «No hay otra manera», dijo. Es el modelo de African Parks. O confías en nosotros o no, declaró.
Una vez al año, al final de la estación seca, el parque nacional de Garamba celebra el Día del Guardabosques, un festival de exhibiciones militares y en reconocimiento a quienes llevan los Kaláshnikov y tienen la responsabilidad de defender la fauna y el orden civil del parque. Este año, el gran día comenzó caluroso y despejado. Nos congregamos en la plaza de armas por la mañana mientras dignatarios y visitantes tomaban asiento bajo una marquesina y cientos de guardabosques mantenían sus posiciones de descanso en el centro del campo. Anguezi se colocó ante todos nosotros, con 1,95 metros y pose autoritaria en su uniforme y su boina verde, con un micrófono inalámbrico en la mejilla izquierda y una espada ceremonial en la mano derecha. Hoy ejercería de maestro de ceremonias.
A las 11:25, Anguezi llamó a los efectivos. Tras su orden, una escolta de soldados del ejército congoleño —con boinas naranjas que los distinguían de los guardabosques— marchó con la bandera de la RDC. Los siguió una pequeña banda que tocaba un himno con cuatro trompetas, una tumba, platillos y dos tambores. Un general del ejército examinó a los guardabosques con Anguezi a su lado. Hacía tanto calor que agradecimos la brisa que emitían los ventiladores eléctricos que se movían a izquierda y derecha en la galería. Después comenzaron los discursos.
John Barrett, director general de Garamba, habló brevemente en francés y transmitió un tono de reconocimiento a los efectivos, presentes y no presentes: «Aquí han muerto 19 guardabosques en acción. Hoy los lloramos».
John Scanlon, enviado especial de AP, una especie de embajador internacional de la organización, abordó el desarrollo sostenible de las comunidades vecinas y también (con las acusaciones contra WWF en la memoria de todos) sobre la necesidad de moderar el ardor contra la caza furtiva con un respeto escrupuloso por los derechos humanos. El director general del ICCN, Balongelwa, que había viajado desde Kinshasa, la capital, para el evento, habló sobre la colaboración entre su agencia y AP y, tras media hora de discurso, un guardabosques en formación se desmayó por el calor y se lo llevaron en volandas. Finalmente, el desfile terminó dirigido por las órdenes marcadas de Anguezi: avanzaron las unidades de guardabosques, después cuatro mujeres guardabosques, después cinco ancianos guardabosques veteranos, después 200 alumnos con uniformes blancos y azules y, de nuevo, la banda, infatigable y valiente. El evento final del día consistía en una serie de pruebas del juego de la cuerda, un tira y afloja de guardabosques contra soldados del ejército de la RDC o de guardabosques contra guardabosques, ocho hombres a cada lado arrastrándose sobre el campo polvoriento mientras tiraban de los extremos opuestos de una soga gruesa. Elliott, el asesor británico, ofició alegremente desde la mitad.
Ya había empezado a chispear. Los dignatarios se marcharon antes de que empezara el chaparrón. El juego de la cuerda continuó. El chispeo se convirtió en un aguacero; el polvo se convirtió en lodo, tan resbaladizo como la grasa. Los guardabosques resbalaban, se caían y se levantaban para seguir tirando, luchando con todas sus fuerzas para mover la cuerda unos centímetros. Elliott, empapado y sucio, sonreía con orgullo mientras se preparaba para otra ronda. «Si no llueve, no es un entrenamiento de verdad», dijo Naftali Honig. Después, él y los demás, yo incluido, subimos a los todoterrenos y nos fuimos a comer.
Cuando nos marchamos, aún quedaban guardabosques luchando en un juego en condiciones difíciles, como siempre.
El último libro de David Quammen es El árbol enmarañado: Una nueva y radical historia de la vida. Brent Stirton cubrió la historia de las mujeres guardabosques que luchan contra la caza furtiva en Zimbabue para el número de junio de 2019 de National Geographic.
Este reportaje ha contado con el apoyo de la Wyss Campaign for Nature, que colabora con la National Geographic Society y otros socios internacionales para proteger el 30 por ciento del planeta para 2030.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.