No podemos permitirnos olvidar cómo era el mundo antes de las vacunas
El sarampión ha resurgido en Estados Unidos y en muchos países más. La amnesia histórica tiene parte de la culpa.
Como la mayoría de los niños estadounidenses de mi generación, a mediados de los años 50 hice cola con mis compañeros de clase para que me administraran la primera vacuna contra la polio, que entonces causaba 15 000 casos de parálisis y 1900 muertes al año en Estados Unidos, sobre todo en niños. Del mismo modo, nos pusimos en fila para recibir la vacuna contra la viruela, que entonces aún provocaba millones de muertes al año en todo el mundo. Desde entonces, he seguido actualizando mis vacunas e incluso me he puesto algunas exóticas para los encargos de National Geographic en el extranjero, contra el ántrax, la rabia, la encefalitis japonesa, el tifus y la fiebre amarilla, por ejemplo.
Habiendo crecido bajo la sombra de la polio (mi tío llevó muletas toda su vida) y habiendo conocido de primera mano el sarampión (formé parte del pico prevacunación del año 1958, junto a otros 763 093 jóvenes estadounidenses), me he arremangado felizmente ante cualquier vacuna recomendada por el médico y los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, sacando información adicional en los viajes al extranjero del Libro Amarillo de los CDC. Estoy profundamente agradecido a las vacunas por mantenerme con vida y por ayudarme a volver de los viajes de campo tan sano como cuando salí.
Sin embargo, una consecuencia de esta voluntad es que me encuentro, como la mayoría, en una situación paradójica: las vacunas nos salvan de enfermedades y después hacen que nos olvidemos de las enfermedades de las que nos han salvado. Una vez la amenaza desaparece de nuestras vidas, nos relajamos. O peor, nos inventamos otras cosas de las que preocuparnos. Por consiguiente, algunos padres bienintencionados evitan vacunar a sus hijos por el miedo erróneo a que la triple vírica (contra el sarampión, las paperas y la rubeola) provoque autismo. No les importan los estudios científicos independientes que han demostrado uno tras otro que ese vínculo no existe, el más reciente realizado a 657 000 niños en Dinamarca.
Este miedo irracional es la causa de que Estados Unidos haya documentado casi 1200 casos de sarampión en lo que va de año casi dos décadas después de que las autoridades de salud pública lo declararan orgullosamente eliminado. Unos 124 afectados, la mayoría niños, han sido hospitalizados, 64 de ellos con complicaciones como neumonía y encefalitis, que pueden provocar lesiones cerebrales o la muerte.
Sin embargo, el autismo puede parecer una mayor amenaza que el sarampión, aunque solo sea porque aparece en innumerables series y películas como Rain Man y ¿A quién ama Gilbert Grape? Sin embargo, hay más probabilidades de contraer el sarampión en un cine que ver la enfermedad en la gran pantalla.
Así, los padres olvidan —o quizá nunca hayan sabido— que 33 de cada 100 000 enfermos de sarampión acaban sufriendo algún tipo de discapacidad intelectual o daños en el sistema nervioso central. (Eso además de las personas que fallecen.)
Olvidan que, a principios de los 60, un brote de rubeola hizo que 20 000 niños nacieran con lesiones cerebrales, autismo u otras anomalías congénitas.
Olvidan que, antes de que fuera erradicada con una vacuna en los años 70, la viruela dejaba a los supervivientes ciegos, lisiados o con lesiones cerebrales.
Un remedio para esta paradoja es que hagamos un esfuerzo consciente para recordar cómo era el mundo antes de las vacunas. La Tdap, por ejemplo, es un punto repetido pero algo misterioso en mi cartilla de vacunación. (A los niños se les administra una formulación ligeramente diferente llamada DTaP.) La «T» significa tétano y la «P», tosferina. Pero yo ignoraba por completo qué era la «D» de difteria.
Muchos médicos conocen la enfermedad solo por los libros de texto. Pero antes de que se desarrollase una vacuna a principios de los años 40, la difteria era uno de los grandes horrores de la infancia. En un año en la década de 1930, cuando mis padres estaban en el instituto, mató a más de 3000 jóvenes estadounidenses. Hoy en día, ha vuelto a matar a niños en Venezuela, el Yemen y otras zonas donde la convulsión política y social ha interrumpido la administración de la vacuna.
Entre otros síntomas, la difteria produce una membrana gris de células muertas en la garganta que puede bloquear la tráquea del niño y provocar muerte por asfixia. De ahí viene uno de sus sobrenombres: «el Ángel estrangulador».
Nueva Inglaterra, donde vivo, sufrió una de las epidemias más letales en las décadas de 1730 y 1740, «la epidemia más horrible de una enfermedad infantil en la historia de Estados Unidos», según un historiador. Se vio agravada por la idea de que había sido enviada por Dios para castigar los comportamientos pecaminosos. O, como advertía un verso de 1738 a los niños y niñas que se comportaban mal:
So soon as Death, hath stopt your Breath,
Your souls must then appear
Before the Judge of quick and dead,
The Sentence there to hear. //
From thence away, without delay,
You must be Doom’d unto,
A dreadful Hell, where Devils dwell,
In Everlasting woe
La difteria no solo resultaba aterradora porque podía matar a una velocidad pasmosa, sino también porque podía saltar muy fácilmente de un niño a otro mediante la tos y los estornudos que inducía. Algunas familias también podrían haber acelerado la muerte involuntariamente haciendo que sus hijos dieran un beso de despedida a un hermano o hermana moribundos. Los resultados aún son evidentes en los cementerios locales.
En Lancaster, Massachusetts, por ejemplo, las lápidas manchadas se acumulan como una familia sobre las tumbas de los seis hijos de Joseph y Rebeckah Mores. Ephraim, de siete años, fue el primero en morir el 15 de junio de 1740, seguido por Hannah, de tres, el 17 de junio, y Jacob, de once, un día después. Los tres fueron enterrados en una sola tumba. Después, Cathorign, de dos años, murió el 23 de junio, y Rebeckah, de seis, el 26 de junio. La muerte —cinco niños en once días— se detuvo lo suficiente para dar a los pobres padres un tenue rayo de esperanza. Pero dos meses después, el 22 de agosto, Lucy, de 14 años, también murió. Unos años después, la difteria u otra enfermedad epidémica volvió para llevarse a los tres hijos que les quedaban a los Mores.
Joseph y Rebeckah no fueron los únicos que vivieron esa tragedia. Muchos más padres perdieron a todos sus hijos por la difteria, en un caso 12 o 13 de la misma familia. (Ante el luto y el asombro, los padres no ponían una cifra exacta a su pérdida.) En una sola calle de menos de 800 metros de largo en Newburyport, Massachusetts, murieron 81 niños en tres meses en 1735. Haverhill, Massachusetts, perdió a la mitad de sus niños y 23 familias se quedaron sin hijos.
Hoy en día, los padres rara vez conocen una pena tan inmensa porque nuestros hijos están protegidos por vacunas, como la Tdap/DTaP. Por eso nos sentimos seguros teniendo familias más pequeñas. Es también una de las razones principales por la que la esperanza de vida al nacer en Estados Unidos subió de 47,3 años a principios del siglo XX a 76,8 a finales.
El nivel de esta protección ha seguido aumentando año tras año a lo largo de nuestras vidas, aunque la terminología de las vacunas recomendadas suele ocultar estas mejoras. Ningún padre ha permanecido en vela, por ejemplo, por la denominada «Hib», o «Haemophilus influenzae de tipo b», o por un patógeno llamado «rotavirus».
Pero al comienzo de su carrera, en los años 70, el especialista en vacunas Paul Offit cuenta que «la Hib dominó mi residencia». Esta enfermedad causa meningitis infantil, neumonía y sepsis, una infección sistémica sanguínea. Los niños con esta infección bacteriana llegaban a urgencias con tanta frecuencia que el hospital creó una sala oscura especial con una pecera para calmar a los niños mientras un anestesista acudía a toda velocidad y un equipo quirúrgico se preparaba para operar. Si el niño se excitaba demasiado, corría el peligro de que la epiglotis hinchada e inflamada empezara a sufrir espasmos y bloqueara la tráquea.
«Tuve muchas conversaciones difíciles con los padres cuando los niños tenían meningitis o sepsis», recuerda Offit. «Normalmente, los niños sufrirían sordera permanente, deficiencias intelectuales o deficiencias motrices».
El médico Stanley Plotkin, también especialista en vacunas, empezó su carrera en los años 50. Sesenta años después, aún recuerda ver con impotencia cómo «moría en sus manos» un niño con una enfermedad por Hib. A veces, una traqueotomía —un tubo insertado a través de una incisión en la tráquea por debajo del punto del bloqueo— ayudaba. «Pero entonces estaba de prácticas y no sabía hacer una traqueotomía».
Los médicos (y los padres) que empiezan hoy no tienen que vivir con ese recuerdo específico. Una vacuna introducida en los 90 ha reducido un 99 por ciento la incidencia de las enfermedades por Hib en Estados Unidos, de 20 000 a 29 casos anuales.
El rotavirus es un término igualmente desconocido para la mayoría de los padres. Sin embargo, solía afectar a casi todos los niños antes de los cinco años y provocaba un 40 por ciento de los casos de diarrea infantil grave. Ante la ausencia de tratamiento, la deshidratación provocaba entre 20 y 60 muertes al año en Estados Unidos y 500 000 muertes en todo el mundo.
En los 90 surgió una vacuna contra el rotavirus y en 2006 los CDC aprobaron una versión más segura desarrollada por Offit y Plotking junto al difunto H. Fred Clark, microbiólogo y activista social. De este modo, la diarrea provocada por el rotavirus se ha vuelto poco frecuente, evitando entre 40 000 y 50 000 ingresos de niños y bebés estadounidenses al año. Pero en un brote de rotavirus en California en 2017, la enfermedad mató a un niño que no había sido vacunado dos meses antes de su segundo cumpleaños.
Es cierto que las vacunas conllevan riesgos, como todo en este mundo. Oscilan desde lo común, como dolor en el lugar de la inyección, hasta lo inusual, como una reacción alérgica grave. Los investigadores médicos suelen ser los primeros en identificar y caracterizar estos riesgos. Un estudio de los CDC de 2016, por ejemplo, analizó 25,2 millones de vacunaciones a lo largo de tres años y determinó 33 casos de reacciones alérgicas gravse provocadas por la vacuna: 1,3 casos por cada millón de dosis.
¿Cómo pueden los padres pensar en un riesgo como ese? Ser un buen padre no consiste en proteger a los niños de todos los riesgos médicos. Consiste en juzgar el riesgo relativo teniendo en cuenta la recomendación del médico. Pregúntate: ¿Qué es peor para mi hijo, la remota posibilidad de una reacción alérgica o el riesgo de padecer enfermedad por Hib, rotavirus, neumonía o varicela que, pese a su reputación trivial, mató a entre 100 y 150 niños estadounidenses un año antes de que se aprobase una vacuna? ¿Qué es peor: un vínculo ficticio entre la triple vírica y el autismo —ahora declarado fraudulento incluso por la revista que lo publicó— o exponer a diario a tus hijos a la posibilidad de contraer sarampión, con todas sus consecuencias discapacitantes o letales?
Mi mujer y yo siempre decidimos administrar las vacunas recomendadas a nuestros hijos. Nos preocupamos, como todos los padres. Pero están sanos y nosotros dormimos mejor sabiendo que hemos relegado al pasado muchos horrores médicos.
Richard Conniff trabaja en un libro sobre la lucha contra las enfermedades epidémicas.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.