La pandemia podría impulsar la próxima ola de la crisis de opiáceos en Estados Unidos
La COVID-19 afecta a muchas poblaciones vulnerables, pero los problemas a los que se enfrentan las personas con drogadicción son únicos.
En esta foto del 27 de marzo de 2020, dan desinfectante para manos a un paciente que viene a recoger su medicación para la adicción a los opiáceos en una clínica de Olympia, Washington, que actualmente recibe a los pacientes fuera y ofrece recetas más largas para intentar reducir la cantidad de visitas y el riesgo de infección debido al brote del nuevo coronavirus.
Normalmente, un torrente de personas se dirige a un modesto edificio de ladrillo en el barrio de Cedar Rapids, donde Sarah Ziegenhorn dirige la Iowa Harm Reduction Coalition. En 2016, cuando volvió a Iowa para empezar a estudiar medicina, Ziegenhorn fundó esta organización sin ánimo de lucro para ayudar a las personas con drogadicciones. Hoy, su centro proporciona análisis médicos, terapia y suministros gratuitos a más de 5000 personas cada año.
Pero durante la pandemia de COVID-19, esa labor se ha complicado, tanto en Iowa como en el resto de Estados Unidos. Ante las tensiones que sufre el sistema sanitario, Estados Unidos sigue viviendo una crisis de sobredosis: más de dos millones de estadounidenses consumen opiáceos y medio millón consume metanfetamina cada semana. En 2018, 46 000 estadounidenses fallecieron de sobredosis. Aunque la COVID-19 ha repercutido de forma desproporcionada en varias poblaciones vulnerables, las personas con drogadicciones se enfrentan a problemas únicos ante la COVID-19.
Uno de esos problemas es que es más probable que las personas que consumen drogas estén alienadas de las fuentes de información tradicionales y, por consiguiente, no es igualmente probable que reciban información sobre los riesgos y las mejores prácticas durante una pandemia. Algunos también son escépticos con las autoridades debido a las interacciones previas con la policía y desconfían de los asesores sanitarios del gobierno.
Aunque reciban mensajes de salud pública que les insten al distanciamiento social o a lavarse las manos con frecuencia, podrían carecer de los recursos necesarios para adoptar dichas prácticas si tienen inseguridad financiera, viven en albergues o están encarcelados. También es más probable que las personas con adicciones estén inmunodeprimidas y carezcan de acceso a la atención sanitaria.
En resumen, «las personas que ya son las más vulnerables lo son aún más durante una pandemia», afirma Corey Davis, abogado de salud pública de la Network for Public Health Law.
Los peligros de la abstinencia
Es probable que los cierres de fronteras y las restricciones de viajar por la COVID-19 afecten a los mercados de drogas. Por eso algunas clínicas de reducción de daños han preparado a sus clientes para las interrupciones del suministro de sustancias ilícitas.
«Paradójicamente, las sobredosis aumentan cuando el suministro disminuye», afirma Daniel Ciccarone, profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad de California en San Francisco. Durante los periodos de escasez, las personas adictas sustituyen las drogas por otras con las que no están familiarizadas o cambian de hábitos, lo que desemboca en dosis menos seguras y que pueden causar un repunte de las sobredosis. Ciccarone, apesadumbrado, prevé que la pandemia podría marcar el comienzo de una quinta ola de la crisis de opiáceos.
Tom Sloben, un exconsumidor de heroína que empezó a tomar metanfetamina cuando su pareja falleció de sobredosis, cuenta que la COVID-19 ha dificultado la compra de drogas. Ahora se enfrenta a las repercusiones de haber reducido el consumo de metanfetamina: «Es como si tuvieras pesas a ambos lados del cuerpo, te hunde», cuenta.
“Conozco a personas que se han suicidado al pasar por esto.”
Dejar de consumir metanfetamina puede causar ansiedad y depresión y la abstinencia de la heroína y el fentanilo es sumamente difícil. «Conozco a personas que se han suicidado al pasar por esto», cuenta Ziegenhorn.
Para las personas con drogodependencia, también hay un riesgo vinculado al menor acceso a drogas legales como el alcohol. Kimberly Sue, directora de la organización nacional sin ánimo de lucro Coalición para la Reducción de Daños en Nueva York, explica que cuando las licorerías cierran (como ocurrió durante varias semanas de marzo en Pensilvania), la gente corre más riesgo de sufrir convulsiones por la abstinencia, que pueden ser mortales.
Por eso las organizaciones de reducción de daños han defendido durante años el acceso a medicaciones como la metadona y la buprenorfina, que puede ayudar a minimizar los síntomas del síndrome de abstinencia, reducir las ansias y prevenir las sobredosis de opiáceos. En Estados Unidos, la Administración de Servicios de Abuso de Sustancias y Salud Mental (SAMHSA, por sus siglas en inglés) y la Administración para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) regulan el acceso a estas medicaciones y sus requisitos han obstaculizado el acceso a las drogas.
Por ejemplo, antes las personas que consumían metadona tenían que visitar un programa de tratamiento de adicción a opiáceos autorizado, donde se administraba la droga bajo supervisión diaria. Eso puede ser imposible para las personas que tienen que cuidar de sus hijos o un horario de trabajo poco flexible, o que no viven cerca de la clínica. Los médicos también se enfrentan a varios obstáculos a la hora de proporcionar buprenorfina a los pacientes, ya que la DEA exige formación adicional y que se firme una renuncia para recetarla.
“Las llamadas a la línea de ayuda de la Administración de Servicios de Abuso de Sustancias y Salud Mental han aumentado casi un 900 por ciento.”
Durante el último mes, la SAMHSA y la DEA han relajado las restricciones para intentar reducir la propagación del nuevo coronavirus. Ahora se permite que las personas tratadas por adicciones consideradas «estables» se lleven a casa metadona para 28 días y pueden conseguir una nueva receta de buprenorfina por teléfono en lugar de en persona.
«Algunos estados nos han dicho que las clínicas tienen problemas a la hora de maximizar la cantidad de atención que pueden proporcionar, ya que algunos empleados han enfermado», afirma la secretaria adjunta Elinore McCance-Katz, directora de la SAMHSA. Espera que la reducción de las restricciones de la atención telemática sea permanente. Señala que, respecto al mismo periodo el año pasado, las llamadas a la línea de ayuda de la SAMHSA han aumentado casi un 900 por ciento en el último mes.
Sin embargo, los defensores de la atención telemática afirman que los programas de tratamiento han tardado en adoptar las nuevas pautas y su implantación ha variado de un estado a otro. Daliah Heller, directora de iniciativas de consumo de drogas en Vital Strategies, una organización internacional de salud pública, dice que la COVID-19 «es la tormenta perfecta para las personas con drogodependencia».
Problemas en las cárceles
La COVID-19 no solo dificulta el acceso a los servicios de adicción; las personas que consumen drogas podrían correr más riesgo de infección debido al peligroso solapamiento entre la adicción, el encarcelamiento y la rápida propagación de infecciones en espacios confinados. El complejo carcelero de Rikers Island, en Nueva York, ya ha notificado al menos 365 casos de COVID-19, casi un nueve por ciento de los reclusos.
Según Leo Beletsky, profesor de derecho y ciencias de la salud en la Universidad Northeastern, las campañas para que se libere a las personas encarceladas por delitos de drogas no violentos podrían ser insuficientes. Afirma que la reincorporación de los reclusos a la sociedad es difícil y peligrosa desde una perspectiva sanitaria incluso en circunstancias normales. Con el colapso de la economía, los albergues y los bancos de alimentos están desbordados y ya están aprovechando al máximo unos recursos limitados.
Jonathan Giftos, director médico de medicina de la adicción en la organización sin ánimo de lucro Project Renewal, indica que las estructuras de apoyo familiar también podrían desaparecer durante la pandemia. Durante la COVID-19, «las vidas de la gente son más difíciles en sentidos que dificultan apoyar a las familias que se enfrentan a una adicción, algo que ya supone un desafío».
Incluso en los casos en los que el aislamiento es posible, puede resultar difícil para las personas que consumen drogas, ya que podrían sufrir una sobredosis sin nadie cerca para ayudarlas. Se trata una tragedia que Ziegenhorn ha vivido personalmente.
Conoció a su prometido, Andy Beeler, justo después de que lo liberaran de la cárcel por delitos de drogas y no mucho después de fundar la IHRC. Cuenta que les unía el objetivo común de «mantener a la gente con vida» y hablaban a menudo sobre la defensa de la reducción de daños por teléfono. La primera vez que se conocieron en persona, «pensé: “vale, vamos a casarnos”», dice Ziegenhorn.
Beeler intentó superar su consumo ocasional de heroína, pero le resultaba difícil. Como estaba en libertad condicional, le preocupaba consumir medicaciones como la metadona y la buprenorfina y dar falso positivo en una prueba de drogas. La pareja llevaba un año saliendo cuando Beeler se cayó en el hielo, se dislocó el hombro y se volvió adicto a los opiáceos.
Ziegenhorn descubrió y revirtió las sobredosis de Beeler en varias ocasiones, pero un día tuvo que ir al hospital temprano para una rotación de cirugía. Beeler aún dormía cuando se marchó. Más tarde, él no contestó a sus mensajes. Ziegenhorn pidió a un amigo que fuera a ver si estaba bien. Beeler estaba muerto; había sufrido una sobredosis.
Conociendo el «dolor increíble e inimaginable» de perder a un ser querido, Ziegenhorn y sus colegas mantienen la clínica abierta durante la pandemia y ofrecen servicios pese a los riesgos a los que se enfrentan. Teme que, si la clínica cierra, la gente a la que ayuda no tenga un sitio seguro al que acudir.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.