¿Pagarías por oler un cadáver? ¿Por qué hay gente que busca aromas desgradables?
Flores con olor a cadáver. Humo de cigarrillo. Tus propios pedos. Los científicos dicen que hay una razón por la que estos olores pueden darte una forma distinta de placer.
Un Aro gigante (o bunga bangkai, que en indonesio significa "flor cadáver") florece en el Jardín Botánico de Nueva York. La principal sustancia química que hace que la floración gigante de Amorphophallus titanum sea tan maloliente cuando emerge por primera vez ha sido identificada por investigadores japoneses como un compuesto de azufre llamado trisulfuro de dimetilo.
Un Aro Gigante (popularmente conocido por su traducción del indonesio bunga bangkai, flor cadáver) huele a una embriagadora mezcla de pescado podrido, aguas residuales y, como no, cadáveres. La flor atrae a las moscas, pero también a los turistas. La apestosa floración se ha hecho tan popular que ahora las noticias alertan a los olfateadores del inminente hedor de cada nueva floración.
De hecho, la demanda para ver y oler una flor cadáver es tan grande que los jardines botánicos incluso compiten por poseer una o tener la más grande. Los jardineros las cuidan con esmero, con la esperanza de conseguir más floraciones apestosas de una planta cuyo aroma es tan raro (hasta una década entre floraciones) y tan fugaz (36 horas o menos) que los visitantes a menudo se sienten decepcionados si se pierden el apogeo.
En junio de 2024, nada menos que tres jardines públicos (en Chicago y Boston, en Estados Unidos, y Londres en Reino Unido) emitieron avisos para alertar a los visitantes de una floración. Se trata de una confluencia poco frecuente, ya que estas flores cadavéricas son notoriamente impredecibles. A diferencia de la mayoría de las plantas que florecen anualmente, el aro gigante florece sólo cuando su gran tallo subterráneo, o cormo, ha almacenado suficiente energía.
Pero, ¿por qué la gente quiere oler estas flores? La reacción suele ser la misma: expectación, olfateo tentativo y, a continuación, la clásica mueca de disgusto. Y, sin embargo, todo el mundo parece feliz de estar allí.
Resulta que esto tiene un nombre: masoquismo benigno.
El psicólogo Paul Rozin describió el efecto en 2013 en un artículo titulado Glad to be sad, and other examples of benign masochism [Contento de estar estar triste y otros ejemplos de masoquismo benigno]. Su equipo encontró 29 ejemplos de actividades con las que algunas personas disfrutaban aunque, por toda lógica, no deberían. Muchos eran placeres comunes: el miedo a una película de terror, el picante de una guindilla, el dolor de un masaje firme. Y algunos eran repugnantes, como reventarse granos o contemplar una asquerosa exposición médica.
La clave es que la experiencia sea una “amenaza segura”.
“Una montaña rusa es el mejor ejemplo”, dice Rozin. “En realidad estás bien y lo sabes, pero tu cuerpo no, y ahí está el placer”, explica. Oler una flor cadáver es exactamente el mismo tipo de emoción, afirma.
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La psicología del asco
Esta búsqueda de emociones es un poco como la de los niños que juegan a la guerra, dijo en 2015 a National Geographic la investigadora del asco Valerie Curtis, de la Escuela de Hig iene y Medicina Tropical de Londres. “El motivo 'lúdico' lleva a los humanos (y a la mayoría de los mamíferos, sobre todo a los jóvenes) a probar experiencias en condiciones de relativa seguridad, para estar mejor equipados para afrontarlas cuando se las encuentren de verdad”, explica.
Por eso, al oler una flor que, dicen, huele como un cadáver, ponemos a prueba nuestras emociones: “Nos motiva saber a qué huele un cadáver y ver cómo reaccionaríamos si nos encontráramos con uno”.
Nuestro sentido del asco, después de todo, sirve para algo. Según la teoría del asco de Curtis, esbozada en su perspicaz libro Don't Look, Don't Touch, Don't Eat [No mires, no toques, no comas], las cosas más universalmente consideradas repugnantes son las que pueden hacernos enfermar. Cosas como un cadáver en descomposición.
Sin embargo, nuestro sentido del asco puede ser particular. Parece que a la gente le parece bien el olor de sus propios pedos (pero no el de los de los demás). El asco tiende a protegernos de la amenaza de los demás, mientras que nos sentimos bien con nuestra propia asquerosidad.
Del mismo modo, un mismo compuesto olfativo puede provocar reacciones diferentes. Algunos olores sólo son buenos en pequeñas dosis, como bien saben los perfumistas. El almizcle, por ejemplo, es la nota de fondo de muchos perfumes, pero se considera desagradable en altas concentraciones. Lo mismo ocurre con el indol, una molécula que aporta encantadoras notas florales a los perfumes, pero que se describe como “algo fecal y repulsivo para las personas en concentraciones elevadas”.
No existe ningún perfume de flor de cadáver (aunque se puede probar un brebaje de indol en “Charogne”, que se traduce como “Carroña”, de Etat Libre d'Orange), pero es concebible. Existe todo un campo de la perfumería (la tecnología Headspace, de la que fue pionero el químico de fragancias Roman Kaiser en la década de 1970) que se dedica a capturar la fragancia de una flor en un vial de cristal y luego recrear químicamente la mezcla molecular. En teoría, alguien podría probar el eau de corpse flower si encontrara un frasco lo bastante grande.
Al fin y al cabo, el hedor de la flor procede de una mezcla de compuestos que pueden identificarse, como el indol y el alcohol bencílico de olor dulce, además de sustancias nocivas como la trimetilamina, presente en el pescado en descomposición.
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Nostalgia de los olores apestosos
Hay otra razón por la que a veces añoramos los olores desagradables, una atracción que también procede de lo más profundo de nuestro cerebro: la nostalgia. De la misma manera que la hierba recién cortada puede evocar la sensación de los veranos de la infancia, para algunos de nosotros el humo del tabaco huele como el abuelo. A menudo se dice que el olfato es el sentido más estrechamente ligado a la memoria.
Los científicos tienen un nombre para este fenómeno: el efecto Proust. En la novela del célebre autor En busca del tiempo perdido, el olor de unas magdalenas recién horneadas y mojadas en té desencadena un torrente de vívidos recuerdos de la infancia del narrador. Los neurocientíficos han sugerido que este efecto es el resultado de la actividad del bulbo olfatorio del cerebro, que procesa los olores. El bulbo olfatorio está conectado directamente con el hipocampo y la amígdala, partes del cerebro relacionadas con la memoria y las emociones.
Algunos experimentos han respaldado este vínculo; un estudio de 2011 realizado por investigadores de la Universidad de Utrecht (Países Bajos) demostró que los olores desencadenaban recuerdos más intensos y detallados que los sonidos, en particular para los recuerdos desagradables. Asimismo, una revisión de 2016 en Brain Sciences concluyó que los olores que desencadenan buenos recuerdos personales pueden potenciar las emociones positivas y reducir los efectos fisiológicos del estrés, como la inflamación.
Así que quizá, ocasionalmente, podríamos aprender a asociar un mal olor con una experiencia feliz, como una visita al jardín botánico para oler un aro gigante. Al fin y al cabo, una imagen puede valer más que mil palabras, pero un olor puede encerrar toda una vida de recuerdos.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.