El lugar de nacimiento de la era espacial no se encuentra donde tú crees

En una región remota de Estados Unidos, a bordo de globos aerostáticos, unos científicos obtuvieron datos fundamentales que fueron utilizados por la NASA para llevar a los humanos a la órbita.

Por Bill Newcott
Publicado 28 sept 2020, 13:05 CEST
Explorer II

El globo de investigación Explorer II, protegido por las paredes de casi 140 metros de alto del Stratobowl, se hincha de helio antes de batir un récord de altitud el 11 de noviembre de 1935.

Fotografía de H. Lee Wells, Nat Geo Image Collection

Hay algo evidente: hoy nadie va a volar en globo aerostático.

Son las seis de la mañana de un viernes. Estoy junto a una docena de personas que tiemblan por el frío de primeras horas de la mañana en un área de descanso de la autopista en Black Hills, al oeste de Rapid City, Dakota del Sur. Todos miramos hacia arriba, entrecerrando los ojos para no perder de vista un puntito negro: un pequeño globo de helio liberado hace unos segundos por Mark West, un tipo alto de pelo cano cuya sonrisa habitual se ha convertido en un ceño fruncido y labios apretados.

«No va en la dirección correcta», afirma. «Eso lo llevará al monte Rushmore». Hay más malas noticias cuando llama al Servicio Nacional de Meteorología de Rapid City: la lluvia de la noche anterior, aunque ha disminuido un poco, continuará.

Nuestro grupo —todos con mascarillas mientras la pandemia de COVID-19 se extiende al mes de septiembre— se acerca para oír la conversación.

«No recomendaría ascender esta mañana», anuncia West al fin. Lo dice con voz experta: es el presidente de la Federación de Globos de Estados Unidos. Pero mientras miro a mi alrededor, el público aún conserva un entusiasmo desconcertante.

«Vale», dice una voz. «Vamos a bajar al bowl».

El bowl es una zanja natural de casi 140 metros de profundidad rodeado de murallas de roca que se encuentra a pocos metros de esta salida de la autopista. Tras una arboleda, la tierra se hunde en un enorme abismo rocoso semicircular. En su base yace un gran prado circular protegido del viento, el paraíso de los aficionados a los globos aerostáticos.

Desde 1934, este sitio ha sido conocido como Stratobowl. En un vendaval de actividad de dos años, los científicos del Cuerpo Aéreo del ejército de Estados Unidos y la National Geographic Society se congregaron aquí para aprovechar las paredes de granito protectoras y la elevación de 1200 metros del lugar y lanzar a los humanos a la estratosfera por primera vez. Dentro de una versión modificada de las batisferas que utilizaban los oceanógrafos para explorar las profundidades del mar, los equipos se ataron a globos de proporciones extremas, primero llenos de hidrógeno y, más tarde, de helio. Deshaciéndose de las cuerdas, ascendieron a altitudes insólitas antes de descender en aterrizajes peligrosos y apenas controlados a cientos de kilómetros de distancia.

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    Stratobowl

    Unos 100 empleados —y los miembros de la Guardia Nacional de Dakota del Sur y el IV Regimiento de la Caballería del Ejército de los Estados Unidos— viven en un pueblo temporal construido dentro del Stratobowl.

    Fotografía de Richard Hewitt Stewart y Newton Blakeslee, Nat Geo Image Collection

    Con datos de estos primeros ascensos —así como lanzamientos en globo desde el Stratobowl a finales de los años cincuenta—, la NASA y sus predecesores estudiaron la capacidad para sobrevivir a viajes a altitudes elevadísimas. No es ninguna exageración afirmar que la era espacial comenzó en el Stratobowl.

    Ahora, cada septiembre, un dedicado grupo de aeronautas regresa al bowl para conmemorar esas primeras visitas a la atmósfera superior de la Tierra. El viernes, sábado y domingo después del Día del Trabajo, cuando los aeronautas se congregan en el fondo del Stratobowl, miles de observadores los contemplan desde la periferia, maravillados ante la imagen de los globos aerostáticos que se elevan desde abajo, suben hasta el nivel de los ojos y ascienden sobre sus cabezas en cuanto los empuja una ráfaga de viento.

    Ese viernes lluvioso, los espectadores se quedarán decepcionados. Pero para los aeronautas, el Stratobowl ofrece un premio de consolación único: pueden bajar hasta el fondo, inflar los globos y «jugar» a ascender a unos 30 metros de altura, atados a los parachoques de las camionetas que utilizan para cargar con su equipo.

    Además, como me dice un aeronauta, «Lo haremos mañana». Hace una pausa y añade: «O el día después».

    Símbolo de la paz

    Mientras los aeronautas más acérrimos circulan en una caravana por la carretera serpenteante y sin pavimentar que lleva hasta el fondo del bowl, yo opto por caminar por el Stratobowl Rim Trail, un sendero no señalizado. Incluso en esa mañana nublada, las vistas son impresionantes. Más abajo, dos aeronautas han inflado ya sus naves de colores y están subiendo y bajando, como flores que flotan en olas invisibles. De fondo se escucha el borboteo tenue del Spring Creek, un arroyo que serpentea por esa depresión semicircular y que desemboca en un pequeño cañón rodeado de árboles.

    Mientras el sol naciente ilumina el lecho del valle, observo una formación no tan natural en el Stratobowl: un enorme símbolo de la paz dibujado al cortar el césped. Es obra del hombre que posee este paraíso de los globos aerostáticos, Ken Tomovick.

    «Dibujé el símbolo de la paz en la hierba en 2008», cuenta Tomovick. «Lo hice por varios motivos. Uno era para conmemorar a mi hermano, que resultó gravemente herido en Vietnam».

    Estamos sentados en el porche trasero de la casa rústica de Tomovick, a pocos metros del claro del bowl. El terreno ha pertenecido a su familia durante generaciones y su parcela incluye este campo de lanzamiento histórico de globos aerostáticos.

    Irónicamente, Tomovick, aviador profesional de helicópteros y aviones jubilado, nunca ha pilotado un globo aerostático. Pero le encanta la historia de la aviación del bowl y adora pasear entre los globos y sus equipos de lanzamiento, parándose de vez en cuando para ayudar a tirar de una cuerda o sostener la apertura del globo mientras se llena de aire.

    «Así es Ken», dice su mujer, Cory, tocándole el brazo con suavidad. «Hay una parte de él que quiere compartir este lugar con el resto del mundo».

    Durante años, Tomovick formó parte de una iniciativa para que el Stratobowl fuera declarado lugar histórico nacional. Lo habrían logrado de no ser por sus vecinos que, según dice exasperado, no son aficionados a los globos aerostáticos y se opusieron al nombramiento.

    «Quizá sea otro motivo por el que dibujé el símbolo de la paz», cuenta con una sonrisa irónica e imaginándose a los vecinos observando su mensaje silencioso de paz y generosidad cada vez que miran por la ventana.

    Cerca del desastre

    Son las seis de la mañana del sábado. Salgo de mi hotel y disfruto al ver las estrellas centelleando en un cielo oscuro y despejado.

    «¡Hoy despegará el globo!», me digo. Después descubro un mensaje de Kay West que, junto a su marido Mark —que tiene línea directa con el Servicio de Meteorología—, comenzó este ritual anual en 2010.

    «Hay chaparrones al este», escribe. «Es improbable que vuele. Pero lo ataremos al bowl».

    Esta vez me uno a las festividades en el fondo del Stratobowl, paseando con Kay entre cinco globos en diversas fases de inflación. Kay, una de las mejores pilotos e instructora reconocida a nivel nacional, ha dirigido Black Hills Balloons desde 1984. Prevé que en el lanzamiento de este año, si ocurre, participarán hasta una docena de aeronautas. «Nunca hemos tenido ningún fracaso total», dice con seguridad.

    Voy de copiloto con algunos aeronautas generosos. Atado en este mirador elevado, veo toda la zona, desde el suelo cubierto de hierba hasta su borde rocoso, e incluso los jirones de niebla matutina que envuelven los barrancos. Es fácil imaginar este lugar con un bullicio de actividad a mediados de los años treinta mientras la electricidad de las misiones científicas chisporrotea por sus enormes paredes.

    Capitán Orville Anderson y capitán Albert W. Stevens

    Estos pioneros del vuelo en globo aerostático son el capitán Orville Anderson y el capitán Albert W. Stevens. Están preparándose para su segundo vuelo de récord sobre las Black Hills de Dakota del Sur. Más adelante, Anderson escribiría: «La barquilla regresó con información sobre los rayos cósmicos, la capacidad de las esporas de moho vivas para sobrevivir en aire enrarecido [y] la intensidad de la radiación solar».

    Fotografía de Richard Hewitt Stewart, Nat Geo Image Collection

    En 1933, la junta de la National Geographic Society había decidido que, en lugar de informar de las grandes aventuras en globo por el mundo, organizaría una expedición propia por las alturas. En cuestión de meses, la Society se había asentado en el Stratobowl, en gran medida por su proximidad a una gran carretera y las altas murallas, que protegerían el globo de los vientos mientras lo inflaban.

    En colaboración con el Cuerpo Aéreo del ejército estadounidense, la Society encargó a Dow Chemical la construcción de una barquilla hecha de Dowmetal, un material más ligero que el aluminio. Esta tendría capacidad para tres hombres y el equipo científico para medir la presión barométrica, la altitud y, en un guiño casi profético a los viajes espaciales del futuro, los rayos cósmicos.

    La barquilla llegó en una camioneta desde Míchigan. El enorme globo, que se llenaría con casi mil metros cúbicos de hidrógeno, llegó en un contenedor desde la planta Goodyear-Zeppelin en Akron, Ohio.

    La aeronave, llamada Explorer, despegó sin problemas a las cinco de la mañana del 28 de julio de 1934. Pero la cosa se puso fea cuando los tres hombres de la tripulación alcanzaron los 18 000 metros de altura.

    «Se cayó una pequeña cuerda de la bolsa y resonó en la parte superior de la barquilla», escribió el capitán Albert Stevens, miembro de la tripulación. «Miré hacia arriba por babor, sorprendido al ver un desgarrón enorme en la superficie inferior del globo».

    Los hombres enseguida se zabulleron hacia la Tierra y los restos del globo hicieron las veces de paracaídas tristemente ineficaz. A pesar de todo, fue «una vista bonita», observó Stevens.

    A casi 1800 metros de altura, sobre Nebraska, un trocito del material debió de haber producido una chispa, porque el hidrógeno restante hizo lo propio del hidrógeno: explotó. Los tres hombres, con apenas unos segundos para reaccionar, saltaron en paracaídas y aterrizaron sanos y salvos mientras el Explorer, en palabras de Stevens, «se estrellaba con un golpe tremendo».

    Casi de inmediato, National Geographic encargó la construcción del Explorer II, con un cambio importante: helio en vez de hidrógeno. Y para que los miembros de la Society no pensaran que se estaba malgastando su cuota anual de 3,50 dólares, el presidente Gilbert H. Grosvenor les aseguró que «la pérdida financiera resultante de la explosión del globo y la colisión de la barquilla fue muy reducida debido al seguro».

    Explorer II

    Con las cuerdas tensadas, el Explorer II hinchado de helio parecía dispuesto a huir de los confines del Stratobowl. Minutos después, el globo transportó la expedición de National Geographic y el Cuerpo Aéreo del ejército a 22 000 metros, hasta la estratosfera.

    Fotografía de Richard Hewitt Stewart, Nat Geo Image Collection

    El Explorer II despegó del Stratobowl en torno a las siete de la mañana del 11 de noviembre de 1935. A las 11:40 de la mañana, la nave alcanzó los 22 065 metros de altitud, batiendo un nuevo récord. Los dos tripulantes sacaron una foto que abarcaba miles de kilómetros cuadrados, desde las montañas Bighorn de Wyoming hasta los campos de cultivo y los ranchos al sudeste de Rapid City.

    «La luz solar resplandecía en los ríos y los lagos, pero no vimos señales de vida», escribió Stevens, poniendo a prueba a la suerte al ascender de nuevo. «Parecía un mundo extranjero e inerte». Para Stevens, la imagen que a los millones de personas que viajamos en avión cada año nos resulta familiar fue tan extraña como un paisaje marciano.

    Y en aquella foto había algo menos visible: el amplio arco del horizonte. Fue la primera fotografía de la curvatura de la Tierra.

    El Explorer II aterrizó a 362 kilómetros al este. 

    Los lanzamientos de los dos Explorer causaron sensación en Rapid City y más allá. Entre 25 000 y 30 000 espectadores contemplaron cada uno, al borde del barranco que había encima del lugar o sentados en una galería en el fondo del bowl. La NBC retransmitió por radio el lanzamiento del Explorer II en directo a un público que llegaba hasta Sudáfrica.

    En los años cincuenta, la Marina estadounidense regresaría al Stratobowl con el Project Strato-Lab, batiendo nuevos récords de altitud en globo y desarrollando tecnologías para los trajes espaciales del Programa Mercury de la NASA. Pero estos hitos nunca fueron rival para la histeria de altos vuelos en torno al Explorer I y II.

    «Para esa generación, este fue su Programa Mercury», cuenta Mark West. «Fue su alunizaje. Ni Rapid City ni el mundo habían visto nada igual».

    Al fin en el aire

    Son las seis de la mañana del domingo. Veo que el cielo tiene el mismo aspecto que ayer y siento que estoy en Atrapado en el tiempo.

    En la salida de la autopista, Mark West libera el globo negro. Se eleva poco a poco y de repente sale disparado hacia el sudeste, alejándose del monte Rushmore, pero la velocidad de su partida parece preocupar a todos.

    Mark llama al Servicio de Meteorología; no hay buenas noticias: aunque el viento a nivel del suelo parece tranquilo, en lo alto hay un flujo de corrientes de aire arremolinadas e impredecibles.

    «Bueno, mejor estar aquí abajo deseando estar ahí arriba que estar ahí arriba deseando estar aquí abajo», dice Kay. Más adelante, me entero de que es un viejo refrán entre los pilotos de globos.

    «Pero nunca habíamos fracasado los tres días», dice una voz.

    «Lo sé», reconoce Kay. «Este año solo hay una cosa diferente...».

    De repente, me doy cuenta de que todo el mundo me mira en ese aparcamiento oscuro.

    «Claro», digo. «Busquemos un volcán donde podáis sacrificarme a los dioses del viento».

    Kay tiene una pregunta más para la persona del Servicio de Meteorología: ¿qué grosor tiene la capa de aire tranquilo hasta llegar a las turbulencias más elevadas?

    «Eh... Unos 550 metros», dice.

    De repente, todos sonríen.

    «Si aguanta, es suficiente», exclama Kay. En un abrir y cerrar de ojos, todo el mundo se monta en sus vehículos para llevar sus globos al fondo del Stratobowl.

    «No es culpa suya», dice Kay sobre la previsión prematuramente negativa de la persona del Servicio de Meteorología. «No todo el mundo [que trabaja] ahí sabe de globos».

    Poco después, estoy ascendiendo desde el fondo del Stratobowl; la pared rocosa se alza en vertical, como el interior de un ascensor de piedra. Kay pilota la aeronave, mientras Ken Tomovick y yo disfrutamos de las vistas intentando no ser un estorbo. Pese a su implicación íntima en el evento, Tomovick no había ascendido en globo en años y parece casi tan emocionado como yo.

    De repente, la luz del sol nos ilumina al superar el borde. Momentos después, sentimos el empuje del viento que nos lleva hacia el este. En cierto modo, es como pisar el pedal del acelerador mientras entras por una vía de acceso a la autopista.

    Nuestra bandada de globos aerostáticos abarca kilómetros. El silencio a cientos de metros de altitud me sorprende. Creía que escucharía las ráfagas, pero somos uno con el viento. Detrás, en Black Hills, el perfil de George Washington nos mira desde el monumento nacional del monte Rushmore, que en el momento del primer lanzamiento desde el Stratobowl aún estaba tomando forma sobre la montaña que los Lakota Sioux llamaban Tuŋkášila Šákpe, o los Seis Abuelos.

    Mientras las colinas dan paso a las tierras ganaderas, un pequeño rebaño bovino se perfila a nuestra derecha. Recuerdo que no todos los ganaderos de la zona están fascinados con los globos aerostáticos. Algunos insisten en que los globos asustan a sus animales, aunque los que estoy observando permanecen indiferentes.

    Nuestra piloto, Kay, no presta mucha atención a las vistas. Se concentra en los otros globos que hay frente a nosotros, calcula la dirección en la que sopla el viento y sopesa si deberíamos quedarnos al mismo nivel o cambiar de altitud en busca de vientos más favorables.

    «Hay pilotos de globos aerostáticos y hay personas que ocupan un globo y se quedan quietas», dice.

    Tras casi media hora volando, los otros globos empiezan a aterrizar y Kay avista un lugar para nosotros junto a la carretera, a unos 13 kilómetros de donde comenzamos. Alternando entre encender el quemador del globo y liberar aire por las aberturas de la parte superior, bordea una colina baja cubierta de praderas y vuelve a subir para sortear una alambrada a casi cinco kilómetros por hora. No puedo evitar pensar en Neil Armstrong y Buzz Aldrin saltando sobre rocas y cráteres mientras llegaban a un lugar seguro para alunizar.

    Como si nos hubiera depositado una mano invisible, tocamos tierra junto a una carretera rural. El Eagle ha aterrizado.

    Es casi medianoche. Las paredes oscuras del Stratobowl enmarcan un lienzo de estrellas que emiten un resplandor imposible. Fue aquí donde los humanos dieron sus primeros pasos hacia esas estrellas, hacia no solo verse como ciudadanos de la Tierra, sino también del cosmos.

    Pasarían dos décadas hasta que los humanos batieran los récords de altos vuelos del Explorer II. En 1954, un jet X2 de la Fuerza Aérea de Estados Unidos batió este récord de altitud por casi el doble. Siete años después, Yuri Gagarin, de la Unión Soviética, se convirtió en el primer humano que rompió las ataduras de la Tierra y llegó a la órbita.

    Y hoy, a miles de millones de kilómetros, la sonda interestelar Voyager II bate un nuevo récord de altitud cada segundo. Entre sus tareas continuas figura medir los rayos cósmicos, basándose en los datos tomados hace casi 90 años en un globo lanzado a los límites del espacio desde un prado en una depresión rocosa.

    Este artículo se publicó originalmente en inglés en nationalgeographic.com.

    Sonda Voyager

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